mejor que el detective se casara, ?y que le parecia, en principio, esta idea? Y a veces el responde con el cansancio de un hombre que llevase cinco abrigos puestos, y a veces logra esbozar una debil sonrisa y contesta: «Su pregunta, senorita, me recuerda, para empezar, por que tuve el buen juicio de despenar a Sherlock».
Pero Jean no hace nada de esto. No da un agradable respingo al oir su nombre ni confiesa timidamente que es una ferviente lectora de sus obras. Le pregunta si ha visto la exposicion de fotografias del viaje del doctor Nansen al Polo Norte.
– Todavia no. Pero fui el mes pasado a la conferencia que dio en el Albert Hall ante la Royal Geographical Society, y en la que el principe de Gales le impuso una medalla.
– Yo tambien estuve -dice ella.
Lo cual constituye una sorpresa.
El le cuenta que, despues de haber leido, unos anos antes, el relato de Nansen sobre la travesia de Noruega con esquis, se compro un par; que desde Davos recorrio esquiando las altas pendientes con los hermanos Branger y que Tobias Branger escribio en el registro del hotel
– Me gustaria aprender a esquiar -dice ella.
Esto tambien es inesperado.
– Tengo un equilibrio excelente. Monto a caballo desde los tres anos.
Arthur se siente un tanto despechado por el hecho de que ella no le deje terminar la historia de cuando se le rajaron los pantalones, que incluye la imitacion de las garantias que le dio su sastre sobre la duracion del
– Oh, yo soy muy fuerte -responde ella-. Y supongo que tengo un equilibrio mejor que el suyo, en vista de su tamano. Debe de ser una ventaja tener un centro de gravedad mas bajo. Y como peso mucho menos, no me hare tanto dano si me caigo.
Si ella hubiera dicho «peso menos» a el quiza le habria picado la insolencia. Pero como ha dicho «mucho menos» rompe a reir y promete que algun dia le ensenara a esquiar.
– Se lo recordare -responde ella.
El se dice a si mismo los dias siguientes que ha sido un encuentro bastante extraordinario. El hecho de que ella se negase a reconocer su fama de escritor, fijara el tema de conversacion, interrumpiese una de sus anecdotas mas populares, exhibiera una ambicion que cabria considerar poco femenina, y se riera -bueno, como si lo hubiera hecho- de la corpulencia de Arthur y, sin embargo, que hubiera hecho todo esto con ligereza, seriedad y encanto. Arthur se felicita por no haberse ofendido, aunque no hubiese habido intencion de ofenderle. Siente algo que no ha sentido en anos: la satisfaccion de un devaneo exitoso. Y despues olvida a Jean.
Seis semanas despues asiste una tarde a un recital y ella esta cantando una de las canciones escocesas de Beethoven, acompanada al piano por un hombrecillo serio con una corbata blanca. Su voz le parece esplendida, el pianista amanerado y vanidoso. Arthur retrocede para que ella no lo vea observando. Despues del recital se encuentran en presencia de terceros y ella se comporta con esa cortesia que impide saber si le recuerda o no.
Se separan; unos minutos mas tarde, cuando un violonchelista pesimo rasca su instrumento al fondo de la sala, vuelven a encontrarse, esta vez a solas. Ella dice en el acto:
– Veo que tendre que esperar por lo menos nueve meses.
– ?A que?
– A mis clases de esqui. No hay posibilidad de nieve ahora.
A Arthur no le parece descarado o coqueto lo que ha dicho, aunque sabe que deberia parecerselo.
– ?Piensa esquiar en Hyde Park? -pregunta-. ?O en St. Jame's? ?O quiza en las laderas de Hampstead Heath?
– ?Por que no? Donde usted quiera. En Escocia. O en Noruega. O en Suiza.
Al parecer, han cruzado, sin que el se haya dado cuenta, alguna puertaventana que da a una terraza, y estan debajo de ese mismo sol que hace mucho que ha abolido toda esperanza de nieve. El nunca ha sentido tanto rencor contra un dia de buen tiempo.
Mira los ojos verde avellana de Jean.
– ?Esta flirteando conmigo, senorita?
Ella le sostiene la mirada.
– Le estoy hablando de esquiar.
Pero suena como si sus palabras fueran solo nominales.
– Porque de ser asi tenga cuidado de que no me enamore de usted.
No es del todo consciente de lo que acaba de decir. Lo dice a medias en serio y a medias ignorando que mosca le ha picado.
– Oh, ya lo esta. Enamorado de mi. Y yo de usted. No cabe duda. Ni la menor duda.
Ya esta dicho. Y no hacen falta mas palabras, ni pronuncian ninguna durante un rato. Lo unico que importa es como, donde y cuando va a volver a verla, y hay que concertarlo antes de que alguien les interrumpa. Pero nunca ha sido un calavera ni un seductor, y nunca ha sabido como decir esas cosas necesarias para llegar al estadio siguiente; tampoco sabe en realidad cual seria, pues la etapa adonde ha llegado parece definitiva en si misma. Lo unico que se le ocurre son dificultades, prohibiciones, razones por las que no volveran a verse, excepto quiza decenios mas tarde, cuando sean viejos y canosos y puedan bromear sobre el momento inolvidable que pasaron juntos una tarde en un cesped soleado. Es imposible verse en un lugar publico, debido a la reputacion de ella y la fama de el; imposible que se vean en un lugar privado, debido a la reputacion de… y todas las cosas que constituyen la vida de Arthur. He aqui que un hombre que ronda los cuarenta, con una posicion solida en la vida y celebre en el mundo, vuelve a ser un colegial. Se siente como si se hubiese aprendido el mas hermoso discurso de amor en Shakespeare y ahora que debe recitarlo tiene la boca seca y la memoria vacia. Se siente tambien como si se hubiese desgarrado la culera de los bombachos de tweed y tuviera que encontrar de inmediato una pared en la que recostar la espalda.
No obstante, casi sin ser consciente de lo que ella pregunta y el responde, el dilema se resuelve solo. Y no es una cita ni el comienzo de una intriga; es simplemente la vez siguiente en que se veran, y en los cinco dias de forzosa espera apenas puede trabajar, apenas logra pensar, y a pesar de que juega dos rondas de golf en un dia descubre, en los segundos que transcurren entre decidir la direccion del tiro y bajar el palo hacia la pelota, que la cara de Jean se le ha metido en la cabeza y su juego de ese dia es todo
No es una cita, aunque se apee del coche en la esquina de la calle. No es una cita, aun cuando una mujer de edad y clase social indeterminadas le abre la puerta y desaparece. No es una cita, aunque por fin estan sentados a solas en un sofa cubierto con un brocatel de raso. No es una cita porque Arthur se dice a si mismo que no lo es.