– Francamente, mi consejo, senor, es que descubra el pastel. Porque si no usted, alguien se vera obligado a hacerlo.

En la cuarta visita, George pregunto si aquellas comprobaciones constantes continuarian durante toda la noche.

– Las ordenes son ordenes.

– ?Y tiene orden de mantenerme despierto?

– Oh, no, senor. Tengo orden de mantenerle vivo. Me juego el cuello si usted se causa algun dano.

George comprendio que con protestas no conseguiria que cesaran las interrupciones cada hora. El agente prosiguio:

– Desde luego, si se internara seria mas facil para todos, incluido usted mismo.

– ?Internarme? ?Donde?

El carcelero se removio ligeramente.

– En un lugar seguro.

– Ah, ya -dijo George, recobrando de repente la colera-. Quiere que diga que soy un chiflado.

Empleo la palabra aposta, recordando claramente la censura de su padre.

– Suele ser mas facil para toda la familia. Pienselo, senor. Piense en cuanto afectara a sus padres. Tengo entendido que son algo mayores.

La puerta de la celda se cerro. Tumbado en el catre, George estaba tan exhausto y furioso que no podia dormir. Volvio con el pensamiento a la vicaria, al aldabonazo y la casa llena de policias. Penso en su padre, su madre, Maud. En su bufete de Newhall Street, ahora vacio y cerrado con llave; en la secretaria, enviada a su casa hasta nuevo aviso. En su hermano Horace abriendo un periodico a la manana siguiente. En sus colegas de Birmingham comunicandose por telefono la noticia.

Pero por debajo de la extenuacion, la ira y el miedo, descubrio otro sentimiento: alivio. Por fin le habia sobrevenido: tanto mejor. Habia podido hacer bien poco contra los bromistas, los acosadores y los remitentes de basura anonima, y no mucho mas cuando la policia empezo a desbarrar: solo pudo ofrecerles un consejo sensato que ellos habian menospreciado. Pero sus torturadores y las pifias policiales le habian conducido a un lugar seguro. A su segundo hogar, las leyes de Inglaterra. Ahora sabia donde estaba. Aunque su trabajo rara vez le llevaba a un tribunal, los conocia como una parte de su territorio natural. Habia atendido suficientes casos para haber visto a particulares con la boca reseca de panico, apenas capaces de testificar en presencia del solemne esplendor de la ley. Habia visto a policias, al principio todo botones de laton y aplomo, reducidos a botarates mentirosos por un defensor medianamente decente. Y habia observado -no, mas que observado, presentido, casi tocado- aquellos hilos invisibles, irrompibles, que unian a todos los que tenian por oficio impartir justicia. Jueces, instructores, abogados, actuarios, ujieres: aquello era su feudo, donde hablaban entre si una lingua franca que a menudo otros apenas entendian.

Claro que el asunto no llegaria hasta los jueces y los abogados de rango superior. La policia no tenia pruebas en su contra y el disponia de la coartada mas solida que se podia tener. Un clerigo de la Iglesia anglicana juraria sobre la Santa Biblia que su hijo dormia como un leno en un dormitorio cerrado con llave a la hora en que se estaba cometiendo el delito. En vista de lo cual, los instructores [10] se mirarian unos a otros y ni siquiera se molestarian en retirarse a deliberar. El inspector Campbell recibiria un severo rapapolvo y ahi quedaria todo. Por descontado, el tendria que contratar al abogado idoneo, y para aquel asunto penso en Litchfield Meek. Caso sobreseido, costas concedidas, liberado sin una mancha en su reputacion, la policia acerbamente criticada.

No, se estaba exaltando. Ademas, iba muy por delante de los acontecimientos, como cualquier espectador ingenuo. En todo momento debia pensar como un abogado. Tenia que prever lo que la policia alegaria, lo que su defensor necesitaba saber, lo que el tribunal admitiria. Tenia que recordar con absoluta certeza donde estaba, que hizo y que dijo, y que le dijo quien, a lo largo del periodo completo de la supuesta actividad delictiva.

Repaso sistematicamente los dos ultimos dias y se apresto a demostrar, mas alla de toda duda razonable, el suceso mas simple y menos controvertido. Enumero los testigos que quiza necesitase: su secretaria, el botero Hands, el jefe de estacion Merriman. Cualquiera que le hubiese visto hacer algo. Como Markew. Ya sabia a quien apelar si Merriman no corroboraba el hecho de que habia tomado el tren de las 7.39 a Birmingham. George estaba de pie en el anden cuando Joseph Markew le abordo y le sugirio que tomase otro tren posterior, porque el inspector Campbell deseaba hablarle. Markew era un ex policia que en la actualidad poseia una posada; era muy posible que le hubieran contratado como agente especial, pero el no lo dijo. George habia preguntado que queria Campbell, pero Markew dijo que no lo sabia. George, al cavilar sobre la decision que tomaria, se pregunto tambien que estarian pensando de aquella conversacion los demas pasajeros, y entonces Markew habia adoptado una actitud intimidatoria y habia dicho algo como… no, no era eso, porque de golpe recordo las palabras textuales. Markew habia dicho: «Oh, vamos, senor Edalji, ?no puede tomarse un dia libre?». Y George habia pensado, la verdad, amigo mio, es que ya me lo tome hace dos semanas exactas, y fui a Aberystwyth con mi hermana, pero en materia de vacaciones seguire mi propio consejo, o el de mi padre, y no el de la policia de Staffordshire, cuya conducta en las ultimas semanas no puede decirse que se haya distinguido por su extrema urbanidad. Asi que le habia explicado que un asunto urgente le aguardaba en Newhall Street, y cuando llego el tren de las 7.39 dejo plantado a Markew en el anden.

George rememoro otras conversaciones, hasta las mas triviales, con la misma minuciosidad. Al final se durmio; o mas bien fue menos consciente del chirrido de la mirilla y las intrusiones del carcelero. Por la manana le llevaron un cubo de agua, un pedazo de jabon moteado y un trapo a modo de toalla. Le permitieron ver a su padre, que le llevaba el desayuno de la vicaria. Tambien le consintieron escribir dos breves cartas explicando a los clientes por que habria algun retraso en sus casos inmediatos.

Como una hora mas tarde llegaron dos agentes para conducirle a la sala de la audiencia. Mientras esperaban para ponerse en marcha, los guardianes no le prestaron atencion y hablaron a grito pelado de un caso que claramente les interesaba mucho mas que el de George. Se trataba de la misteriosa desaparicion de una medico en Londres.

– Uno setenta y cinco, nada menos.

– Dificil no verla, entonces.

– Eso parece, ?no?

Le escoltaron a lo largo de los ciento cincuenta metros de distancia desde la comisaria, y a traves de un gentio en cuya actitud prevalecia, al parecer, la curiosidad. En un momento dado, una anciana grito insultos incoherentes, pero se la llevaron. En la sala le aguardaba el senor Litchfield Meek: un letrado de la vieja escuela, flaco y de pelo blanco, tan conocido por su cortesia como por su obstinacion. A diferencia de George, no esperaba un sobreseimiento inmediato del caso.

Aparecieron los instructores: J. Williamson, J. T. Hatton y el coronel R. S. Williamson. George Ernest Thompson Edalji fue acusado del acto ilegal y deliberado de herir el 17 de agosto a un caballo propiedad de la empresa minera de Great Wyrley. El acusado se declaro inocente y el inspector Campbell fue convocado para presentar las pruebas de la policia. Testifico que hacia las siete de la manana le habian llamado a un campo cercano a la mina, y que habia encontrado a un pony malherido al que en ultima instancia hubo que sacrificar. Se dirigio desde el campo a la casa del preso, donde encontro un abrigo con manchas de sangre en los punos, manchas blanquecinas de saliva en las mangas y pelos en las mangas y el pecho. Habia un chaleco con un reguero de saliva. El bolsillo del abrigo contenia un panuelo con las iniciales SE y una mancha pardusca en una esquina que podria haber sido sangre. Despues, acompanado por el sargento Parsons, fue al lugar de trabajo del preso en Birmingham, donde le detuvo y le condujo a Cannock para interrogarlo. El acusado nego que la ropa que le habian descrito fuera la que llevaba la noche anterior; pero al decirle que su madre habia confirmado este punto, confeso el hecho. Luego le interrogaron sobre los pelos en la ropa. Al principio nego que los hubiese, pero despues sugirio que quiza se le hubiesen adherido al recostarse en una cancilla.

George miro a su defensor: aquello no era en absoluto el contenido de

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