momento dado se encontro ante la necesidad de elegir entre leer la leccion semanal de catecismo del papa o la receta de una empanada de queso y jamon. En el momento en que los ingredientes se ponian en el horno, oyo unos pasos que entraban en la habitacion.
Un mechon de cabello de Morandi colgaba suelto y serpeaba hasta la hombrera de su chaqueta. Se quedo mirando a Brunetti con ojos aturdidos.
– ?Por que tienen que decir la verdad? -pregunto mientras entraba, con voz aspera y desolada.
Brunetti se apresuro a ponerse en pie y tomar al hombre por el brazo. Sosteniendolo, lo condujo hacia el sofa, que tenia un relleno excesivo. Morandi se sento en el centro, cerro el puno derecho y golpeo con el varias veces el asiento junto a el.
– Medicos. Al infierno con todos ellos. Hijos de perra todos.
Con cada frase su rostro se volvia mas veteado y el puno golpeaba el mullido asiento, y con cada frase se iba pareciendo mas al hombre que Brunetti habia visto en la habitacion de la
Finalmente, agotado, se recosto en el respaldo del sofa y cerro los ojos. Brunetti regreso a su silla, cerro la revista y la volvio a colocar en la mesa. Espero, preguntandose que Morandi seria el que abriera los ojos, el san Francisco de corazon tierno o el enfurecido enemigo de los medicos y de los burocratas.
Paso el tiempo, y Brunetti lo dedico a construir un escenario. Morandi esperaba que la policia se presentara y diera con el tras la muerte de la
La mente de Brunetti se desplazo a una pared.
?Por que, entonces, el piso, y de donde procedian el Dillis, los Tiepolos y el Salathe? Brunetti miro al anciano, que parecia haberse quedado dormido, y a el lo invadio el deseo de agarrarlo por los hombros y zarandearlo hasta que dijera la verdad.
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Silenciosamente, como para no molestar al durmiente, Brunetti saco del bolsillo el llavero de la
Considero impertinente mirar al hombre dormido, de modo que volvio la vista hacia la ventana y al muro en la orilla opuesta del canal, mientras pensaba en los monos. Recientemente habia leido un articulo que trataba de unos experimentos ideados para estudiar el sentido innato de la justicia en una especie de mono que Brunetti no podia recordar. Cuando cada miembro del grupo se acostumbraba a recibir la misma recompensa por la misma accion, los demas monos se enfadaban si uno recibia mas que sus iguales. Aunque la causa de su agitacion no era mas que la diferencia entre un trozo de pepino y un grano de uva, a Brunetti le parecio que reaccionaban de una manera muy humana: la recompensa inmerecida era ofensiva incluso para los que no perdian nada con ella. Anadase a esto la presuncion de engano o robo por parte del ganador del grano de uva, y el sentimiento de agravio se reforzaba. En el caso del
Morandi no se sorprendio por la llegada de un policia: pensaba que la policia debia presentarse por lo que habia hecho. ?Debido al testamento de Madame Reynard? ?Porque fue a ver a la
De vez en cuando pulsaban el timbre, y la tolteca iba a abrir la puerta, pero quienes llegaban estaban preocupados por otras cosas y no se molestaban en mirar hacia la habitacion. De haberlo hecho, ?que hubieran visto? A otro de los residentes en el establecimiento, rendido a causa de las preocupaciones del dia. ?Y era su hijo el que estaba sentado con el?
– ?Que es lo que desea? -pregunto el anciano con voz mortecina.
Brunetti miro a Morandi y vio que estaba completamente despierto y que tenia la llave en una mano. La froto entre el pulgar y el indice, como si fuera una moneda y comprobara si era o no falsa.
– Me gustaria que me hablara de la llave.
– O sea, que la tenia ella -dijo Morandi con tranquila resignacion.
– Si.
El anciano sacudio la cabeza con un gesto de evidente contrariedad.
– Estaba seguro de que la tenia, pero me dijo que no estaba alli.
– Y no estaba.
– ?Que?
– Se la habia dado a otra persona.
– ?A su hijo?
– A una amiga.
– Oh -exclamo Morandi, resignado, y luego anadio-: Debio habermela dado.
– ?Usted se la pidio?
– Desde luego. Por eso fui alli, para recuperarla.
– ?Pero?
– Pero no quiso darmela. Dijo que sabia lo que era y que no era justo que yo la tuviera, ni que los tuviera.
– Comprendo. ?Se lo dijo a ella la
Al anciano le sobrevino un estremecimiento como los que Brunetti habia visto en los perros. Empezo por la cabeza y, gradualmente, afecto a los hombros y los brazos. Otros dos mechones de pelo se desprendieron de la cabeza y cayeron sobre la solapa de la americana. Brunetti no supo si trataba de sacudirse la pregunta que le habia formulado o la respuesta a ella. Dejo de moverse, pero siguio sin hablar.
– Supongo que la
– ?Decirle que? -pregunto el anciano, y su modo de hablar se hizo mas lento a causa de la fatiga, no de la sospecha.
– Lo que usted y la
Como si de pronto fuera consciente del desorden de su pelo, Morandi alzo una mano y volvio a colocar delicadamente en su sitio los mechones rebeldes, cubriendo con ellos, uno por uno, la cupula sonrosada de su cabeza. Les dio unos golpecitos para fijarlos en su lugar, y luego mantuvo la mano sobre ellos, como si esperase alguna senal de que habian quedado adheridos a la superficie.