El guardia que cerraba la marcha grito algo, una amenaza o la orden a fin que avanzaran mas rapido.

Pamplona bajo el brazo. Tenia los dos ojos cerrados; uno estaba intacto y el otro se perdia en un tajo abierto y sangrante producido por la tira de cuero del latigo, que lo habia cortado desde el extremo de la ceja hasta el tabique de la nariz.

—Me duele —dijo—. ?Que tengo? No veo nada, me ha entrado algo en el ojo. Lyon, ?eres tu? Quiero volver a casa.

Reunieron a mas de cien hombres de las aldeas y las granjas aisladas del sur y el oeste del Arrabal para ponerlos a trabajar en las nuevas propiedades de Valle del Sur. Llegaron a media manana, cuando la niebla ascendia desde el Rio Molino en ondeantes pendones. En la Carretera Sur habia apostados varios guardias para impedir que los alborotadores del Arrabal se sumaran al grupo de trabajadores forzados.

Distribuyeron herramientas: azadas, piquetas y machetes; los pusieron a trabajar en grupos de cuatro o cinco, vigilados por un guardia provisto de latigo o de mosquete. No levantaron barracas ni refugios para ellos ni para los treinta guardias. Cuando cayo la noche, encendieron fogatas de madera humeda y durmieron a la intemperie, sobre el humedo terreno. Aunque les habian dado alimentos, la lluvia empapo el pan hasta el punto de convertirlo en una masa pastosa. Los guardias comentaban amarga y mutuamente la penosa situacion. Los aldeanos hablaban sin parar. Al principio, temeroso de una conspiracion, el capitan Eden —el oficial a cargo de la operacion— intento prohibirles la palabra; mas tarde, al darse cuenta que un grupo discutia con otro partidario de huir durante la noche, decidio dejarlos hablar todo lo que quisieran. No tenia modo de impedir que escaparan de a uno o de a pares en medio de la oscuridad; aunque habia guardias apostados con mosquetes, por la noche no veian, era imposible mantener hogueras vivas a causa de la lluvia y no habian podido construir un «recinto cercado», tal como habian ordenado. Los aldeanos habian trabajado duro para despejar el terreno, pero resultaron ineptos y lerdos para levantar cualquier tipo de cerca o empalizada con las zarzas y los arbustos cortados, y sus hombres no estaban dispuestos a dejar las armas para realizar semejante tarea.

El capitan Eden ordeno a sus hombres que permanecieran de guardia y vigilaran; aquella noche ni siquiera el durmio.

Por la manana todo el grupo —tanto sus hombres como los aldeanos— parecia seguir alli; todos se movian con lentitud en el frio brumoso y tardaron horas en encender las hogueras, preparar una especie de desayuno y servirlo. Habia que distribuir nuevamente las herramientas: las largas azadas, los cuchillos de monte de acero de mala calidad, piquetas y machetes. Ciento veinte hombres armados con herramientas contra treinta con latigos y mosquetes. ?No se daban cuenta de lo que facilmente podian hacer? Bajo la atonita mirada del capitan Eden, los campesinos pasaron en fila por delante del monton de aperos, igual que el dia anterior, recogieron lo que necesitaban y se dedicaron una vez mas a arrancar la broza y la maleza de la ladera que bajaba hasta el rio. Trabajaron dura y afanosamente; conocian estas faenas; no prestaron atencion a las ordenes de los guardias y se dividieron en equipos, alternando las tareas mas duras. La mayoria de los guardias vigilaba y, a un tiempo, se sentia aburrida, aterida y superflua; se sentian frustrados, estado de animo que los habia embargado desde la fugaz e insatisfecha excitacion de hacer una redada en las aldeas y reunir a los hombres.

El sol salio ya entrada la manana, pero a mediodia las nubes habian vuelto a acumularse y otra vez llovia. El capitan Eden ordeno una pausa para comer —otra racion de pan estropeado— y estaba hablando con dos guardias que habia decidido enviar a la Ciudad para solicitar provisiones frescas y lonas que usarian para montar tiendas de campana y aislarse del terreno humedo cuando Lev se le acerco.

—Uno de nuestros hombres necesita un medico y hay dos demasiado viejos para este trabajo. —Senalo a Pamplona que, con la cabeza vendada con una camisa hecha jirones, estaba sentado y hablaba con Lyon y con otros dos hombres de blanca cabellera—. Habria que enviarlos de regreso a su aldea.

Aunque la actitud de Lev no era la de un inferior que admira a un oficial, ciertamente era respetuosa. El capitan lo miro admirado pero dominado por los prejuicios. La noche anterior Angel habia descubierto en ese joven menudo y delgado a uno de los cabecillas del Arrabal y era evidente que los aldeanos miraban a Lev cada vez que recibian una orden o amenaza, como si esperaran sus instrucciones. El capitan ignoraba como recibian la informacion, ya que no le habia visto dar una sola orden a Lev; si de alguna manera ese joven era un cabecilla, el capitan Eden estaba decidido a tratarlo como tal. Para el oficial, el elemento mas desconcertante de la situacion era la falta de estructuracion. Estaba al mando pero no tenia autoridad mas alla de la que estaban dispuestos a concederle esos hombres y los suyos. En el mejor de los casos, sus hombres eran huesos duros de roer que ahora se sentian frustrados y maltratados; los arrabaleros eran una incognita. En ultima instancia, no podia confiar plenamente en nada, salvo en su mosquete; nueve de sus hombres tambien estaban armados.

Fueran treinta contra ciento veinte o uno contra ciento cuarenta y nueve, la conducta mas sensata era una firmeza notoriamente razonable y sin intimidacion.

—Solo es un corte producido por el latigo —respondio tranquilamente al muchacho—. Puede abandonar el trabajo durante un par de dias. Los viejos pueden ocuparse de los alimentos, secar el pan, mantener encendidas las hogueras. No se permite regresar a nadie hasta que acabe el trabajo.

—Es un corte profundo. Perdera el ojo si no lo atienden. Ademas, esta sufriendo. Tiene que volver a su casa.

El capitan cavilo y respondio:

—De acuerdo. Si no puede trabajar, que se vaya. Pero tendra que hacerlo por si mismo.

—Su casa esta demasiado lejos para que regrese sin ayuda.

—En ese caso, se queda.

—Habra que trasladarlo. Se necesitaran cuatro hombres para acarrear la camilla. —El capitan Eden se encogio de hombros y se alejo—. Senhor, hemos acordado que no trabajaremos hasta que Pamplona sea atendido.

El capitan giro para mirar de nuevo a Lev y no lo hizo con impaciencia, sino con actitud firme.

—?«Acordado…»?

—Cuando envien a Pamplona y a los viejos a sus casas, reanudaremos el trabajo.

—Yo recibo ordenes de la Junta —dijo el capitan—, y ustedes de mi. Estos hombres deben saberlo claramente.

—Escuche, hemos decidido seguir adelante, al menos provisionalmente —prosiguio el joven con calor pero sin animosidad—. El trabajo vale la pena, la comunidad necesita nuevas tierras de cultivo y este es un buen emplazamiento para una aldea. Pero no obedecemos ordenes, cedemos a las amenazas de emplear la fuerza para evitarnos a todos heridas o muerte. Ahora el hombre cuya vida esta en peligro es Pamplona y si no hace algo para salvarlo, tendremos que actuar. Ademas hay que tener en cuenta a los dos viejos, que no pueden permanecer aqui si no hay refugio. El viejo Sol sufre de artritis. A menos que los envien a casa, no podremos continuar con el trabajo.

La cara redonda y morena del capitan Eden habia palidecido notoriamente. El joven Jefe Macmilan le habia dicho: «Reuna a doscientos campesinos y ocupese a fin que desbrocen la orilla oeste del Rio Molino, debajo del vado». Le habia parecido sencillo, no un trabajo facil sino el trabajo de un hombre, una verdadera responsabilidad a la que seguiria una recompensa. Tenia la sensacion que el era el unico responsable. Sus hombres eran casi incontrolables y los arrabaleros le resultaban incomprensibles. Primero se mostraron asustados y sumamente dociles y ahora pretendian darle ordenes. Si en realidad no temian a sus guardias, ?para que perdian el tiempo hablando? Si fuera uno de ellos, mandaria todo al cuerno y se ocuparia de tener un machete; la proporcion era de cuatro a uno y moririan diez como maximo antes que avanzaran y abatieran con las horcas a los guardias armados con mosquetes. Su comportamiento carecia de sentido, era vergonzoso, impropio de un hombre. ?Donde podia encontrar la dignidad en esa condenada inmensidad? El rio gris humeante a causa de la lluvia, el valle enmaranado y empapado, las gachas cubiertas de moho que supuestamente eran pan, el frio que le recorria la espalda donde se le pegaba la tunica mojada, los rostros taciturnos de sus hombres, la voz del extrano muchacho que le decia lo que debia hacer: era excesivo. Giro el mosquete en sus manos.

—Todos deben volver al trabajo inmediatamente. De lo contrario ordenare que sean atados y trasladados a la carcel de la Ciudad. La decision es suya.

Aunque no habia hablado en voz alta, todos —guardias y aldeanos— se habian enterado de la confrontacion. Muchos estaban en pie alrededor de las hogueras, con los cabellos mojados adheridos a la frente y el cuerpo manchado por el barro. Paso un instante, unos pocos segundos, medio minuto como maximo, un rato muy largo y silencioso solo interrumpido por el ruido de la lluvia sobre la tierra removida que los rodeaba, sobre la

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