mayor que el usual al entrar en la estacion de Eastwick, como si celebraran la carencia de pasajeros. Hasta el mediodia -debido a una especie de acuerdo tacito pero indiscutible- no comenzaba un tercer ruido: el monotono bramido de los motores de las cortadoras de cesped, acelerando, frenando, girando, acelerando, frenando, girando. Acalladas las maquinas, se oia el modesto cerrar de las tijeras podadoras y, finalmente -un sonido perceptible de modo subliminal-, el gentil frotar de las gamuzas sobre portaequipajes y capos.
Era el dia de las mangueras en los jardines (todos pagabamos un impuesto de mas por tener grifos al aire libre); de ninos cretinos gritando como dementes a varios jardines de distancia; de pelotas hinchables apareciendo por encima del cercado; de conductores principiantes causando panico en la curva de la carretera que rodeaba la casa; de jovenes conduciendo los coches de sus padres hasta The Stile para tomar una copa antes de comer, y dejar caer los sobrecitos azules de la sal por entre las tablillas de madera de las mesas de la terraza. Parecia que los domingos eran siempre pacificos y siempre soleados.
Yo los odiaba, con toda la rabia de quien continuamente se siente defraudado al descubrir que no es autosuficiente. Odiaba los periodicos del domingo, que procuraban llenarte la mente amodorrada de ideas que rechazabas; odiaba la radio dominical, desbordante de aridas criticas; odiaba los programas de television del domingo, donde un monton de intelectuales discutian temas de actualidad, y esas obras serias sobre personas maduras, crisis emocionales, guerras nucleares y demas fruslerias. Odiaba quedarme dentro de la casa mientras el sol se deslizaba furtivamente por la habitacion, hasta golpearme certera y repentinamente en los ojos; y odiaba salir a sentarme donde el mismo sol te derretia el cerebro haciendolo chapotear en el interior del craneo. Odiaba las tareas dominicales: limpiar el coche, una y otra vez, hasta que el agua jabonosa chorreaba hacia arriba (?como era posible?) empapandote hasta los sobacos, restregar las unas contra el fondo de la carretilla de metal intentando deshacerme de los montones de cesped cortado. Odiaba trabajar y no trabajar. Odiaba pasar por el campo de golf y encontrarme con otra gente paseandose por el campo de golf. Y odiaba hacer lo que mas se hace el domingo: esperar la llegada del lunes.
La unica fisura en la rutina dominical se producia cuando mi madre anunciaba:
– Esta tarde vamos a ir a ver al tio Arthur.
– ?Por que?
La ritual objecion siempre merecia ser contestada. Nunca servia de nada ni a mi me importaba que no sirviera. Solo pensaba que Nigel y Mary podian beneficiarse con el ejemplo de un pensamiento independiente.
– Porque es tu tio.
– Seguira siendo mi tio el fin de semana que viene, y el siguiente.
– Eso no tiene nada que ver. No hemos ido a verlo una sola vez en las ultimas ocho semanas.
– ?Como sabes que tiene ganas de vernos?
– Por supuesto que tiene ganas de vernos. No hemos ido a verlo durante dos meses.
– ?Ha telefoneado para decir que fueramos?
– Claro que no. Ya sabes que nunca lo hace. -(Era demasiado tacano.)
– Entonces, ?como sabes que quiere vernos?
– Porque siempre quiere vernos despues de cierto tiempo. No seas pesado, Christopher.
– Pero puede que este leyendo un libro o haciendo algo interesante.
– Bueno, yo abandonaria el libro para estar con alguien de la familia a quien no he visto durante dos meses.
– Yo no.
– Bueno, no se trata de eso, Christopher.
– ?De que se trata? -(Para entonces Nigel bostezaba ya ostentosamente).
– La cuestion es que vamos a ir a verlo esta tarde. Y ahora ve a lavarte las manos para comer.
?Puedo llevar un libro?
Si quieres puedes llevar uno para leer durante el trayecto, pero tendras que dejarlo en el coche cuando lleguemos. Es una groseria ir de visita llevando un libro.
– ?Y no es una groseria ir de visita cuando no tienes ganas de ir?
Christopher, a lavarte las manos.
?Puedo llevarme el libro al lavabo?
Y asi una y otra vez. Era capaz de prolongar estas conversaciones indefinidamente sin acabar con la paciencia de mi madre. La unica muestra de disgusto era el llamarme por mi nombre completo. Ella sabia que entonces me iria. Yo tambien.
Una vez lavados los platos, nos metiamos en nuestro resistente Morris Oxford, negro y con tapiceria color ciruela. Mary miraba bobamente por la ventana, dejando que el viento le echara todo el pelo a la cara sin recogerselo. Nigel se enfrascaba en la lectura de cualquier revista. Yo solia canturrear o silbar algo, empezando siempre con una cancion de Guy Beart que habia escuchado por onda larga, y cuya primera estrofa era
Veinte minutos de prudente conduccion, nos llevaban al chalet del tio Arthur, cerca de Chesham. Era un carcamal de lo mas divertido: astuto, tacano y un mentiroso inveterado. Mentia de un modo que siempre me parecio simpatico. No lo hacia por conveniencia, ni siquiera para llamar la atencion, sino simplemente porque le apasionaba. Toni y yo hicimos una vez un estudio piloto sobre la mentira y, despues de un minucioso examen de todas las personas que conociamos, ideamos una Curva de la Mendacidad sobre una hoja de papel cuadriculado. Parecia el corte horizontal de un par de tetas, con los pezones senalando las edades dieciseis y sesenta. Probablemente Arthur y yo estabamos llegando al mismo tiempo a los puntos maximos.
– Hola a todos -gritaba mientras aparcabamos.
Tenia el pelo blanco, iba mas encorvado de lo que era para despertar una inmerecida compasion y se vestia deliberadamente con provocativo desalino para que los demas se condolieran de su vida de soltero. Mi teoria era que no se habia casado porque no existia mujer lo suficientemente rica como para retenerlo, que fuese a la vez tan estupida como para no ver sus intenciones.
– ?Habeis tenido buen viaje?
– Lo normal, Arthur -contestaba mi padre, subiendo el cristal de la ventanilla-. En Four Roads habia retenciones, pero supongo que era de esperar.
– Si, ese incordio de
– Si, tio, ya sabia que no te importaria -(contestaba yo con una mirada de reojo a mi madre).
– Claro que no, claro que no. Aunque necesito que me eches una mano.
Aja.
Melodramaticamente, Arthur se toco la espalda con sus gruesos dedos y se enderezo. Entonces empezo a sobar el tejido de punto de su rebeca como si fueran las fibras de sus