empecinado en no ver al medico, no quiere ayuda de nadie, se figura que vivira siempre. Pero un dia acabara por capitular. Como todos. Y entonces yo le dare la absolucion con toda humildad, lamentare su muerte a pesar de todas sus aberraciones, de su orgullo y de sus provocaciones. Al final vendra a mi, mon pere. ?No acaban por venir todos al final?
11
Jueves, 20 de febrero
La esperaba. Con su abrigo escoces, el cabello peinado para atras sin pretension personal alguna, las manos diestras y nerviosas como las de los pistoleros. Era Josephine Muscat, la mujer que vi en dia de carnaval. Ha esperado a que salieran de mi establecimiento mis clientes habituales -Guillaume, Georges y Narcisse- antes de decidirse a entrar, las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos.
– Un chocolate caliente, por favor.
Se ha sentado de forma inestable ante el mostrador y se ha puesto a hablar en voz baja, como si conversara con los vasos vacios que todavia no me habia dado tiempo a retirar.
– ?No faltaba mas!
No le he preguntado como lo queria, pero se lo he servido con virutas de chocolate y chantilly, adornado con dos cremas de cafe a un lado. Se ha quedado mirando el tazon con los ojos entrecerrados y despues lo ha tocado con dedos inseguros.
– El otro dia olvide pagar una cosa -ha dicho con fingida naturalidad.
Tiene los dedos largos, curiosamente delicados pese a las durezas de las yemas. En estado de reposo su rostro parece perder algo del desaliento que habitualmente tiene su expresion y casi resulta atractivo. Tiene el cabello de un suave color castano y los ojos dorados.
– Lo siento -anade.
Y arrojo una moneda de diez francos sobre el mostrador con un gesto desafiante.
– No tiene importancia -he procurado que mi voz sonara natural, indiferente-. Suele ocurrir.
Josephine me miro un momento con desconfianza y despues, tras comprobar que no habia malevolencia en el tono, parecio mas tranquila.
– Es bueno -dijo saboreando el chocolate-, bueno de verdad.
– Lo hago yo -le explico-. Con cacao y antes de anadirle la grasa para que se solidifique. Los aztecas lo tomaban exactamente de esa manera hace muchos, muchisimos siglos.
Me ha lanzado una mirada furtiva y cargada de desconfianza.
– Y gracias por el regalo -ha dicho por fin-. Almendras de chocolate. Son mis preferidas -y despues, atropelladamente y con torpe prisa-: No me lo lleve a proposito. Se que dicen muchas cosas de mi, pero yo no robo. Son ellas… -ahora habia desden en su voz y su boca se ha torcido en una mueca de indignacion y de asco-… son esa zorra de Clairmont y sus companeras. ?Unas embusteras!
Me vuelve a mirar, ahora con aire casi de desafio.
– He oido decir que usted no va a la iglesia -lo afirma con voz quebrada, aunque excesivamente alta teniendo en cuenta las dimensiones de la habitacion donde estamos y que en ella solo nos encontramos nosotras dos.
Yo le he sonrei.
– Es verdad. No voy.
– Pues como no vaya, no va a durar mucho tiempo en este pueblo -vaticino con la misma voz alta y vidriosa-. La apartaran a un lado si no hace lo que ellos quieren. Ya lo vera. Todo esto… -con un gesto vago abarco los estantes, las cajas, el escaparate con sus pieces montees-… no le va a servir de nada. Se lo que dicen. Los he oido.
– Tambien yo -me he servido tambien un tazon de chocolate del recipiente de plata. Corto y negro, como un espresso, lo remuevo con la cucharilla del chocolate. Hablo con suavidad-, pero a mi no me hace falta escuchar - callo un momento para tomar un sorbo-, me pasa lo que a usted.
Josephine se echa a reir.
Entre las dos se instala un silencio de cinco segundos. De diez segundos.
– Dicen que usted es bruja -la palabra de siempre.
La mujer ha levantado la cabeza como desafiandome.
– ?Es verdad? -me pregunta.
Me encojo de hombros. Tomo otro sorbo.
– ?Quien lo dice?
– Joline Drou, Caroline Clairmont, las fanaticas de la Biblia y del cure Reynaud. Oi que lo decian en la puerta de Saint-Jerome. La hija de usted conto no se que cosa a los demas ninos. Algo sobre espiritus -en su voz habia curiosidad y una hostilidad profunda y renuente que yo no acababa de entender-. ?Espiritus! -repitio como un aullido.
Trazo con el dedo el vago recorrido de una espiral sobre la boca amarilla del tazon.
– Creia que a usted no le importaba lo que dice la gente.
– Soy curiosa -otra vez aquella actitud de desafio, una especie de miedo de caer bien- y el otro dia usted hablo con Armande. Con Armande no habla nadie. Salvo yo.
Se referia a Armande Voizin, la anciana de Les Marauds.
– Me gusta -dije con sencillez-. ?Por que no he de hablar con ella?
Josephine apreto los punos contra el mostrador. Parecia alterada, su voz despedia crujidos como si fuera escarcha.
– Porque esta loca, ni mas ni menos -se lleva los dedos a las sienes en un gesto bastante elocuente-. ?Loca, loca, loca! -por un momento ha bajado la voz-. Voy a decirle una cosa -anade-. En Lansquenet hay una raya que atraviesa el pueblo… -hace un gesto sobre el mostrador con su dedo encallecido-… y como la cruces, no te confieses, no respetes a tu marido, no prepares tres comidas al dia y no te sientes junto al fuego y te dediques a pensar en cosas decentes mientras esperas su llegada, si no tienes… hijos… o no llevas flores cuando se celebra el funeral de algun amigo ni pases el aspirador por el salon ni… cuides los arriates de tu jardin… -el esfuerzo de hablar le habia puesto la cara arrebolada, era evidente que sentia una rabia intensa, enorme-… entonces quiere decir que estas loca -ha escupido-. Estas loca, eres anormal y la gente… habla… de ti… a tus espaldas y… y… y…
Se interrumpe y la expresion de angustia fue borrandose de su cara; veo que tiene la vista clavada mas alla de mi, perdida a traves del escaparate, si bien el reflejo del cristal desdibujaba lo que pudiera estar viendo. Como si sobre su expresion ausente pero taimada y exenta de esperanza acabara de caer una cortina.
– Lo siento, por un momento me he dejado llevar -engulle un buen sorbo de chocolate-. No tendria que hablar con usted. Ni usted conmigo. Bastante mal estan ya las cosas.
– ?Lo dice Armande? -le he preguntado con una voz muy suave.
– Tengo que marcharme -vuelve a colocar los punos cerrados sobre el hueso del esternon con aquel gesto extrano que parece tan caracteristico de ella-, tengo que marcharme.
A su rostro habia vuelto aquella expresion de desaliento, su boca se torcio de nuevo en un rictus de panico tan marcado que casi se le puso cara de tonta… La mujer furiosa y atormentada que me habia hablado hacia un momento estaba ahora muy lejos. ?Que -o a quien- habia visto para reaccionar de aquel modo? Cuando salio de La Praline con la cabeza gacha como si se protegiera de una imaginaria ventisca, me acerque al escaparate para observarla. No se le habia aproximado nadie. Nadie la habia mirado siquiera. Pero de pronto descubri a Reynaud arrimado al arco de la puerta de la iglesia. Junto a el habia un hombre calvo que no reconoci. Los dos tenian los ojos fijos en el escaparate de La Praline.
?Reynaud? ?Seria el la causa de sus miedos? Senti un profundo desaliento al pensar que quiza fuera el quien habia puesto a Josephine en guardia contra mi. Sin embargo, cuando lo habia mencionado antes, me parecio desdenosa, como si no le tuviera ningun miedo. El otro hombre era bajo pero fornido, llevaba una camisa a cuadros con las mangas remangadas sobre unos brazos rojos y brillantes y unas pequenas gafas de intelectual que, curiosamente, discordaban con su aspecto de hombre fornido y entrado en carnes. Todo en el respiraba un sentimiento de hostilidad indiscriminada; al final he acabado por darme cuenta de que ya lo tenia visto: con una