– Entonces: si no malinterpretas y no estas ocupado esta noche a mi me iria bien.

– Esta noche a mi tambien me va bien. ?Estas en el sexto o en el septimo?

– En el septimo. Tengo una terraza. Una pena que de noche haga demasiado fresco, si no, habriamos podido estar fuera. De acuerdo, ?entonces a las nueve?

– Si. ?Que he de traer?

– Vino, si eres bebedor, porque yo no tengo.

– De acuerdo. Hasta luego.

– ?No subes en ascensor?

– No, no, subo a pie.

Me miro un instante sin decir nada, con aire ligeramente interrogativo, luego asintio, cogio sus compras y me saludo.

No me acuerdo de nada concreto de lo que hice en el despacho aquella tarde, pero recuerdo la sensacion de levedad. Una sensacion que no experimentaba desde hacia mucho tiempo.

Me sentia como en las tardes de mayo de los ultimos anos del instituto.

Ya casi no se iba mas a la escuela. Iban aquellos que tenian que recuperar los suspensos y debian ser examinados. Y pocos mas.

Para todos nosotros eran los primeros dias de vacaciones, y eran los mejores. Porque eran ilegales, en cierta medida. Segun las normas, teniamos que seguir asistiendo a clase, pero no lo haciamos. Eran dias robados, uno tras otro, al calendario de la escuela y devueltos a la libertad.

Tal vez por aquel motivo habia aquella electricidad, aquella extrana tension cargada de expectativa en las tardes de mayo en equilibrio entre la escuela y los misterios del verano.

Algo estaba a punto de ocurrir -tenia que ocurrir- y nosotros lo sentiamos. Nuestro tiempo se tensaba como un arco, presto para lanzarnos quien sabe donde.

Aquella tarde me sentia asi, como en aquellos grafitos de mi adolescencia.

Sali hacia las siete y media y fui a una bodega para comprar el vino. No sabia lo que ibamos a comer ni cuales eran los gustos de Margarita, asi que no podia llevarme solo vino tinto, como me habria parecido natural. No me gusta el vino blanco.

Entonces cogi uno de Manduria y, para quedar como un provinciano, un blanco californiano de Napa Valley.

Tras escoger el vino me sobraba tiempo y entonces fui a pasear por la calle Sparano.

Veia a toda la gente que caminaba a mi alrededor y me parecia percibir una suspension del tiempo.

El aire parecia atravesado por un sentido de dulce melancolia y de algo mas, que no lograba captar del todo.

Llegue a casa a las nueve menos cuarto, me duche y me vesti. Pantalones de marca claros, camisa vaquera, zapatos ligeros de piel suave.

Cerre la puerta aguantando con la otra mano las dos botellas por el cuello y brinque por las escaleras al estilo de Alberto Sordi, americano en Roma.

Tropece y por puro milagro evite que se rompiera todo. Me entraron ganas de reir y cuando llame a la puerta de Margarita, dos pisos arriba, debia de tener todavia una especie de sonrisa un poco estupida.

– ?Que ha pasado? -dijo ella un tanto perpleja, cerrando ligeramente los ojos tras haberme saludado.

– Nada, he estado a punto de caer por las escaleras y, dado que estoy perturbado mentalmente, he encontrado la cosa divertida. Tranquila, por favor: soy inofensivo.

Sonrio, siempre con aquella especie de orgullo.

La casa olia bien, a muebles nuevos, a limpio y a comida bien cocinada. Era un apartamento mas grande que el mio y evidentemente habian sido derribadas algunas paredes, porque no habia recibidor y se entraba directamente a una especie de salon con una gran vidriera que daba a una terraza. Pocos muebles. Solo una especie de armario bajo que parecia japones, algunas estanterias empotradas de madera clara y una mesa de hierro y cristal con cuatro sillas de metal. En el suelo una gran alfombra de fibra de coco y, en los dos lados de la habitacion, algunas gruesas velas coloreadas de diversas medidas, vasos de cristal azul con una especie de gravilla en el interior, un equipo estereo negro.

Las estanterias estaban llenas de libros y de objetos y daban la impresion de una casa habitada desde hacia tiempo.

En las paredes habia dos reproducciones de Hopper. Tarde en Cape Cod y Gas. Aquel de la gasolinera en el campo. Eran muy hermosos y conmovedores.

Lo dije y ella me miro un instante, como para controlar si hablaba solo para darme aires. Luego asintio, seria, y permanecio callada algunos segundos.

– ?Te gusta el picante?

– Me gusta el picante.

– Voy a la cocina a acabar de prepararlo. Tu haz lo que quieras, dentro de cinco minutos estara a punto. Ya hablaremos durante la cena. Abro el vino tinto porque va bien con la comida que hay. Y ademas el blanco no se puede enfriar en tan poco tiempo.

Desaparecio en la cocina. Yo empece a examinar los libros de las estanterias, como suelo hacer cuando voy a una casa desconocida.

Habia muchas novelas y antologias de narraciones. Americanos, franceses y espanoles, en su lengua original.

Steinbeck, Hemingway, Faulkner, Carver, Bukowsky, Fante, Montalban, Lodge, Simenon, Kerouac.

Habia una viejisima, desgastada edicion de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta. Habia libros de viajes de un periodista americano -Bill Bryson- que a mi me gustaba mucho y que pensaba que era mas o menos el unico que le conocia.

Luego libros de psicologia, libros sobre artes marciales japonesas, catalogos de exposiciones, especialmente fotograficas.

Saque de una estanteria el catalogo de una exposicion de Robert Capa en Florencia y lo hojee. Luego mire Chatwin y luego Doisneau, con sus besos en blanco y negro en el Paris de los anos cincuenta. Habia un libro sobre Hopper. Al abrirlo vi que habia una dedicatoria y pase enseguida la pagina, turbado.

Lei alguna linea de la introduccion.

«Imagenes de la ciudad o del campo casi siempre desiertas en las que se funden el realismo de la vision con un sentimiento atormentador del paisaje, de las personas, de los objetos. Los cuadros de Hopper, bajo una apariencia de objetividad, expresan un silencio, una soledad, un estupor metafisicos.»

Deje Hopper, tome Preguntale al polvo, de John Fante, y sali a la terraza con el libro. El aire era fresco y seco. Vague un poco entre las plantas, me asome a ver la calle, me detuve tocando extranas pequenas flores con la consistencia de la cera. Luego, apoyado en la pared bajo una especie de farol de hierro forjado, hojee el libro hasta la ultima pagina, porque queria releer el final.

«Se empezaba a divisar, a distancia, el relampagueo tembloroso de la canicula. Remonte el sendero hasta el Ford. Tome la copia de mi libro, de mi primer libro, y escribi en lapiz en la anteportada:

Para Camila, con amor, Arturo.

Recorri un centenar de metros hacia el sureste y, con toda la fuerza de que era capaz, arroje el libro en la direccion que ella habia tomado. Luego subi al coche, encendi el motor y me dirigi a Los Angeles.»

– Ya esta listo, a la mesa.

Me desperte con un pequeno sobresalto, y entre en casa. La mesa estaba servida.

El vino estaba en una jarra y el agua en otra identica. Habia una sopera de chile con carne y un cuenco con arroz hervido. En una fuente habia cuatro panochas de maiz y en el centro copos de mantequilla.

Empezamos con las panochas y la mantequilla. Yo cogi la jarra de vino y estaba a punto de escanciarlo en el vaso de Margarita.

Ella dijo que no, que no bebia.

– Tenia, como se dice, un beber problematico. Hace algunos anos. Luego se hizo muy problematico. Ahora ya no bebo.

– Perdona, no habria traido el vino si lo hubiera sabido…

Вы читаете Testigo involuntario
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату