ninguno de los dos pudo llevarse nada consigo.
Puesto que la guia telefonica estaba abierta frente a el, Brunetti marco el numero. A su llamada respondio una secretaria con el tipico acento descuidado romano que lo irritaba. Dio su nombre, pero no su cargo, y cuando la mujer le explico que el
– Ah,
– Y a mi de usted,
– ?En que puedo servirle? -se ofrecio Turchetti tras un momento de duda.
– Me pregunto si tendria tiempo para hablarme de uno de sus clientes.
– Desde luego -se apresuro a responder-. ?De cual?
– ?Puedo ir a verlo y se lo digo?
Sin esperar contestacion, Brunetti colgo el telefono y salio de su despacho. Tomo el Numero Uno y bajo en Accademia, giro a la izquierda y retrocedio en direccion al Guggenheim. Antes del primer puente, dio con la galeria, se demoro estudiando las pinturas del escaparate y luego entro. El espacio era amplio y bajo de techo, aunque el efecto lo compensaba la iluminacion, que se proyectaba hacia arriba desde las paredes y asi disimulaba de manera efectiva la falta de altura. Los destellos del agua del canal se reflejaban enfrente, lo que aumentaba la sensacion de espacio.
Un hombre, a quien Brunetti reconocio por haberlo visto en la calle bastantes veces, se levanto a saludarlo desde un escritorio cubierto de catalogos, al fondo de la galeria. No habia rastro de la mujer que habia contestado al telefono.
– Ah,
Era un hombre al que se lo describiria muy bien como «robusto»: no particularmente alto, lo cual le hacia parecer mas grueso. De haber sido mas alto, la briosa energia de sus movimientos hubiera sido imponente; como no lo era, quedaba en el algo vagamente pugnaz, como si toda aquella energia concentrada en tan reducido espacio se viera forzada a hallar otros medios de escapar. Tenia ojos oscuros dispuestos en una cara muy ancha, y una nariz desviada a la izquierda, como para reforzar la idea de algo que podia convertirse en beligerancia.
Su sonrisa era agradable e invitadora, evidente tanto en los ojos como en la boca, pero Brunetti no podia dejar de ver en esa sonrisa la de un vendedor. Su apreton era fuerte pero nada competitivo. El pespunte de sus solapas estaba cosido a mano.
– ?En que puedo ayudarle,
Antes de responder, Brunetti recorrio con la vista la galeria. En una pared, a su izquierda, habia un retrato pequeno de santa Catalina de Alejandria, con la cabeza vuelta a la izquierda, mirando hacia el martirio y la beatificacion, y con una mano traidora colocada protectoramente en su solitaria sarta de perlas. Cenia ya la corona del martirio, pero tambien esta la comprometia una hilera de perlas incrustadas. Su mano derecha descansaba con gesto negligente en la rueda de su martirio, con la palma a punto de separarse de los dedos. ?Que va a ser, muchacha? ?Tierra o cielo? ?Placer o salvacion? Sorprendida en un momento de perfecta indecision, miraba fijamente un rayo de luz en la esquina superior de la pintura, con la incertidumbre dibujada en cada uno de sus rasgos.
– Es adorable, ?verdad? -pregunto Turchetti. Se aparto para mirar de lleno el cuadro-. Odiare perderla - confeso, como si la mujer de la pintura fuera capaz de tomar la decision sobre cuando recogerse las faldas y abandonar la galeria. Luego, apartando la vista de la pintura, el marchante miro de frente a Brunetti y dijo-: ?Estaba usted interesado en uno de mis clientes?
– Si. Benito Morandi.
La impresion de oir ese nombre se reflejo en los ojos de Turchetti, y su boca se contrajo ligeramente en las comisuras, como si recordara un sabor desagradable.
– Ah -exclamo, con un suspiro, un sonido que podia evidenciar tanto confusion como reconocimiento, pero en ambos casos le dio tiempo para considerar la respuesta.
Brunetti, familiarizado con la tactica, permanecio a la espera, sin decir nada y ofreciendo tan solo su rostro impasible.
– ?Por que no vamos y nos sentamos? -propuso Turchetti, volviendose hacia su escritorio.
Brunetti lo siguio, se sento en una de las sillas colocadas en el lado de los clientes y dirigio una mirada en derredor, a la galeria, abarcando pinturas y dibujos, pero sin ver nada tan invitador como la martir. Al principio, Turchetti se inclino sobre la mesa y cruzo los brazos, pero luego, como si de pronto fuera consciente de que esa postura lo colocaba muy por encima que su huesped, se sento en una silla frente a Brunetti.
– Su cunado -empezo Turchetti- me dijo a que se dedica usted.
Brunetti hubo de admirar la exquisita cortesia que le habia impedido pronunciar la palabra «policia». El asintio.
– Y que es usted un hombre con cierto… ?Como diria yo? -continuo Turchetti, haciendo una pausa como si buscara el termino mas halagador.
Brunetti, por su parte, continuaba sentado, resistiendo el impulso de decirle a aquel hombre que no se preocupara mucho de expresarlo de ninguna manera, con tal de que le hablara de Benito Morandi. En lugar de eso, inclino la cabeza de manera parecida a santa Catalina, pero como si esperara que ese gesto suscitara una moderada curiosidad mas que un arrobamiento angelico.
– ?… Sentido de la justicia? ?Es ese el termino que ando buscando?
Brunetti penso que probablemente era ese, y por tanto asintio.
Turchetti renovo su sonrisa.
– Entonces, bueno. -Se recosto en su asiento y cruzo las piernas, dando a entender que, ahora que se habian llevado a cabo los preliminares, podian empezar a conversar-. Morandi es un cliente mio puesto que, ocasionalmente, me ha vendido cosas.
Brunetti sonrio como quien oye una verdad ya conocida y universalmente aceptada. Asi que Turchetti debia recordar, y quiza lamentar, haber firmado aquellos cheques a Morandi. ?Andaba corto de efectivo? ?Habia necesitado retrasar el pago? ?O pago con cheques para disponer de tiempo a fin de autentificar lo que habia adquirido? ?O para verificar la procedencia?
– ?Que cosas? -pregunto Brunetti.
– Oh, esto y aquello -respondio Turchetti, con una sonrisa facil y un despreocupado gesto con la mano.
– ?Que cosas?
Sin exteriorizar sorpresa alguna por el tono de Brunetti, dijo:
– Oh, algun dibujo ocasional.
– ?Que dibujos?
Mientras Turchetti pensaba en como contestar, Brunetti se llevo la mano al bolsillo y saco su cuaderno. Lo abrio por la pagina en la que constaban los nombres de los profesores de Chiara y miro la lista. Antes de que pudiera repetir la pregunta, Turchetti explico:
– Oh, artistas menores, ninguno del que haya oido usted hablar, supongo.
Brunetti saco un boligrafo del bolsillo interior, dirigio a Turchetti una mirada inexpresiva y lo invito:
– Pruebe.
La sonrisa de Turchetti fue cortes.
– Johann von Dillis y Friedrich Salathe.
Pronuncio el nombre de pila del segundo pintor como si el mismo fuera un hombre que se hubiese alimentado de Goethe y Heine. Brunetti habia oido hablar del primero, pero asintio como si ambos nombres le resultaran familiares, y los anoto. Aunque nunca habia oido mencionar a su cunado ninguno de esos nombres, el conde era coleccionista y pasaba mucho tiempo en las galerias, de modo que debia haberlos visto, Turchetti se los mostraria en su establecimiento y asi Brunetti podria enterarse de su precio de reventa.
– ?Y los demas? -pregunto Brunetti.
Turchetti sonrio.
– Tendria que consultar mis archivos. Hace mucho tiempo de eso.
– Pero la ultima venta data solo de… -empezo Brunetti, tratando de recordar los papeles que la