capellan, en la primera de sus visitas semanales-. Bueno, no solo los estrella. Tambien los intermedios y los ordinarios.
– Por suerte, yo no bebo.
– Y lo segundo son los cigarrillos.
– Tambien soy afortunado en eso.
– Y lo tercero, los periodicos.
George asintio.
– Reconozco que ahi si he sentido una privacion severa. Tenia la costumbre de leer tres periodicos al dia.
– Si pudiera ayudarle en algo… -dijo el capellan-. Pero el reglamento…
– Quiza sea mejor prescindir por completo de una cosa que confiar en que te la den de vez en cuando.
– Ojala otros tuvieran esa actitud. He visto a hombres ponerse como locos por un cigarrillo o una bebida. Y algunos anoran terriblemente a su novia. Algunos echan en falta la ropa, otros cosas que no sabian que apreciaban, como el olor al otro lado de la puerta del patio una noche de verano. Todo el mundo echa de menos algo.
– No digo que este contento -contesto George-. Pero puedo pensar con pragmatismo en la falta de periodicos. En otros sentidos, seguro que soy como los demas.
– ?Y que es lo que mas echa en falta?
– Oh -respondio George-. Mi vida.
Se diria que el capellan imaginaba que George, como hijo de clerigo, extraeria su consuelo principal de practicar la religion. George no le desengano y asistia a los oficios con mejor disposicion que la mayoria; pero se arrodillaba, cantaba y rezaba con el mismo animo con que sacaba el cubo de la celda, plegaba la ropa de cama y trabajaba; como algo que le ayudaba a sobrellevar la jornada. Casi todos los reclusos trabajaban en los cobertizos, donde confeccionaban felpudos y canastos; un hombre estrella en sus tres meses de incomunicacion tenia que trabajar en su celda. A George le dieron una tabla y madejas pesadas de hilo. Le ensenaron a trenzar el hilo utilizando la tabla como molde. Produjo, despacio y con un gran esfuerzo, piezas alargadas, de un grueso tejido trenzado y un tamano concreto. Cuanto termino seis, se las llevaron. Despues empezo otra tanda, y otra mas.
Al cabo de un par de semanas, pregunto a un funcionario cual era el objeto de aquellas formas.
– Oh, deberias saberlo, 247, deberias saberlo.
George intento pensar donde podria haber tropezado antes con aquel material. Cuando tuvo claro que no lo recordaba, el carcelero cogio dos de las piezas oblongas terminadas y las prenso juntas. Luego se las coloco a George debajo de la barbilla. Al no obtener respuesta, se las puso debajo de su propia barbilla y empezo a abrir y a cerrar la boca con un ruido humedo.
La pantomima dejo a George perplejo.
– Me temo que no lo veo.
– Oh, vamos. Lo sabes.
El celador hizo sonidos de masticacion cada vez mas ruidosos.
– No lo adivino.
– Morrales, 247, morrales para caballos. Debe de ser agradable, para un hombre familiarizado con caballerias.
George sintio un embotamiento repentino. Asi que el carcelero lo sabia; todos lo sabian, hablaban y bromeaban al respecto.
– ?Soy el unico que los hace?
El carcelero sonrio.
– No te creas especial, 247. Los trenzas tu y otra media docena de presos. Algunos los cosen. Otros hacen las cuerdas para atarlos alrededor de la cabeza del caballo. Otros los ensamblan. Y otros los embalan para expedirlos.
No, el no era especial. Tal era su consuelo. Era solo un preso mas, que trabajaba como los demas, un preso cuyo delito no era mas alarmante que el de muchos otros y que podia optar por comportarse bien o mal, pero no tenia opcion respecto a su situacion fundamental. Ni siquiera ser abogado era insolito alli, como el director habia senalado. En vista de las circunstancias, decidio ser lo mas normal posible.
Cuando le dijeron que cumpliria seis meses «separado» en lugar de tres, George no se quejo ni pregunto el motivo del cambio. Lo cierto era que pensaba que los «horrores de la incomunicacion» de que hablaban los periodicos y libros eran burdamente exagerados. Preferia tener muy escasa compania en vez de mucha y mala. Aun estaba autorizado a hablar con los celadores, el capellan y el director en sus rondas, si bien tenia que esperar a que ellos le hablasen primero. Podia servirse de su voz en la capilla para cantar los himnos y entonar las respuestas. Y normalmente a los reclusos se les permitia hablar durante el ejercicio, aunque encontrar afinidades con el que caminaba a tu lado no siempre era sencillo.
Habia ademas una excelente biblioteca en Lewes, y el bibliotecario pasaba dos veces por semana para llevarse los libros que George habia leido y abastecer su estanteria. Podia pedir cada semana una obra de tema educativo y un libro «de biblioteca». Este ultimo concepto abarcaba desde una novela popular a un volumen de los clasicos. George se propuso leer todas las grandes obras de la literatura inglesa y la historia de paises importantes. Logicamente, estaba autorizado a tener una Biblia en su celda, pero cada vez se percataba mas de que despues de cuatro horas de faenar cada tarde con la tabla y el hilo, no eran las cadencias de la Sagrada Escritura lo que le apetecia leer, sino el capitulo siguiente de sir Walter Scott. A veces, encerrado en su celda, a salvo del mundo, viendo con el rabillo del ojo la manta de colores vivos, experimentaba una sensacion de orden que casi lindaba con la satisfaccion.
Supo por las cartas de su padre que el veredicto habia suscitado la indignacion publica. El senor Voules habia asumido su defensa en
Era evidente que se habian formulado en su defensa algunas quejas oficiales, puesto que a George le permitieron recibir mas comunicaciones de lo normal referentes a su caso. Leyo algunos de los testimonios. Habia una copia en papel carbon morado de una carta del hermano de su madre, el tio Stoneham, del Cottage de Much Wenlock. «Siempre que he visto a mi sobrino o he tenido noticias de el (hasta que se hablo de esas cosas abominables),
Como hijo y como preso, George no pudo evitar que estas palabras le emocionaran hasta las lagrimas; como abogado, dudaba del efecto que causarian sobre el funcionario del Ministerio del Interior que finalmente nombraran para revisar su caso. Se sentia al mismo tiempo vivamente optimista y totalmente resignado. En parte queria quedarse en su celda, trenzando morrales y leyendo las obras de sir Walter Scott, y pescar resfriados cuando le cortaban el pelo en el patio gelido, y volver a oir el viejo chiste de las chinches. Lo queria porque era probable que fuese su destino y la mejor manera de resignarse a sufrirlo