habia perdido nada.
12. ?Duro y abajo!
Toni y yo pasabamos mucho tiempo aburriendonos juntos. No aburriendonos el uno al otro, por supuesto (estabamos en esa edad irrecuperable en que los amigos pueden ser odiosos, pesados, desleales, estupidos o tacanos, pero nunca aburridos). Los adultos eran aburridos, con su racionalidad, su deferencia, su negarse a castigarte tan severamente como sabias que te merecias. Los adultos eran utiles porque eran aburridos: constituian verdadera materia prima, sus reacciones eran predecibles. Podian ser sentimentales y bonachones, o avinagrados y malignos, pero siempre predecibles. Te hacian confiar de antemano en la entereza de caracter.
– ?Que te gustaria ser hoy? -nos preguntabamos a menudo Toni y yo.
Esto era una negacion directa del estatus de adulto. Los adultos siempre eran ellos mismos. Nosotros, a fuerza de oirlo decir, todavia no habiamos crecido, aun no estabamos formados. Nadie sabia que «llegariamos a ser». Podiamos, al menos, intentar unas cuantas demostraciones por nuestra cuenta.
– ?En que vas a cuajar?
– ?En jalea?
– ?En luz?
– ?En cadete de Sandhurst?
Todavia no nos habiamos convertido en nada. Ser proteinas era nuestra unica forma de consistencia. Todo tenia justificacion. Todo era posible.
– ?En que podemos convertirnos hoy?
– ?Por que no somos hinchas del equipo de rugby?
Era una idea seductora. Siempre estabamos buscando en nuestro interior distintas facetas de la personalidad, y por eso era divertido probar algo que nos resultara del todo ajeno. El director procuraba, continuamente, convencer a los ninos para que perdieran su valiosa tarde del sabado yendo a apoyar al equipo de rugby. Especialmente en partidos que se disputaban en campo contrario, cuando la presion de siete u ocho padres del equipo local aullando por el triunfo de los suyos, mas la desorientacion que suponia el viaje en tren a un terreno desconocido, era mas que suficiente para hundir la moral de nuestro inseguro equipo. En esta ocasion, Toni y yo nos dirigimos a presenciar el partido entre nuestro colegio y Merchant Taylors, cuyo campo estaba apenas a diez minutos en bici de Eastwick.
– ?Como vamos a portarnos? -pregunte-. ?Limpiamente o haciendonos los listos?
– Vale mas no pasarnos de listos por si Telford nos acusa.
– Cierto.
– Limpiamente, pero sin exagerar.
– No te preocupes.
Telford era el animal que dirigia el equipo; un tirano con gabardina de gangster, que conducia la furgoneta Singer Vogue cuando se jugaba lejos, y cuyos incansables alaridos: «?Los pies, los pieeeees!» cruzarian el campo de juego, endurecido por la escarcha, de un extremo a otro. -Habra que ponerse lejos de ese acusica.
– Si. Creo que sera mejor que nos portemos con toda lealtad al principio, exagerando el entusiasmo, corriendo de un lado a otro del campo, agitando panuelos y gritando los resultados por si se les olvidan. Luego, cuando comiencen a perder, continuamos exactamente igual. De este modo, poco a poco, se convertira en pitorreo, pero el acusica no podra implicarnos.
Parecia un plan infalible. Nos colocamos en la linea de fondo donde habia menos gente y empezamos a aullar y dar vivas, mientras nuestro equipo, incapaz de hacer un placaje, jugaba torpemente, perdia balones, se ponia fuera de juego, pasaba la pelota hacia adelante a unos centimetros de la linea de avance y, al mismo tiempo, empujaba la mele en direccion contraria.
– Mala suerte, muchachos.
?No los dejeis pasar!
?Duro y abajo, tios, duro y abajo!
– ?Al ataque, al ataque! ?Adelante, adelante! ?Pies, pies! ?Oooooh, mala suerte! ?Venga, ahora es la vuestra!
– Solo os ganan por treinta puntos. ?Ya os desquitareis en el segundo tiempo!
– ?A por todas! ?A muerte!
Este ultimo era el mas ruin de todos los gritos. Cada vez que la pelota salia disparada por los aires y una debil tentativa desde el medio campo pretendia querer recogerla al rebote cuando, en realidad, lo que hacia era vigilar con recelo al peloton de delanteros enemigos que venia avanzando, nos desganitabamos mas. Si el jugador no se lanzaba sobre la pelota era manifiestamente un cobarde. Si la recogia y chutaba al instante, antes de que el enemigo cargara sobre el, seguia siendo manifiestamente un cobarde. Si se lanzaba sobre ella tenia todos los numeros para que, con las tecnicas primitivas de las meles que se aprendian en el colegio, lo dejaran cumplidamente lisiado. Lo mejor de todo era conseguir que se tirara al suelo demasiado pronto, contemplar como lo pisoteaban bien y ver como el arbitro senalaba falta porque no habia soltado la pelota al tirarse.
A medida que transcurria el partido, mientras el viento a favor hacia que todos los pases del equipo del colegio resultaran excesivamente largos, el enemigo duplico con facilidad su ventaja. Toni y yo pensamos que era una pena no tener a nadie del calibre de Camus o Henri en nuestras filas. Poco a poco nos dimos cuenta de que nuestro equipo empezaba a jugar en el otro lado del campo. Sus puntapies se dirigian invariablemente donde no debian y lo mismo sucedia con los pases. En un momento dado, durante una de las escasas acciones a ciegas que sucedieron cerca de donde nosotros estabamos, el que sacaba de banda (N.J. Fischer, persona poco cultivada) decidio ignorar una clara oportunidad para chutar, y pateo la pelota desde muy cerca, contra nosotros. El balon paso entre los dos, a una altura que podria haber sido nuestra perdicion, para caer treinta metros mas alla. Ni Toni ni yo nos ofrecimos para recoger el balon. Lo que hicimos fue quedarnos alli, a cinco metros de la alineacion jadeante, ofreciendoles contundentes y sesudos consejos.
– ?A por ellos, muchachos!
– ?A esta altura para que vais a chutar!
?Es el momento de apretar!
– A completar los ochenta minutos. ?Es la ultima oportunidad!
– ?A saco!
– Mala suerte, eh. Pero ahora duro con ellos, ?duro!
?Ahora es la vuestra!
?Duro y abajo, duro y abajo!
?No les deis respiro! ?A rematarlos!
Cuando solo quedaban cinco minutos pensamos sabiamente que ya habiamos visto lo mejor del partido. Tras un «?Animo!» final nos largamos. Pasarian dos dias antes de que vieramos a nadie del equipo.
Mientras volviamos a casa en bicicleta, la tarde se iba cerrando. Jirones de neblina colgaban, prometedores, de los setos de laurel. A lo largo de Rickmansworth Road, una de cada tres farolas vacilaba y brillaba con renovado ardor. Al pasar bajo cada parche de luz anaranjada, evitabamos mirarnos el uno al otro; ya era bastante desagradable contemplar nuestros dedos marrones sobre el manillar.
– ?Crees -reflexiono Toni-, crees que habria que llamar a lo de hoy un epat?