polvo y fragmentos que se desplazaba lentamente por las colinas. Evidentemente, todo habia terminado para el arbol anillado.

Pero en un circulo en torno al tronco central, cientos de semillitas expulsadas de la cascara cavaban energicamente para entrar en el terreno humedo y fertil. Un ano despues los vastagos competian por el espacio para las raices y los mas debiles morian. Diez anos mas tarde y a partir de entonces durante uno o dos siglos de veinte a sesenta arboles de hojas cobrizas formaban un anillo perfecto en torno al tronco central desaparecido tiempo atras. Ramas y raices estaban separadas pero tocandose: cuarenta arboles anillados, un anillo de arboles. Cada ocho o diez anos florecian y daban un pequeno fruto comestible, cuyas semillas eran excretadas por los no- se-que, murcielagos con saco abdominal, farfalias, conejos de los arboles y otros entusiastas de las frutas. Depositada en el sitio adecuado, la semilla germinaba y producia el arbol unico y este la unica semilla; el ciclo se repetia incesantemente de arbol anillado a anillo de arboles.

Si el terreno era propicio, los anillos crecian entrelazados; no salian plantas grandes en el circulo central de cada anillo, solo hierbas, musgos y helechos. Los anillos muy viejos agotaban hasta tal punto el terreno central que este podia hundirse y formar un hueco que se llenaba de filtraciones subterraneas y de lluvia; asi, el circulo de viejos y altos arboles de color rojo oscuro se reflejaba en las aguas mansas de la charca central. El centro de un anillo de arboles siempre era un sitio sereno. Los antiguos anillos con una charca en el centro eran los mas apacibles, los mas extranos.

El Templo del Arrabal se alzaba en las afueras de la poblacion, en un valle que cobijaba uno de esos anillos: cuarenta y seis arboles que elevaban sus troncos en forma de columna y sus coronas de bronce en torno a un mudo circulo de agua impregnado de lluvia, gris nube o brillante por el sol que se abria paso entre el follaje rojo desde un cielo fugazmente despejado. Las raices crecian nudosas al borde del agua, lo que creaba un sitio de reposo para el contemplador solitario. Un unico par de garzas vivia en el Anillo del Templo. La garza victoriana no era una garza, ni siquiera era un ave. Los exiliados solo tuvieron palabras del viejo mundo para nombrar el nuevo. Los seres que vivian en las charcas —una pareja por charca— eran zancudos, de color gris claro y comian peces: por eso los llamaron garzas. La primera generacion sabia que no eran garzas, que no eran aves, reptiles ni mamiferos. Las generaciones siguientes no sabian lo que no eran aunque, en cierto sentido, sabian lo que eran. Eran garzas.

Parecian vivir tanto como los arboles. Nadie habia visto una cria de garza ni un huevo. A veces danzaban y si el rito era una ceremonia nupcial, el apareamiento tenia lugar en el secreto de la noche de la inmensidad: nadie las habia visto. Discretas, angulosas y elegantes, anidaban entre las raices, en los monticulos de hojas rojas, pescaban animales acuaticos en los bajos y, desde el otro lado de la charca, contemplaban a los seres humanos con ojos grandes y redondos tan incoloros como el agua. Aunque no mostraban temor ante el hombre, jamas permitian un estrecho acercamiento.

Hasta hoy los pobladores de Victoria no habian encontrado ningun animal terrestre de grandes dimensiones. El herbivoro de mayor tamano era el conejo, una bestia conejil —gorda y lenta— recubierta de magnificas escamas impermeables; el mayor depredador era la larva, de ojos rojos, dientes de tiburon y medio metro de largo. En cautiverio, las larvas mordian y chillaban con morbido frenesi hasta que morian; los conejos se negaban a comer, se tendian apaciblemente y morian. En el mar habia bestias de gran tamano; todos los veranos las «ballenas» llegaban a Bahia Songe y las pescaban por su carne; mar adentro se habian visto animales aun mas grandes que las ballenas, enormes, parecidos a islas retorcidas. Las ballenas no eran ballenas y nadie sabia que eran o dejaban de ser esos monstruos. Nunca se acercaban a los botes pesqueros. Las bestias de los llanos y de los bosques tampoco se aproximaban a los seres humanos. No huian. Simplemente, guardaban las distancias. Miraban un rato con ojos limpidos y seguian su camino, ignorando al desconocido.

Solo las farfalias de ojos brillantes y los no-se-que consentian en acercarse. Enjaulada, la farfalia plegaba las alas y moria, pero si ponias miel para atraparla, era capaz de instalarse en tu tejado y construir el pequeno recogelluvia semejante a un nido en el que, por ser semiacuatica, dormia. Era evidente que los no-se-que confiaban en su notoria capacidad para parecerse a otra cosa de un minuto a otro. A veces manifestaban un claro deseo de volar alrededor de un ser humano e incluso de posarse sobre el. Su transmutacion contenia un elemento de engano visual, quizas de hipnosis, y en ocasiones Lev se habia preguntado si a los no-se-que les gustaba practicar sus trucos con los seres humanos. Sea como fuere, si lo enjaulabas, el no-se-que se convertia en una mancha marron e informe parecida a un terron de tierra y, dos o tres horas mas tarde, moria.

Ninguna de las criaturas zoologicas de Victoria era domesticable, ninguna podia convivir con el hombre, no se acercaban. Escapaban, huian hacia los bosques ensombrecidos por la lluvia y dulcemente perfumados, se internaban mar adentro o iban hacia la muerte. No tenian nada que ver con los seres humanos. El hombre era un extrano. No pertenecia a ese ambito.

—Una vez tuve un gato —le habia dicho la abuela a Lev muchos anos atras—. Un gato gris y panzon, con el pelo como la mas suave, la mas mullida seda de los arboles. Tenia listas negras en las patas y ojos verdes. Saltaba sobre mi regazo, me hundia el morro bajo la oreja para que pudiera oirlo y ronroneaba y ronroneaba…, ?asi! —La anciana dama emitia un runrun sordo, suave y bronco que deleitaba al chiquillo.

—Nana, ?que decia cuando tenia hambre? —Lev contenia el aliento.

—?RRRRUUUNN, RRRRUUUNN!

La abuela reia. Lev la imitaba.

Solo se tenian a si mismos. Las voces, los rostros, las manos, los brazos entrelazados de los de la propia especie. La otra gente, los otros extranos.

Al otro lado de las puertas, mas alla de los pequenos terrenos arados, se extendia la inmensidad, el infinito mundo de colinas, hojas rojas y bruma donde no se oian voces. Dijeras lo que dijeses, hablar alli era como decir: «Soy un extrano».

—Algun dia saldre a explorar el mundo, todo el mundo —afirmo el nino.

La idea, que se le acababa de ocurrir, domino su animo. Trazaria mapas y haria todo lo necesario. Pero Nana ya no le escuchaba. Tenia pena en la mirada. Lev sabia que tenia que hacer. Se acerco silencioso a su abuela, le acaricio el cuello por debajo de la oreja y dijo:

—Rrrrrr…

—?Eres mi gato Mino? ?Hola, Mino! ?Pero si no es Mino, sino Levuchka! —exclamo—. ?Que sorpresa!

Lev se sento en las rodillas de Nana. La abuela lo rodeo con sus brazos grandes, gastados y morenos. En cada muneca lucia un brazalete de hermosa esteatita roja. Los habia tallado para ella su hijo, Alexander Sasha, el padre de Lev. Cuando se los regalo por su cumpleanos, le dijo: «Esposas. Mama, son esposas de Victoria». A pesar que todos los adultos rieron, Nana tenia pena en la mirada cuando reia.

—Nana, ?Mino se llamaba Mino?

—Claro, tontorron.

—?Y por que?

—Porque le puse Mino de nombre.

—Pero los animales no tienen nombre.

—No, aqui no.

—?Y por que no?

—Porque no sabemos sus nombres —respondio la abuela y miro los pequenos campos arados.

—Nana.

—?Si? —pregunto la voz tierna en el acogedor pecho en el que Lev apoyaba la oreja.

—?Por que no trajiste a Mino?

—En la astronave no pudimos traer nada. Nada nuestro. No habia espacio. De todos modos, Mino murio mucho antes del viaje. Yo era una nina cuando Mino era cachorro y seguia siendo una nina cuando envejecio y murio. Los gatos no viven mucho, apenas unos anos.

—Pero la gente vive mucho tiempo.

—Si, claro, muchisimo tiempo.

Lev permanecio quieto en el regazo de la abuela y fingio que era un gato de pelaje gris como la pelusa del algodon, pero tibia.

—Rrrr —ronroneo suavemente mientras la anciana sentada en el umbral lo abrazaba y, por encima de su cabeza, miraba la tierra del exilio.

Ahora, sentado en la dura y ancha raiz de un arbol anillado, en el borde de la Charca del Templo, Lev penso en Nana, en el gato, en las aguas plateadas de Lago Sereno, en las montanas que lo rodeaban y que sonaba

Вы читаете El ojo de la garza
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату