Charchad.

—No... —La protesta salio de sus labios antes de que pudiera evitarlo, y por vez primera Indigo advirtio autentico temor en la voz de Quinas.

—?Que es esto? ?Tiene miedo el noble seguidor de Charchad? —Lo desafio con dureza, llena de mala intencion, al tiempo que daba tirones a la cuerda haciendo que el hombre se retorciera de dolor.

El capataz clavo sus dientes rotos en el labio inferior para no gritar y musito:

—Si...

—Hablad mas fuerte, Quinas. ?No os oigo con suficiente claridad!

El aspiro con fuerza, luego repitio:

—He dicho que ?si! —Su ojo se clavo en ella, de una manera fija y espantosa, llena de horror—. No podeis llevarme. No, a menos que yo coopere, y eso no lo hare jamas. Podeis hacerme dano, apunalarme, quemarme o desollarme; podeis arrastrarme fisicamente al interior del valle. Pero yo intentare impedirlo, saia. De algun lugar sacare las fuerzas necesarias, ?y os lo impedire! ?Y cuando ya no pueda luchar mas, entonces me destrozare las arterias de las munecas con mis propios dientes, si es necesario! ?Pero jamas, jamas, penetrare en el valle de Charchad, porque me da miedo!

Se dejo caer de espaldas, agotado por el esfuerzo que le habia costado articular sus vehementes palabras. Indigo se lo quedo mirando. Asi que Quinas se sentia tan aterrorizado por lo que se ocultaba en aquel valle como sus pobres victimas. Quinas, acolito de Charchad, leal sirviente de Aszareel, no se atrevia a enfrentarse a su senor; y por fin se habia visto obligado a admitirlo.

Empezo a reir. El sonido era desagradable y anormal, pero subio borboteando por su garganta y no vio motivo para detenerlo.

—Quinas —dijo—. Quinas, el azote de los pecadores, el que enciende las piras funerarias, el torturador de mujeres. —Se llevo una mano a la boca para contener el vendaval de enloquecida hilaridad. Luego la risa se apago de repente y su tono se convirtio en hiriente desprecio—. ? Quinas, el cobarde rastrero!

—Si —repuso con calma el capataz—. Pero lo bastante honesto como para admitirlo.

Meditabunda. Indigo jugueteo con el broche que llevaba sujeto a su pecho. Aquello la divertia. La confesion de ultimo momento por parte de un hombre que se auto-proclamaba valeroso y fuerte resultaba graciosa. Estaba demasiado asustado para enfrentarse a aquello que, con tanto celo, habia obligado a otros a adorar... Suprimio con un bufido una nueva carcajada y se seco los ojos, sintiendose inexplicablemente excitada. La situacion era deliciosamente ironica: Quinas, el acolito de Charchad, se acurrucaria alli entre las piedras y rehuiria a su dios; mientras ella, sola y sin miedo, ascendia la ultima cresta para escupir en el rostro de esa misma deidad. Jasker lo hubiera encontrado muy divertido...

La joven fruncio el entrecejo e intento controlarse. No queria pensar en Jasker, ya que habia demostrado no ser mejor que Quinas. Que permaneciera, tambien el, acurrucado en la seguridad de sus cuevas. Que siguiera farfullando sus plegarias por las almas de Chrysiva y de otros como ella, plegarias que no servian de nada. Habia llegado el momento en que ella debia actuar. Era su momento, y el de nadie mas.

Levanto la mirada hacia la cresta, especulando, calculando. Segun Quinas, aquel era uno de los senderos menos frecuentados para penetrar en el valle; y aunque cada acceso estaba constantemente vigilado, no habria mas que dos, o quiza tres, centinelas de guardia. Mirarian hacia adentro, vigilantes ante cualquier pecador que intentara huir, ya que nadie penetraba en el valle de Charchad por su propia voluntad.

Hasta ahora.

Se colgo la ballesta a la espalda, la sujeto y luego se volvio hacia Quinas por ultima vez. Otro cruel tiron de la cuerda; una nueva mueca de dolor. Indigo sonrio con desprecio.

—Bien, mi cobarde amigo, he decidido otorgaros un poco de la misericordia que le negais a otros. Ya no os necesito, de modo que os quedareis aqui y vereis el inicio de mi victoria. —Se inclino acercando su rostro al de el—. El fin de Charchad, Quinas. Pensad en ello, mientras esperais a que salga el sol y apure los ultimos restos de vida de vuestro despreciable cuerpo. ?El fin!

saia... —Hizo intencion de alzarse hacia ella, pero se dejo caer de nuevo al suelo, demasiado debil para conseguirlo. Su respiracion era rapida y le costaba hablar—. ?Os lo ruego..., no lo hagais!

—Estoy sorda a vuestras suplicas, Quinas. Implorad a la luna, implorad a las montanas, implorad al sol cuando salga. Puede que os escuchen. ?Yo no lo hare!

—Indigo. —Utilizo su nombre por primera vez desde que lo capturaran—. ?Por favor, vais a sacrificar inutilmente vuestra vida!

La sonrisa que le dedico como respuesta fue una mueca de frio desprecio.

—Ocupaos de la vuestra, Quinas, mientras aun la teneis. ?Sacadle el maximo provecho a lo poco que os queda de vida!

Quiso dedicarle un ultimo gesto de desden, pero no se le ocurrio nada apropiado. Sus acciones serian suficiente, pues; mucho antes de que ella regresara, el capataz no seria mas que un pedazo de carne sin vida. Se coloco mejor el arco sobre el hombro, saco el cuchillo de su funda y se alejo hondonada arriba hacia la cresta y el mortifero resplandor que brillaba tras ella.

Quinas no se movio hasta que los ultimos y debiles sonidos del avance de Indigo no se desvanecieron en el omnipresente trasfondo de las palpitantes vibraciones subterraneas procedentes de las minas. Incluso entonces, cuando hubo alterado su posicion por una mas soportable, se obligo a esperar otro minuto antes de arriesgarse a sentarse en el suelo.

La cabeza le daba vueltas por efecto de la falta de agua y comida, y por un momento temio perder el conocimiento; pero lucho contra los espasmos y, al fin, consiguio controlarlos. Su respiracion era aspera en el caluroso aire nocturno y el dolor era como un fuego constante que recorria todo su cuerpo. Pero su voluntad se hallaba indemne. Y sus fuerzas no estaban de ningun modo tan agotadas como le habia dejado pensar a Indigo.

Ahora sabia que la joven estaba completamente loca. En comparacion con ella, el hechicero que lo habia torturado no era mas que una tenue sombra; la locura de Indigo era de un orden que trascendia cualquier cosa remotamente humana. Y habia sido esa locura la que le habia permitido a

Quinas utilizar su arma mas poderosa, y utilizarla bien. Porque en medio de lo que ella consideraba su triunfo, cegada por su obsesion de venganza. Indigo habia estado totalmente dispuesta a creer su pequena farsa.

Calculo que en aquellos instantes estaria cerca del final de la hondonada. Si no se habia equivocado, eso le proporcionaria justo el tiempo que precisaba; retorcio su cuerpo, consiguiendo primero colocarse de rodillas y luego, con grandes dificultades, en pie. Durante el trayecto desde las cuevas habia intentado varias veces subrepticiamente aflojar las cuerdas que sujetaban sus antebrazos a sus costados, pero no lo habia conseguido. No importaba; las ataduras le estorbarian, pero se las arreglaria.

Deteniendose para recuperar el aliento, paseo de nuevo la mirada por el canon y esbozo una sonrisa. Siempre habia sido un buen orador, un buen actor; pero esta vez habia superado sus propias expectativas. Indigo habia sido presa facil de su fingido agotamiento y terror, y su ultima suplica de que no penetrara en el valle —un toque refinado que se le habia ocurrido de improviso— lo habia sellado a la perfeccion. Tan convencida estaba de que habia vencido y avergonzado a un cobarde, que se habia alejado llena de satisfaccion, dejandole a el alli, pensaba ella, para que muriera.

Quinas lanzo una ahogada risita. No tenia la menor intencion de morir aun. Y a Indigo, junto con sus confiados companeros —aunque su castigo llegaria mas tarde—, le esperaba una leccion. Una leccion que le satisfaria muchisimo impartir.

Placas de esquisto sueltas resbalaron bajo sus pies cuando se dio la vuelta, apoyandose en la pared rocosa. Unos diez pasos mas atras, en la misma hondonada, habia una estrecha hendidura lateral — horadada por la lava en la epoca en que aquellos viejos volcanes estaban activos—, que torcia vertiginosamente colina abajo. Indigo no la habia advertido, pero Quinas si, y sabia adonde conducia. Era lo bastante ancha como para recorrerla, e, ignorando con decision el dolor que lo atenazaba, el capataz deslizo el magullado cuerpo por la abertura y se fundio con la oscuridad.

Indigo se detuvo bruscamente cuando el sendero que habia estado siguiendo termino, de repente, ante la solida pared de la elevacion. A su derecha, la ladera de la hondonada habia quedado obstruida por un derrumbamiento de rocas de una epoca pasada, y los ultimos metros del sendero se perdian en una traicionera pendiente con pocos puntos de apoyo. Contuvo la respiracion —introducir aire en sus pulmones le resultaba cada

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