– ?Te refieres a lo del trabajo y los impuestos?

El la miraba. Paola tenia veinte anos mas que cuando se conocieron, y el no veia diferencia: una melena rubia con voluntad propia, una nariz quiza una pizca larga para el canon de belleza femenina actual y los pomulos que habian sido iman de sus primeros besos. El dio un grunido por toda respuesta.

– No queria hablar de impuestos -dijo Paola al fin.

– ?Por que?

– Porque me parece un disparate que sigamos pagandolos. Si pudiera, dejaria de hacerlo.

– ?No es eso pura retorica? -objeto el, impulsado por la fuerza de la costumbre.

Ella abrio los ojos y le sonrio.

– Probablemente. Pero hace unos dias me lleve una sorpresa al descubrir que empiezo a encontrar sentido a algunas de las cosas que dice la Lega, las mismas que hace una decada me sublevaban.

– Todos nos convertimos en nuestros padres -dijo Brunetti, repitiendo la frase que solia decir su madre-. ?Que cosas?

– Que el dinero de nuestros impuestos se va al sur y no volvemos a verlo. Que el norte trabaja mucho y paga impuestos y recibe muy poco a cambio.

– ?Es que vas a empezar a hablar de levantar un muro entre el norte y el sur?

Ella resoplo jocosamente.

– Claro que no. Es solo que no queria hablar de esto delante de los chicos.

– ?Crees que no se dan cuenta?

– Si, desde luego. Pero es algo que perciben solo a traves de lo que hacemos nosotros o de lo que hacen los padres de sus amigos.

– ?Por ejemplo?

– Por ejemplo, cuando comemos en el restaurante de un amigo, no pedimos ricevuta fiscale, y lo que pagamos no tributa.

Brunetti, siempre susceptible a toda imputacion de tacaneria, protesto:

– No lo hago para que me cobren menos. Tu lo sabes.

– Es lo que quiero decir, Guido. Si lo hicieras por eso, tendria sentido, porque asi ahorrarias dinero. Pero lo haces por principio, no por codicia, sino para que este repugnante Gobierno nuestro no se lleve esa pequena cantidad de dinero para regalarlo a sus amigos o meterselo en el bolsillo.

El asintio. Esta era exactamente la razon.

– Y por eso no quiero hablar de impuestos delante de ellos. Si han de acabar pensando esto del Gobierno, que descubran el porque por si mismos, no por nosotros.

– ?Aunque sea, como dices tu, un Gobierno «repugnante»?

– Los hay peores -concedio ella, tras un momento de reflexion.

– No sabria decir si esa es la mas encendida defensa de nuestro Gobierno que haya oido yo.

– No es que lo defienda -dijo ella secamente-. Es repugnante, pero, por lo menos, repugnante sin violencia. Si eso supone una diferencia.

El medito un momento.

– Creo que si -dijo poniendose en pie. Dio la vuelta a la mesa, se inclino para darle un beso y se despidio hasta la hora de la cena.

10

Mientras iba hacia la questura -otra vez en el vaporetto, huyendo del sol-, Brunetti pensaba en su conversacion con Paola y en lo que ella no habia dicho a los chicos durante el almuerzo. ?Cuantas veces habia oido el la expresion «Governo ladro» en boca de la gente? ?Y cuantas veces les habia dado la razon, en silencio? Pero durante los ultimos anos, como si hubieran vencido cierto escrupulo o pudor, los gobernantes se esforzaban menos en simular que eran lo que no eran. Uno de sus antiguos superiores, ministro de Justicia, habia sido acusado de connivencia con la Mafia, pero habia bastado un cambio de Gobierno para que el caso desapareciera de los periodicos y, que Brunetti supiera, tambien de los juzgados.

Brunetti, por predisposicion y, luego, por profesion, era buen oyente: esto era lo primero que la gente advertia en el, y solia hablarle con espontaneidad y hasta sin la menor reserva. Durante el ano ultimo, advertia en las voces de sus conciudadanos -la mujer que viajaba en el vaporetto a su lado, o un hombre en un bar- una repulsion creciente hacia la manera en que eran gobernados y hacia los gobernantes. No importaba si el que hablaba habia votado a favor o en contra de los politicos a los que denostaban: el los encerraria a todos en la iglesia mas proxima y le prenderia fuego.

Lo que preocupaba a Brunetti era el fatalismo que percibia en el ambiente. Lo inquietaba la indefension que sentia la gente y su incapacidad para comprender que habia ocurrido, como si unos alienigenas se hubieran aduenado del poder y les hubieran impuesto este sistema. Salia un gobierno y entraba otro, llegaba la izquierda que luego cedia paso a la derecha, y nada cambiaba. Los politicos hablaban mucho de cambio y prometian cambio, pero ni uno solo mostraba el menor deseo de cambiar un sistema que tanto favorecia sus verdaderos fines.

Cuando el barco pasaba por delante de la Piazza, Brunetti vio las multitudes, la larga cola de gente que, a las tres de la tarde, serpenteaba desde la entrada de la Basilica. ?Que inducia a la gente a aguantar aquel sol a pie firme? Para el era dificil disociar su familiar percepcion de la Basilica de su propia educacion. Durante su infancia lo habian llevado alli infinidad de veces, tanto sus maestros como su madre: los maestros llevaban a los alumnos para mostrarles toda aquella belleza y su madre lo llevaba, pensaba el, para mostrarle la sinceridad y el poder de su fe. El trato de hacer abstraccion de su familiaridad con la avasalladora belleza del interior y se pregunto que haria el si no tuviera mas que una oportunidad en la vida para entrar en la Basilica de San Marcos y, para ello, fuera necesario hacer cola durante una hora bajo un sol de justicia.

Se volvio hacia su derecha para consultar al angel del campanario de San Giorgio y ambos estuvieron de acuerdo:

– Yo haria lo mismo -dijo el moviendo la cabeza de arriba abajo, para desconcierto de las dos muchachas ligeras de ropa que iban sentadas entre el y la ventanilla.

Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra, en el que, tal como el se temia, hacia todavia mas calor que la vispera. Hoy era amarilla la blusa, y su duena seguia pareciendo inmune al calor.

– Ah, comisario -le dijo al verlo entrar-. He encontrado a su signor Gorini.

– Habla, musa -dijo el con una sonrisa.

– El signor Gorini, quien, segun consta en su carta d'identita, cuenta cuarenta y cuatro anos -empezo ella, acercando un papel al comisario-, nacio en Salerno, donde de los dieciocho a los veintidos anos fue seminarista en los franciscanos. -Levanto la cabeza, sonriendo de satisfaccion y Brunetti sonrio a su vez, no menos satisfecho-. Despues, durante un periodo de cuatro anos, no hay senal alguna de el, hasta que reaparece en Aversa, trabajando de psicologo. -Miro a Brunetti, para cerciorarse de que la seguia. El asintio animandola a continuar-. Mientras vivia alli se caso y tuvo un hijo, Luigi, que ahora cuenta dieciseis anos. -Hizo saltar con la una una mota del papel antes de continuar-: Despues de, por asi decir, ejercer en Aversa durante cinco anos, se descubrio que no tenia licencia, ni titulo de psicologo, ni siquiera estudios de psicologia que pudiera atestiguar ante las autoridades de la Seguridad Social.

– ?Que le paso?

– Le cerraron el consultorio y le impusieron una multa de tres millones de liras, que el signor Gorini no pago porque desaparecio de Aversa.

– ?Y su mujer? ?Y el hijo?

– Parece ser que ninguno de los dos ha vuelto a saber de el.

– Evidentemente, era mas apto para la vida del claustro -se permitio opinar Brunetti.

– Desde luego -convino ella apartando el papel para descubrir el siguiente-. Hace ocho anos volvio a ser objeto de la atencion de las autoridades cuando se descubrio que el centro que dirigia en Rapallo, dedicado a la

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