resultaban ser parte de lo que contaba como hogar.

Pero existia un punto de equilibrio en la oscilacion entre casa y colegio. El viaje. Una hora y cuarto para ir y una hora y cuarto para volver. Una metamorfosis dos veces al dia. En un sitio solias dar la impresion de ser limpio, aseado, trabajador, conservador, responsablemente inquisitivo, partidario de una justa division de la vida entre juegos y trabajo, y de no preocuparte por el sexo ni estar enfermizamente interesado por el arte: el orgullo -aunque, en general, no tanto como la alegria- de tus padres. En otro, salias del vagon como un golfo, arrastrando los zapatos, con la corbata de lado, mordiendote neuroticamente las unas, las manos diestras en la masturbacion, la cartera por delante para ocultar una ereccion en receso, gritando merdey maricon y cojones y conazo, perezoso pero con una sonrisa afectada y confidente, zalamero y solapado, desdenoso con la autoridad, loco por el arte, emocionalmente homosexual por falta de eleccion y obsesionado con la idea de los campos nudistas.

Es innecesario decir que uno mismo nunca notaba esa transformacion. Ni tampoco la notaba un extrano: en lugar del cambio solo se veia a un escolar corrientemente aseado, con la cartera sobre las rodillas, repasando una lista de palabras en frances y media pagina del libro tapada para no ver la solucion y que, de vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar por la ventana.

Aquellos trayectos diarios eran, ahora me doy cuenta, los unicos momentos en que estaba a mis anchas. Quiza por eso nunca los encontraba largos ni aburridos, a pesar de ir sentado durante anos junto a los mismos hombres con trajes a rayas como dibujadas con tiza, mirando por las mismas ventanas las mismas cosas y las mismas paredes de los tuneles, repletas de cables negros y polvorientos. Y, por supuesto, todos los dias podia uno entretenerse con juegos que nunca fallaban.

El primero era conseguir un asiento: nada mas lejos de ser una tarea fastidiosa. Francamente, nunca me preocupo mucho donde sentarme en el tren, pero me encantaba sentarme donde querian sentarse los demas. Esta era la primera accion subversiva del dia. Algunos de los viejos carcamales que se bajaban en Eastwick tenian, de verdad, sus sitios favoritos: vagones favoritos, lados favoritos y un lugar favorito en la rejilla de cuerdas para sus sombreros de hongo. Frustrar sus mezquinas esperanzas era un buen juego no demasiado dificil, ya que no era forzoso jugarlo con las reglas de los adultos. Llevasen trajes a rayitas o a rayotas, siempre se obligaban a si mismos a conseguir el asiento favorito aparentando no importarles donde se sentaban, aunque, de tanto en tanto, como por accidente, utilizaban sus anchas caderas y las esquinas metalicas de sus maletines como armas para lograr el sitio deseado. Un nino era, obviamente, una bestia sin normas a quien el autocontrol y las leyes de urbanidad no habian forzado aun a no arrebatar lo que queria (o, realmente en este caso, a no arrebatar lo que le daba lo mismo conseguir o no). Asi que mientras esperabas el tren, estabas al acecho mostrando incertidumbre, caminando de un lado a otro del anden para desconcertar a los vejestorios. Entonces, cuando llegaba el tren te precipitabas hacia una puerta o, incluso, saltandote las normas, la abrias violentamente antes de que el tren se detuviera.

Lo mejor que se podia hacer -aunque para eso se necesitaba mucha desfachatez- era birlarle el asiento favorito a uno de esos carcamales para luego, mientras observabas con que resentimiento se aseguraba otro, levantarte con cara de inocente y dejarte caer en cualquiera de los rincones menos buscados del vagon. Entonces lo mirabas dandote por enterado. Como los mayores rara vez confiesan sus deseos abiertamente, pero saben con absoluta certeza que tu los conoces, matabas dos pajaros de un tiro.

Todos los ardides del viaje se aprendian en seguida. Como doblar un periodico verticalmente para poder girar una pagina entera con comodidad. Como aparentar que no veias a la mujer a quien supuestamente debias ceder el asiento. Donde quedarte de pie en un tren repleto para lograr un sitio apenas comenzara a vaciarse. A que vagon subirte para bajar en tu parada lo mas cerca posible de la salida. Como utilizar los tuneles supuestamente sin salida como atajos. Como viajar con abonos ya vencidos.

Todas estas maquinaciones te mantenian en forma. Pero tambien se podian vivir experiencias mas enriquecedoras.

– ?No te aburres nunca? -me pregunto Toni una vez que calculabamos cuantos meses y anos de nuestra vida habiamos pasado en el metro. El solo viajaba diez paradas de la Circle Line: un trayecto sin incidentes notables, todo subterraneo, sin riesgo de violacion o rapto.

– Que va. Pasan demasiadas cosas.

– ?Tuneles, puentes, postes telegraficos?

– No, otras cosas. Cosas como Kilburn. Es Dore, en serio.

La siguiente tarde que tuvimos libre, Toni vino a comprobarlo. Entre Finchley Road y Wembley Park, a la altura de Kilburn, el tren para sobre una extensa red de viaductos. Por debajo de ella, hasta donde llega la vista, se ven hileras entrecruzadas de decadentes casas victorianas. Sobre cada tejado, media docena de antenas de television entrelazadas sugerian una colmena de paredes revocadas. Por entonces pasaban pocos coches por esas zonas y no se venia ningun espacio verde. Un enorme edificio Victoriano de ladrillo rojo y lados regulares se alzaba en el centro del paisaje: si era una escuela gigantesca, un manicomio o un hospital nunca lo supe ni me interese por saberlo con exactitud. El valor de Kilburn dependia de no conocer pormenores, porque cambiaba segun la vision o la mentalidad de cada uno, del estado de animo o del dia. En una tarde de invierno, al anochecer, cuando la luz blanca de las farolas empezaba apenas a advertirse, se convertia en una vision melancolica y atemorizante, el coto de caza de los asesinos que sumergian a las victimas en baneras llenas de acido. En una manana clara y soleada de verano, casi sin niebla y con mucha gente a la vista, era como un pequeno y valiente arrabal en plena guerra, casi se esperaba ver a Jorge VI removiendo con su paraguas los pocos restos que quedaban en los solares bombardeados. Kilburn podia sugerir masas pululantes de trabajadores que, como termitas, en cualquier momento pueden subir el viaducto y acabar con los de los trajes a rayas. De igual modo, podia ser la reconfortante demostracion de que mucha gente podia vivir en paz aunque estuviera apinada.

Toni y yo nos bajamos en Wembley Park, cambiamos de anden pasando por el mismo sitio. Luego, volvimos sobre nuestros pasos.

– Dios, hay gente a montones -fue el comentario definitivo de Toni-, alla abajo hay miles de personas, todas a unos cien metros de distancia; sin embargo, con toda seguridad, nunca conoceras a ninguna de ellas.

– Es un argumento contra Dios, ?no?

– Si, y en favor de una dictadura ilustrada.

– Y en favor del arte por el arte.

Espantado, se quedo callado un rato.

– Esta bien, retiro lo dicho.

– Podrias haberlo pensado antes. Hay otras gentes, pero la mejor es esta.

Toni se subio silenciosamente al proximo tren en direccion a Baker Street para pasar por ultima vez sobre el puente.

A partir de entonces, no solo me intereso el viaje sino que estaba orgulloso de el. El hormiguero de Kilburn; las mugrientas y perdidas estaciones entre Baker Street y Finchley Road; los campos de juegos igual que estepas de Northwick Park; la estacion de Neasden, repleta de vagones viejos e inutiles; los rostros impasibles de los pasajeros, que se adivinaban tras las ventanillas de los rapidos trenes de Marylebone. De una manera u otra todo valia la pena, gratificaba y aguzaba la sensibilidad. Y ?que era la vida sino eso?

11. A.C.T.

Para ti las cosas nunca cambiaban. Esa era una de las reglas principales. Hablabas de como serian las cosas cuan do cambiasen: te imaginabas el matrimonio y hacer el amor ocho veces cada noche, y educar a tus hijos de una forma que combinase flexibilidad, tolerancia, creatividad y grandes sumas de dinero. Pensabas tener una cuenta bancada, frecuentar cabarets de striptease, llevar camisas con botones en el cuello y gemelos en las mangas, y lucir panuelos con tus iniciales bordadas. Pero cualquier amenaza real de cambio provocaba la aprension y el descontento.

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