— ?Todo esto es ridiculo! Mi primo Beaufort ha tenido razon al no querer asistir a las bodas. Ya detesta bastante a los espanoles: habria hecho alguna escena.

— Y eso habria sido una estupidez mas que anadir a su cuenta -dijo entre dientes Mazarino, que lo habia oido-. Me he cuidado ademas de que no fuera invitado.

— ?Y el rey os ha hecho caso?

— Sin dificultad. Vuestra Alteza deberia saber que no tiene un afecto desbordante por ese turbulento personaje.

Mientras Mademoiselle le respondia con el lenguaje desenvuelto que le era propio, Sylvie se aparto, dividida entre la indignacion por oir a Mazarino hablar del primo del rey con aquel insolente desprecio y el alivio de saber que no corria el peligro de tropezarse con el a la vuelta de una esquina de Saint-Jean-de-Luz. Sentia que necesitaba un poco mas de tiempo para poder mirar de frente al hombre al que habia jurado no volver a ver nunca. Ya era lo bastante inquietante el hecho de haber sentido latir con mas fuerza su corazon cuando su nombre habia sonado en los labios de la princesa.

Medito sobre ese tema hasta su regreso a la casa del armador, donde encontro materia abundante para cambiar el curso de sus pensamientos. Despues de dejar a Mademoiselle en su domicilio y de entrar en la iglesia para rezar, volvia a pie en medio de la alegre agitacion de la calle cuando fue abordada por un hombre al que no reconocio enseguida porque iba vestido de civil.

— Por favor, senora duquesa, dignaos perdonarme por el atrevimiento de deteneros asi, con tanto descaro, pero solo vos podeis devolverme la vida.

Con una sonrisa divertida, ella observo el metro ochenta de verguenza ruborizada que tenia ante si.

— No teneis aspecto de moribundo, Monsieur de Saint-Mars. ?Incluso os encuentro rebosante de salud!

— ?No os burleis, por piedad! Ya soy lo bastante desgraciado en el estado en que me encuentro.

— Y correis el peligro de serlo aun mas si os encuentran paseando por la ciudad. ?No estais bajo arresto, o es que os han liberado?

— No, y se que corro un gran riesgo, pero era absolutamente necesario que viniera aqui para intentar encontrar a alguien que se compadezca de mi. Querria… querria hacer llegar una carta a la joven que vive en vuestra casa…

— Soy yo quien vive en la suya, o en realidad en la de su padre, y haria sin duda muy mal servicio a este si aceptara ser vuestra mensajera. ?Por que no recurris a un criado? Seria muy raro que no consiguierais un poco de complicidad a cambio de dinero. Los ojos grises del mosquetero reflejaron un vivo dolor

— Soy pobre, senora, y unicamente poseo mi soldada.

De no ser asi, no necesitaria ayuda: entraria audazmente en la casa de Manech Etcheverry y le pediria la mano de su hija. Pero en mis actuales circunstancias, me echaria a la calle a la primera palabra. Sin embargo, amo a Maitena hasta la locura… y creo que no le desagrado.

— Quiero creeros, amigo mio -dijo Sylvie en tono mas suave-, pero en tal caso debo preguntaros que esperais de ella, ya que os es imposible pretenderla en matrimonio.

— ?Nada contrario al honor! En esta carta -anadio, sacando un papel doblado del reverso de su guante- le digo cuanto la amo y le suplico que no se comprometa con otro y espere a que yo haga fortuna. Porque estoy seguro de que llegara el dia en que sere muy rico…

— Eso puede llevar tiempo. ?Estais seguro de que ella sabra esperar?

— Eso puede suceder muy pronto, porque tengo proyectos. Al servicio de un rey joven y fogoso, basta un golpe de suerte. ?Oh, senora, os lo ruego, aceptad llevarle esta carta y os bendecire mi vida entera!

Parecia tan infeliz, y tan sincero tambien, que Sylvie bajo un poco la guardia. Sin embargo, aun puso una objecion:

— ?Tan urgente es? ?No podeis esperar a encontraros con ella… en otra ocasion?

— Nunca tendre otra mejor. Ademas, si es urgente porque su padre tiene planes de boda para ella. Y yo debo cumplir mi arresto hasta pasado manana, cuando llegue la reina…

— ?Sea! Dadme la carta. Me las arreglare para hacersela llegar sin comprometerme. Bastara con deslizar el papel por debajo de la puerta de su habitacion cuando este segura de que ella esta dentro.

— ?Oh, senora duquesa! ?Mi gratitud…!

— No tiene importancia. Pero no volvais por aqui.

Una vez en la casa, Sylvie encontro a Perceval esperandola en compania del mariscal de Gramont… y delante de una taza de chocolate. El viejo militar y diplomatico -no tenia mas que cincuenta y seis anos pero representaba bastantes mas- insistia en ofrecer sus respetos a la viuda de uno de sus mas brillantes companeros de armas, y sobre todo a la nuera de un viejo amigo: habia combatido en muchas ocasiones al lado del mariscal- duque de Fontsomme, a cuyo mando estuvo en sus primeros pasos en el ejercito.

— Cuando vuestro hijo tenga edad para manejar las armas, senora, quisiera que me lo confiarais, y a la espera de ese dia, que me concedais la gracia de considerarme uno de vuestros amigos. Habria deseado que fuera antes, pero habiais decidido vivir lejos de la corte, y yo mismo he estado con frecuencia ausente, por mis compromisos militares o por el gobierno de Bayona; y mas raramente por mis estancias en mi castillo de Bidache, que esta cerca y en el que me agradaria mucho recibiros en un dia proximo.

Sylvie no iba a tardar en descubrir por propia experiencia que, cuando Gramont tomaba la palabra, le costaba dejarla. ?La facundia meridional, sin duda! Era un bearnes puro, seco y canoso, con un rostro tallado a escoplo, nariz grande, mirada viva y burlona y un mostacho arrogante y tieso que daba a su fisonomia cierto parecido con un gato furioso. Elegante, por otra parte, y hombre afectuoso al que gustaba tratar con generosidad a sus amigos. Orgulloso tambien de su linaje, no dejaba ignorar a nadie que su padre habia sido el ultimo virrey de Navarra y que su abuela no era otra que la famosa Corisande d'Andoins, el primer gran amor de Enrique IV.

Ese dia, sin embargo, no hizo ninguna alusion a sus origenes y no tardo en dar a su discurso un tono galante, dando muy pronto a entender a Madame de Fontsomme que la encontraba muy de su gusto. Aquello molesto un poco a Sylvie, pero divirtio a Perceval. Fue el, sin embargo, quien detuvo aquel diluvio de galanterias preguntando a su ahijada si no le gustaria probar la «bebida de los dioses». Cosa que acepto de buen grado.

El mariscal se apresuro a servirle una taza, y ella tuvo entonces que escuchar una descripcion minuciosa de la manera de preparar el brebaje, y tambien la del instante magico en que Gramont lo habia bebido por primera vez, instante que le habia «abierto las puertas del Paraiso». No le ocurrio lo mismo a Sylvie: admitio que aquella especie de pure liquido aromatizado con canela no era desagradable, pero estaba demasiado azucarado y le costo un poco beberlo. Con una franqueza justificada por el temor de verse ahogada en chocolate en cada uno de sus encuentros con el mariscal-duque, le dijo lo que pensaba.

— Me parece -opino- que uno debe de cansarse muy pronto.

— ?No lo creais! Admito que el primer contacto no siempre es concluyente, pero hay que perseverar. De todas maneras, querida duquesa, estais condenada a acostumbraros muy pronto: vuestra nueva reina lo bebe a lo largo de todo el dia, y vais a ser una de sus damas…

— A menos que me obligue a beberlo yo tambien, no habra problema.

Una vez en su habitacion, solo penso en la mejor manera de entregar el mensaje que le habia confiado el pobre Saint-Mars, y que ahora lamentaba haber aceptado.

La hija de la casa, en efecto, tenia un caracter reservado, un poco orgulloso incluso, y Sylvie no veia la forma de entregarle de forma discreta la carta. ?Y por que no con una sonrisa complice…? Se sentia tan apurada que no se atrevio a hablar del tema con Jeannette, que vino a traerle un vestido recien planchado. Despues de la cena, dijo que estaba cansada y se acosto tras dar permiso a Jeannette para dar un paseo en compania de la vieja gobernanta de la casa Etcheverry. Luego se levanto para espiar el momento en que se abriera la puerta de la muchacha. Cuando estuvo segura de que esta habia entrado en su alcoba, corrio descalza hasta su puerta, paso la carta por debajo de esta y volvio tan aprisa como pudo, mientras el corazon le palpitaba como si acabara de correr un gran peligro. Cuando se sintio protegida por las paredes de su propio cuarto, se echo a reir en silencio.

«Debo de estar convirtiendome en una vieja loca, -penso-. ?Jugar a estas cosas, a mi edad! Si me viera Marie…»

Y a la espera de un sueno que no acudia, encendio una vela, se instalo a la mesa y escribio a su hija una larga carta.

Si esperaba haber acabado con la cuestion de los amores del mosquetero, se equivocaba. A la manana

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