siguiente, mientras Perceval marchaba a Bayona con Gramont, decidio, tentada por un tiempo magnifico, caminar un poco por la orilla de aquel oceano que le recordaba tantas cosas. Pero en el momento de salir tropezo ligeramente con Maitena, que, cubierta la cabeza por un velo y con un misal en las manos, iba a oir misa. La joven pidio excusas y se aparto para dejarla pasar, pero le entrego discretamente un billetito que esta desdoblo cuando estuvo lejos de la casa. Solo contenia unas pocas palabras:
«Por piedad, senora, no os negueis a reuniros conmigo en la capilla de los Hospitalarios.»
Sylvie renuncio a su paseo y se dirigio, en las inmediaciones de la iglesia principal, a la antigua encomienda de los caballeros del Hospital, convertida en hospicio para los peregrinos que se dirigian a Compostela por el camino del litoral. Se pregunto si el lugar estaba bien elegido: en efecto, el hospicio estaba lleno de personas, peregrinos o no, que esperaban las bodas reales con la esperanza de recibir grandes limosnas. En la capilla brillaban las luces de los cirios y resonaba el eco de las oraciones. Maitena estaba arrodillada sola, cerca del baptisterio. Se coloco a su lado, hombro con hombro, y murmuro:
— ?Que puedo hacer por vos?
Maitena levanto hacia ella unos bellos ojos oscuros anegados en lagrimas:
— Soy consciente de mi audacia, senora duquesa, y os pido mil veces perdon por atreverme a dirigirme a vos, pero ayer noche, al recibir la carta, pense que tal vez aceptariais ayudarnos otra vez. Habeis sido tan buena…
— ?Como sabeis que fui yo?
— Os vi hablar con el cerca de la iglesia. Oh, senora duquesa, os lo suplico, decidle que no puedo conceder todo lo que me pide. Cierto que estoy dispuesta a esperar. Si es necesario, en el convento de Hasparren, con el que me amenaza mi padre si me niego a casarme con el primo que me destina; pero el debe tener paciencia. En ningun caso puedo ir la tarde de las bodas al sitio en que nos hemos encontrado otras veces.
— ?Por que quiere que vayais alli?
— Para que podamos prometernos mezclando nuestras sangres. Dice que despues tendra valor para todo, que estara dispuesto a desafiar a todos para conquistarme, pero necesita estar seguro de mi. Yo querria ir, pero se que no podre: mi padre me vigila de cerca.
Sylvie conocia la antigua costumbre medieval de unir para siempre a dos personas cuando han mezclado unas gotas de sus sangres, pero a su edad sabia apreciar en lo que valen esas exuberancias de un amor en sus inicios…
— ?Es una locura! -murmuro con una semisonrisa-. Correr ese riesgo no anadira nada a vuestro amor, si es fuerte y sincero.
— Lo se, pero hay que decirselo a el. ?Querreis intentar hacerselo entender?
— Esta arrestado hasta la llegada de la infanta, manana por la tarde, cuando Monsieur d'Artagnan necesitara a todos sus mosqueteros. No puedo verle.
— Pero la cita es para pasado manana. Teneis tiempo…
— ?Lo creeis? Cuando la infanta este aqui no podre separarme de ella.
No se imaginaba a si misma abandonando el servicio para ir en busca de un mosquetero y charlar a solas con el, pero noto que Maitena se estremecia junto a su brazo, y comprendio que lloraba. La oyo murmurar:
— Os conjuro,
Sylvie se sintio conmovida por aquella pobre nina, y tomo a la vez el paquetito y la mano que lo ofrecia.
— Encontrare algun medio, os lo prometo. Y vos intentad recuperar un poco de serenidad. Teneis un largo combate por delante, y la necesitareis…
— Rezare todavia un momento en este lugar. Por nosotros, desde luego, ?pero tambien por vos! Gracias de todo corazon, senora duquesa…
Era tiempo de separarse. Despues de santiguarse, Sylvie se puso en pie y se dirigio a la salida, no sin dejar una limosna para los monjes agustinos que llevaban el hospicio. Si al dia siguiente por la tarde no veia a Saint- Mars, encargaria a Perceval que lo buscara. Lo importante era que el pobre enamorado recibiera su prenda antes de la hora fijada para la cita.
Llego el momento tan esperado en que la infanta fue entregada a Francia. La vispera, los dos reyes se habian entrevistado por fin para jurarse amistad, fidelidad y rubricar el tratado que cerraba las puertas de la guerra, abiertas desde hacia demasiado tiempo.
Aquel dia, en el pabellon de las Conferencias, la corte de Paris y la de Madrid se vieron frente a frente por ultima vez: la espanola, sombria, severa bajo sus terciopelos negros, y rebosante de un desprecio mudo por la francesa, variopinta con sus colores, plumas, brocados y diamantes. Y entre ambas, arrojando una sombra sobre la alegria de la paz recuperada, el drama de la separacion de dos seres que se aman y saben que nunca volveran a verse. La infanta lloraba, y la aparente impasibilidad de su padre se resquebrajaba bajo el peso del dolor.
Sylvie no vio aquella escena desgarradora, a la que Ana de Austria se esforzo en aportar el balsamo de su ternura y comprension. Con el resto de las damas que iban a formar la casa de Maria Teresa, esperaba en el alojamiento de la reina madre el momento de ser presentada. En ausencia de la duquesa de Bethune, retenida en Paris por un acceso de fiebre eruptiva, iba a asumir por primera vez ese papel de dama de compania que con tanta eficiencia habia desempenado en otro tiempo Marie de Hautefort, y no se sentia muy tranquila. De hecho, la invadia el miedo escenico, como a una actriz debutante que va a salir al escenario para recitar su primer papel. En compania de la duquesa de Navailles, dama de honor, y de dos de las «doncellas», Mademoiselles de la Mothe- Houdancourt y du Fouilloux, se encargo de conseguir que la habitacion donde la infanta pasaria su primera noche francesa — ?y su ultima noche de doncellez!- resultara tan acogedora como fuera posible. Fue un gran alivio que entre ella y la dama de honor se estableciera de inmediato una corriente de simpatia.
Suzanne de Baudean tenia treinta y cinco anos, es decir su misma edad, y estaba casada desde hacia nueve anos con Philippe de Navailles, del que tenia un hijo. Era una mujer energica y recta, amable con las personas que le gustaban, lo que no siempre ocurria, y de un humor afable pero estricto en todo lo relacionado con la moral. Su esposo, primo carnal del duque de Gramont, era coronel de un regimiento de marina y estaba con frecuencia embarcado, a las ordenes del duque de Vendome; y ella, irreprochable en su vida privada, tendia a juzgar con severidad las costumbres relajadas de sus contemporaneos.
Aquella misma manana habia reunido al batallon de las doncellas de honor y endilgado una corta arenga para hacer saber a aquellas senoritas que, como estaban al servicio de una joven princesa tan virtuosa como prudente, educada ademas a la sombra del Escorial, no podian esperar ni compasion ni debilidad en caso de que faltaran de alguna forma a sus deberes o, peor aun, al honor. En ese caso serian despedidas de inmediato sin consideracion a su familia o sus relaciones. [9] Las caras desconsoladas de las muchachas reflejaban con claridad lo que pensaban de aquel programa, y Sylvie, divertida y un tanto compadecida, no pudo evitar preguntar, una vez a solas con la dama de honor, si estaba segura de que la superintendente de la casa de la reina ratificaria siempre sus condenas.
— No me molestara mucho. Lo que le interesa a la princesa Palatina [10] es el titulo, y no la funcion, que ha obtenido despues de muchos esfuerzos y gracias a Mazarino, porque el rey no llega a perdonarle su actuacion en la epoca de la Fronda. Me extranaria que durase mucho tiempo a nuestro lado. ?Que hace en este momento, en lugar de velar por todo como lo exige su empleo? ?Piensa en las musaranas, recostada en los almohadones del gabinete de la reina madre, y dice que tiene demasiado calor! Aunque es cierto que es una gran dama -anadio Madame de Navailles con una sonrisa torcida.
— ?Tambien es muy bella! -dijo Sylvie con voz sonadora.
— ?Decid mas bien que lo es todavia! Os concedo que ha sido sublime. Por lo demas, sus aventuras son incontables. La que tuvo con el arzobispo de Reims causo un buen revuelo en su epoca. ?Curioso modelo para las doncellas de honor!
Al llegar la noche, la ciudad se ilumino. Habia candelas en todas las ventanas, linternas en todas las puertas, antorchas en centenares de manos; y al saberse que el cortejo real estaba proximo, se encendieron hogueras por doquier. Por fin, hacia las diez de la noche, hizo su aparicion la carroza real, escoltada por toda la corte a caballo: Monsieur cabalgaba junto a la portezuela derecha, y Mademoiselle junto a la izquierda. En el fondo del coche, vestida de brocado de oro y plata, iba la infanta sentada muy tiesa, hieratica como una Virgen de