un leon bizantino. -La explicacion desconcerto a Brunetti, pero decidio no preguntar.

Miro al portone que daba a la calle y calculo que la mancha de sangre estaba a unos quince metros, de modo que alguien podia haber estado esperando en el patio. O alguien podia haberlo empujado desde la calle. O habia entrado con un conocido.

– ?A que hora ha ocurrido? -pregunto a Griffoni.

– No estamos seguros. Aun no hemos interrogado a los vecinos, pero uno de ellos ha dicho a Scarpa que el y su esposa volvieron a casa poco despues de las doce y no vieron nada. -Extendiendo el brazo en un amplio ademan que iba del portone a la mancha, dijo-: Por fuerza habrian tenido que verlo. Por lo tanto, lo mataron despues de medianoche.

– Y antes de las siete treinta -dijo Brunetti-. Es mucho tiempo.

Griffoni asintio:

– Es una de las razones por las que queria que Rizzardi hiciera la autopsia.

Brunetti asintio a su vez.

– ?Que le ha dicho Scarpa?

– Que la mujer de esta pareja dijo que Fontana vivia con su madre. Que es muy religiosa, va a misa todos los dias y al cementerio una vez a la semana, a arreglar la tumba de su esposo. Que su hijo la adoraba y que es una lastima que haya acabado asi, en la plenitud de su vida. Lo de siempre: una vez se muere uno, todo son elogios, lamentaciones por la perdida y cumplidos para toda la familia.

– ?Lo cual, para usted, significa…?

Griffoni sonrio al contestar:

– Lo mismo que significaria para todo el que prestara atencion a lo que dice la gente en realidad cuando habla de lo maravillosas que son las personas: que esa mujer es una fiera y que, probablemente, amargaba la vida a su hijo. -Estaban a cierta distancia del agente y hablaban en voz baja, y Brunetti lo lamento, porque habria revelado al joven una de las verdades fundamentales que su profesion le haria descubrir con el tiempo: nunca hay que creer lo que se dice de un muerto.

Brunetti echo otra mirada al escenario del crimen, la cinta, el dibujo en tiza. Llamo con una sena al joven agente:

– ?Ha venido usted con el teniente Scarpa?

– No, senor; yo estaba de patrulla por San Leonardo cuando recibi la orden de venir.

– ?Quien estaba aqui cuando llego?

– Estaba el teniente, senor. Scarpa. Y los agentes Alvise y Portoghese. Y tres tecnicos de criminalistica. Y el fotografo. -Su voz se apago, pero era evidente que no habia terminado.

– ?Quien mas? -insto Brunetti.

– Cuatro personas que viven en el edificio o que hacian como si vivieran. Una llevaba un perro. Y otras mas que estaban junto al portone.

– ?Tomo usted sus nombres?

– Lo pense, senor, pero como ya estaban aqui un oficial y dos agentes mas veteranos que yo, pense que ellos ya lo habrian hecho. Y no me parecio que me incumbiera preguntar.

Brunetti miro mas atentamente al joven y leyo su placa:

– Zucchero. ?Es hijo de Pierluigi?

– Si, senor.

– No llegue a conocer a su padre, pero aqui todos hablan de el con respeto.

– Gracias, senor. Era un hombre bueno.

– ?Y el ispettore Vianello? -pregunto Brunetti.

– Esta arriba, con la madre, comisario. Llego hace una media hora.

Brunetti se aparto del joven y giro sobre si mismo, examinando el patio. Una pared discurria a lo largo de la calle; enfrente, al otro lado de la cinta de la policia, habia tres verjas, cerradas las tres.

– ?Que son? -pregunto Brunetti senalando hacia alli.

– Trasteros de los apartamentos, senor. -Zucchero senalo una cuarta verja situada en una de las paredes laterales, cerrada tambien y medio escondida tras una hilera de palmeras-. Hay otro ahi, senor.

– Vamos a echar un vistazo -dijo Brunetti.

Los tres se acercaron a la puerta aislada, que estaba a la sombra de dos de las palmeras. Brunetti vio una cadena pasada entre barrotes de la verja y un aro atornillado al marco de la puerta.

– El teniente Scarpa ha mandado cambiar todos los candados. Yo tengo las llaves, senor. -Paso por el lado de Brunetti, metio la mano entre los barrotes y encendio una luz que les permitio ver el interior del trastero.

La habitacion estaba vacia, barrido el suelo, pero no recientemente, porque pequenas porciones de estuco desprendidas despues de la ultima limpieza y habian formado islotes en un mar de cemento. Las paredes, con algunos desconchados, estaban desnudas.

Brunetti introdujo la mano y apago la luz. Los tres hombres cruzaron el patio hacia la primera de las otras puertas. El sol llegaba hasta la mitad de la pared y entraba en diagonal a traves de los barrotes, iluminando el primer metro de pavimento. Este, formado por grandes losas de terracota, quedaba dos escalones por encima del nivel del patio, lo que debia de reducir la humedad y protegerlo del acqua alta. Zucchero abrio el candado y tiro de la verja. Brunetti agacho la cabeza al entrar, busco el interruptor y lo acciono.

A diferencia del anterior, este trastero estaba lleno hasta los topes: cajas, maletas, mochilas, viejos botes de pintura, cubos de plastico llenos de trapos, tarros de mermelada y conservas vacios. En un extremo, Brunetti pudo leer la historia de una ninez: una cuna plegable de madera, tapada con el cubre colchon de plastico que solo dejaba al descubierto las ruedecitas metalicas y la parte inferior de las patas. Un movil de animales y campanillas habia aterrizado sobre una libreria. Dos cajas de carton contenian un zoo de animales blandos, todos muy sobados. Al lado del movil estaban dos cajas de panales sin abrir, esperando, quiza, la llegada de otro usuario.

Al dar un paso atras, Brunetti tropezo con Griffoni. Se disculpo, retrocediendo para dejarla salir, y apago la luz. Zucchero se encargo de cerrar la verja.

Griffoni opto por no entrar en el tercer trastero, una vez Zucchero quito la cadena y abrio la verja. Era identico al anterior, de unos tres metros de ancho y unos cinco de fondo. A cada lado, desde el suelo hasta el techo, habia estanterias con cajas de carton. Las cajas eran todas del mismo tamano y de color marron, de las destinadas a almacenar ropa y enseres, no las que te traes de la tienda de comestibles y aprovechas para guardar cosas. Cada una tenia una etiqueta escrita a mano, en la cara anterior. «Juego de te de zia Maria», «Panuelos», «Zapatos de invierno», «Bufandas», «Libros de Araldo», etcetera. Detritos de la vida, clasificados y embalados. No hay que tirar nada que pueda volver a ser util.

Brunetti dio la espalda al trastero y a su contenido, apago la luz y siguio a Zucchero al ultimo cuarto. Ahora Griffoni entro con ellos. Ninguno hablaba.

Cuando Zucchero abrio la verja y Brunetti encendio la luz, vieron que este trastero tenia las mismas dimensiones que el anterior y estaba provisto de estanterias similares. Tambien contenia objetos que daban testimonio de muchas vidas o, por lo menos, de vidas que habian pasado por las manos de sus duenos. Porque la mayor parte de los estantes de la izquierda contenian jaulas de pajaro vacias. Eran, por lo menos, veinte: de madera, de metal, grandes, pequenas, de distintos colores. En algunas aun estaba el bebedero, ya seco, con manchas oscuras que senalaban el nivel que tenia el agua cuando las habian traido al trastero. Todas las puertas estaban cerradas; y los pequenos columpios de madera, quietos. Las habian limpiado, pero aun se respiraba el olor acido, amoniacado, a guano. En otros estantes habia cajas, tambien de las que se compran para guardar cosas. En las etiquetas, escritas con otra letra, se leia: «Jerseis de Lucio», «Botas de Lucio» y «Jerseis de Eugenia».

El otro lado del trastero estaba ocupado por botelleros que empezaban a unos treinta centimetros del suelo y llegaban casi hasta el techo. Brunetti se acerco a leer las etiquetas; reconocio varios nombres con aprecio y observo que de algunas botellas colgaba la etiqueta, desprendida.

– ?Con esta humedad y este olor? -pregunto Griffoni.

Brunetti froto con la yema del dedo un tapon que habia reventado la capsula. Una aspera lamina blanca cubria el corcho. Saco la botella.

– Mil novecientos ochenta -dijo y volvio a dejarla en su sitio. El chirrido del vidrio en el metal provoco en ambos una mueca.

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