es clara.

– ?Una galeria?

– Bueno, el no dijo que lo fuera, pero lo parece. Hay una sola puerta, blindada, y hornacinas en la pared. Serian perfectas para albergar estatuas no muy grandes, o ceramicas.

– ?Y el sistema de alarma? ?Lo instalaron ustedes?

– No; nosotros no hacemos esta clase de trabajos. Si lo instalo, tuvo que encargarlo a otra empresa.

– ?Sabe si lo hizo?

– Lo ignoro.

– ?Que opinion le merece ese hombre, signor Scattalon?

– Es fabuloso, resulta un verdadero placer trabajar para el. Muy razonable. Con mucha imaginacion. Y un gusto excelente.

Brunetti dedujo de esto que La Capra era un hombre caprichoso y extravagante que no regateaba y tampoco repasaba las facturas muy atentamente.

– ?Sabe si el signor La Capra vive ahora en el palazzo?

– Si. Nos ha llamado varias veces para subsanar ciertos detalles que se pasaron por alto durante las ultimas semanas de las obras. -Brunetti reparo en el util giro impersonal de la frase: los detalles «se pasaron» por alto, no los pasaron por alto los operarios de Scattalon. Que maravilloso poder el del lenguaje.

– ?Y podria decirme si hubo que subsanar algun detalle en esa sala que llama usted la galeria?

La respuesta de Scattalon fue inmediata:

– Yo no la he llamado asi, dottor Brunetti. He dicho que podria servir para tal fin. No; alli no se habia pasado por alto ningun detalle.

– ?Sabe si alguno de sus hombres entro en esa habitacion cuando volvieron al palazzo a dar los ultimos toques?

– Si no tenian nada que hacer alli, seguro que no entraron.

– Naturalmente, signor Scattalon, naturalmente. Estoy seguro de que asi es. -Su intuicion le decia que la paciencia de Scattalon daba para una sola pregunta mas-: ?El unico acceso a esa habitacion es por la puerta?

– Si; y por el conducto del aire acondicionado.

– ?Las rejillas pueden abrirse?

– No. -Un escueto monosilabo, claramente final.

– Le quedo muy agradecido por su ayuda, signor Scattalon. Asi se lo dire a mi suegro -concluyo Brunetti, sin dar mas explicaciones al final de la conversacion de las que habia dado al principio, pero seguro de que Scattalon, como la mayoria de los italianos, recelaba de todo lo que estuviera relacionado con una investigacion policial y se guardaria bien de mencionar aquella conversacion a alguien, y sobre todo a un cliente que quiza todavia no hubiera acabado de pagarle.

19

Se preguntaba Brunetti si el signor La Capra resultaria ser otro de aquellos personajes bien protegidos que iban apareciendo en escena con una frecuencia inquietante. Llegaban al Norte procedentes de Sicilia y Calabria, inmigrantes en su propia tierra, provistos de una riqueza que no tenia raices, por lo menos, que pudieran detectarse. Durante muchos anos, los habitantes de Lombardia y el Veneto, las regiones mas ricas del pais, se habian creido libres de la piovra, aquel pulpo de multiples tentaculos en que se habia convertido la Mafia. Hasta ahora, las muertes, las bombas en los bares y restaurantes cuyos duenos se negaban a pagar proteccion, los tiroteos en el centro de las ciudades, eran todo roba dal Sud, cuestion del Sur. Y, asi habia que reconocerlo, mientras toda aquella violencia y sangre se habia mantenido en el Sur, nadie se habia preocupado mucho por ella; los Gobiernos se encogian de hombros, como si aquello fuera otra pintoresca costumbre de los meridione. Pero, durante los ultimos anos, la Italia industrializada se habia visto infectada por el fenomeno, como si de una plaga del campo a la que no se pudiera poner coto se tratara, y en vano buscaba la manera de contener el avance de la enfermedad.

Con la violencia, con los asesinos a sueldo que mataban a ninos de doce anos para hacer llegar su mensaje a los padres, habian venido los hombres con cartera, los educados mecenas de la opera y las artes, con sus hijos universitarios, sus bodegas bien provistas y su afan de ser tenidos por filantropos, epicureos y caballeros, no por lo criminales que eran en realidad, con sus poses y su retorica sobre la omerta y la lealtad.

Durante un momento, Brunetti se obligo a si mismo a considerar que el signor La Capra podia muy bien ser lo que parecia: un hombre acaudalado que habia comprado y restaurado un palazzo del Gran Canal. Pero no podia dejar de recordar que en el despacho de Semenzato estaban las huellas dactilares de Salvatore La Capra ni que La Capra padre y Semenzato habian visitado al mismo tiempo varias ciudades. ?Coincidencia? Que absurdo.

Scattalon le habia dicho que La Capra residia en el palazzo. Quiza hubiera llegado el momento de que el representante de uno de los estamentos oficiales de la ciudad fuera a saludar al nuevo residente para intercambiar impresiones acerca de la necesidad de adoptar medidas de seguridad en estos tiempos en que, lamentablemente, la criminalidad estaba en auge.

Puesto que el palazzo se hallaba en el mismo lado del Gran Canal que su casa, Brunetti almorzo en ella, pero no tomo cafe, pensando que quiza el signor La Capra se lo ofreceria amablemente.

El palazzo se encontraba al final de la calle Dilera, que desemboca en el Gran Canal. Al acercarse, Brunetti observo las senales de la restauracion. La capa exterior de intonaco que cubria las paredes de ladrillo, todavia estaba limpia de graffiti. No tenia mas marca que la huella de la reciente acqua alta, que habia llegado aproximadamente a la altura de las rodillas de Brunetti: el revoque naranja oscuro estaba ligeramente descolorido y habia empezado a saltar, y a los lados de la estrecha calle se veian sus fragmentos, barridos o impelidos por los pies de los transeuntes. Las cuatro ventanas de la planta baja estaban provistas de robustas rejas que impedian el acceso. Detras, se veian postigos nuevos, cerrados. Brunetti se situo al otro lado de la calle y levanto la cabeza para mirar a los pisos altos. Todas las aberturas tenian postigos de madera verde oscuro, abiertos estos, y doble vidrio. Los canalones instalados bajo las nuevas tejas de barro eran de cobre, lo mismo que los tubos por los que bajaba el agua que aquellos recogian. A la altura del primer piso y hasta el suelo, los tubos eran de laton, metal menos tentador.

La placa situada junto al unico timbre era de un gusto refinado: solo el apellido, «La Capra», en cursiva. Brunetti oprimio el pulsador y se acerco al interfono.

– Si, chi e? -pregunto una voz masculina.

– Polizia -respondio el, decidido a no perder el tiempo en sutilezas.

– Si. Arrivo -dijo la voz, y Brunetti oyo solo un chasquido metalico. Espero.

Al cabo de unos minutos, abrio la puerta un joven con traje azul marino. Tenia los ojos oscuros, iba bien rasurado y era lo bastante guapo como para ganarse la vida haciendo de modelo, aunque quiza excesivamente fornido para resultar bien en las fotos.

– ?Si? -pregunto, sin sonreir, pero sin mostrarse mas adusto que cualquier ciudadano normal al que una llamada de la policia obligara a salir a la puerta.

– Buon giorno. Soy el comisario Brunetti. Deseo hablar con el signor La Capra.

– ?Sobre que?

– Delincuencia ciudadana.

El joven se quedo donde estaba, delante de la puerta, sin hacer ademan de acabar de abrirla para permitir pasar a Brunetti. Esperaba mas explicaciones y, cuando comprendio que el visitante no tenia intencion de ser mas

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