que viaje con once maletas. No es cosa de decepcionarlos.

– ?Y si, a pesar de todo, abren las maletas? -pregunto Brett, pero no habia temor en su voz.

La reaccion de Flavia fue inmediata:

– Si mal no recuerdo, a uno de nuestros ministros le encontraron droga en un aeropuerto de Africa y no paso nada. Y en China tiene que ser mucho mas importante una diva que un ministro. Ademas, lo que nos preocupa es tu reputacion, no la mia.

– Seriedad, Flavia.

– Hablo en serio. No existe ni la mas remota posibilidad de que registren mi equipaje, por lo menos, al entrar. Tu me has dicho que el tuyo no lo han mirado nunca, y hace anos que entras y sales de China.

– Siempre puede darse el caso, Flavia -dijo Brett, pero Brunetti percibio que no lo creia.

– Por lo que me has contado de sus ideas sobre mantenimiento, mas probabilidades hay de que el avion se estrelle, pero no por eso vamos a dejar de ir. Ademas, podria ser interesante. Quiza me de alguna idea sobre Turandot. -Brunetti creyo que habia terminado de hablar, pero entonces anadio-: ?Y por que perdemos el tiempo hablando de esto? -Miro a Brunetti como si le hiciera responsable del robo de los vasos.

Brunetti descubrio entonces con sorpresa que no tenia ni idea de si ella hablaba en serio cuando decia que llevaria las piezas a China de contrabando. Y dijo a Brett:

– En cualquier caso, ahora no puede usted decir nada a los chinos. Quienquiera que haya matado a Semenzato no sabe que nos ha hablado de la sustitucion, y tampoco, que hemos descubierto el movil del asesinato. Y quiero que siga ignorandolo.

– Pero usted ha venido a esta casa y tambien fue al hospital -objeto Brett.

– Brett, usted misma dijo que aquellos hombres no eran venecianos. Yo podria ser cualquiera, un amigo, un pariente. Y no me han seguido. -Era verdad. Solo un nativo de la ciudad podria seguir a otra persona por sus estrechas calles, solo un veneciano podia conocer sus intrincados vericuetos y sus callejones sin salida.

– Entonces, ?que hago? -pregunto Brett.

– Nada -respondio el.

– ?Que quiere decir?

– Eso, sencillamente. En realidad, seria prudente que se fuera de la ciudad durante una temporada.

– No me apetece mucho andar por ahi con esta cara -dijo ella, pero lo dijo humoristicamente: buena senal.

Flavia dijo entonces a Brunetti:

– He estado tratando de convencerla para que me acompane a Milan.

Buen aliado, Brunetti pregunto:

– ?Cuando se va?

– El lunes. Ya les he dicho que el jueves cantare. Han preparado un ensayo con piano para el martes por la tarde.

El pregunto a Brett:

– ?Piensa ir? -Como ella no contestara, agrego-: Creo que es una buena idea.

– Lo pensare -fue lo mas que Brett se avino a decir, y Brunetti decidio no insistir. Si alguien podia convencerla, seria Flavia, no el.

– Si decide ir, le agradecere que me avise.

– ?Cree que existe peligro? -pregunto Flavia.

Brett se adelanto a contestar:

– Probablemente, habria menos peligro si creyeran que he hablado con la policia. Asi no tendrian que hacer algo para impedirmelo. -Y a Brunetti-: Tengo razon, ?no?

El no tenia la costumbre de mentir, ni siquiera a las mujeres.

– Si, es verdad. Cuando los chinos sean informados de la falsificacion, el que matara a Semenzato ya no tendra motivos para tratar de cerrarle la boca a usted. Sabran que su intimidacion no la detuvo. -Comprendia que tambien podian tratar de silenciarla permanentemente, pero prefirio no decirlo.

– Fantastico -dijo Brett-. Puedo informar a los chinos y salvar el pescuezo pero hundir mi carrera. O me callo, salvo mi carrera y solo tengo que preocuparme de salvar el pescuezo.

Flavia se inclino y puso la mano en la rodilla de Brett.

– Es la primera vez que me pareces tu desde que empezo esto.

Brett sonrio:

– Nada como el miedo a la muerte para espabilarla a una.

Flavia irguio el busto y pregunto a Brunetti:

– ?Diria usted que los chinos estan involucrados en esto?

Brunetti no era mas propenso que cualquier otro italiano a creer en teorias de conspiracion, lo que significa que solia verlas hasta en la coincidencia mas inofensiva.

– No creo que la muerte de su amiga fuera accidental -dijo a Brett-. Eso quiere decir que esa gente tiene a alguien en China.

– Quienquiera que sea «esa gente» -apostillo Flavia con enfasis.

– El que yo no sepa quienes son no significa que no existan -le dijo Brunetti.

– Precisamente -convino Flavia, y sonrio.

El dijo entonces a Brett:

– Por eso creo que seria mejor que se fuera de la ciudad una temporada.

Ella asintio vagamente, aunque sin duda no convencida.

– Si me voy, se lo comunicare. -No podia considerarse una promesa. Volvio a apoyar la cabeza en el respaldo. Encima de ellos repicaba la lluvia.

El volvio su atencion a Flavia, que senalo la puerta con la mirada e hizo un pequeno gesto con la barbilla para indicarle que era hora de irse.

Brunetti comprendio que ya estaba dicho casi todo y se puso en pie. Brett, al verlo, puso los pies en el suelo y fue a levantarse.

– No te muevas -dijo Flavia, que ya iba hacia el recibidor-. Yo lo acompanare.

El se inclino para estrechar la mano de Brett. Ninguno de los dos hablo.

En la puerta, Flavia le tomo la mano y se la apreto con calor.

– Gracias -fue lo unico que dijo, y sostuvo la puerta mientras el cruzaba por delante de ella y empezaba a bajar la escalera. La puerta, al cerrarse, corto el sonido de la lluvia.

18

Aunque habia asegurado a Brett que no lo habian seguido, Brunetti se paro un momento al salir de la casa, antes de torcer por la calle della Testa y miro a derecha e izquierda, buscando alguna cara a la que pudiera recordar haber visto cuando entro. Ninguna le resultaba familiar. Echo a andar hacia la derecha y entonces le acudio a la memoria algo que le habian dicho hacia anos, cuando vino al barrio buscando el apartamento de Brett.

Giro hacia la izquierda hasta la primera calle ancha transversal, la Giancinto Gallina, y alli, en la esquina, tal como lo recordaba de su primera visita, estaba el quiosco de prensa, frente al colegio de segunda ensenanza, de cara a la que era la principal arteria del barrio. Y, como si no se hubiera movido desde la ultima vez que el la habia visto, encontro a la signora Maria, encaramada a un alto taburete en el interior del quiosco, con su toquilla de media que le daba por lo menos tres vueltas al cuello. Tenia la cara colorada, del frio, de un brandy matinal o, quiza, de las dos cosas, y su pelo corto parecia mas blanco por el contraste.

– Buon giorno, signora Maria -dijo el alzando la cara con una sonrisa hacia la mujer parapetada detras de diarios y revistas.

– Buon giorno, commissario -le respondio la mujer, como si fuera un viejo cliente.

– Si sabe quien soy, signora, sabra tambien por que estoy aqui.

– L'americana? -pregunto ella, aunque en realidad no era una pregunta.

El noto un movimiento a su espalda; de repente, una mano se adelanto con rapidez y agarro un periodico de

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