— ?Segura? ?Es que no lo esta al lado de su esposo?
— Oh, el no es un mal hombre, a pesar de su caracter irritable y sobre todo interesado; pero el peor es su hermano, el caballero, que es un verdadero demonio, y al que por desgracia el mariscal hace demasiado caso. Si aquel considera un dia que una nueva alianza con una mujer rica y bien vista en la corte puede ser util para la familia, la duquesa podria pasar en Bidache una ultima temporada… un tanto malsana.
— No querreis decirme, alteza, que esa pobre mujer podria…
La mirada asustada de su nueva amiga hizo sonreir a la princesa.
— ?Oh, si! Les creo muy capaces, y la pobre Francoise no lo ignora. Tiene pesadillas espantosas cuando esta alli. Me conto que un dia habia visto el fantasma de su suegra…
— ?La madre del mariscal? ?Le ocurrio alguna desgracia?
— Es lo menos que puede decirse de ella. Escuchad…
Y Mademoiselle le conto como, un dia de 1610, el padre del mariscal, al volver a su casa sin avisar, sorprendio a su mujer, la bella Louise de Roquelaure, en conversacion intima con un primo muy querido de el, Marsilien de Gramont. Su reaccion fue inmediata: ensarto al seductor, mientras Louise conseguia huir a un convento vecino. El marido, furioso, la saco muy pronto del claustro y la llevo ante una especie de tribunal compuesto por los notables de la region, y alli ella tuvo la penosa sorpresa de encontrar el cadaver de su amante, aun no enterrado. Los dos fueron Condenados a ser decapitados, lo que se cumplio de inmediato con Marsilien; pero en cuanto a su mujer, Antonin de Gramont prefirio esperar, dado que temia las represalias de un suegro que no solo era el gobernador de Gascuna, sino ademas muy influyente en la corte. En efecto, Roquelaure apelo a la reina Maria de Medicis, y Gramont recibio la orden de «no atentar de ninguna forma contra la vida de su esposa». La orden fue comunicada a traves del consejero De Gourgues, y Gramont se encolerizo. Marcho a Paris dejando a la culpable bajo la custodia de su madre, que no era otra que la famosa Diane d'Andoins, llamada Corisande, la primera pasion del joven Enrique IV, entonces rey de Navarra. Era una mujer dura y orgullosa que soportaba mal los estragos del tiempo. Detestaba a su nuera. ?Dio o no el marido instrucciones a su madre? El caso es que el 9 de noviembre siguiente enterraron a la joven, y que Corisande se nego a que fuera acogida en el sepulcro de los Gramont…
— Se dice -concluyo Mademoiselle- que la infeliz fue arrojada al fondo de un pozo en el que Corisande la dejo morir con los huesos rotos. Por lo que a mi respecta, nunca he querido visitar Bidache, y os aconsejo que hagais lo mismo…
— ?Que horrible historia! -exclamo Sylvie, estremecida-. ?Y el hijo no intento ayudar a su madre?
— Apenas la conocia. Desde su nacimiento vivia en la casa de Corisande, en Hagetmau. De modo que si os enterais de la muerte de la duquesa, ?poned pies en polvorosa!
Sylvie no la escuchaba. Estaba mirando la mesa real, en la que Francois llenaba la copa de Luis XIV con gestos casi tiernos. Mademoiselle capto esa mirada y suspiro:
— Tambien ese os ama… y en el fondo no veo por que razon no podeis casaros con el.
La sugerencia no sorprendio a Sylvie. La princesa era desde hacia mucho tiempo la mejor amiga de Francois, su complice durante la Fronda y sin duda tambien su confidente. Sin siquiera volver la cabeza, contesto:
— Durante anos fue mi sueno imposible, y ahora lo es aun mas…
— ?Por culpa de esa desafortunada estocada? Todos estabamos un poco locos entonces, y nos acuchillabamos alegremente en familia segun estuvieramos a favor o en contra de Mazarino. Pero aunque Beaufort se batio en duelo muchas veces, nunca fue el agresor. Por eso, creo, su hermana le ha perdonado la muerte de Nemours. Tambien deberiais perdonarle vos…
— Ese perdon le corresponde a mi hijo. Cuando llegue a la edad adulta, ?y ya no falta mucho!, sabra a que atenerse; y si el perdona, yo no tendre razones para ser mas intransigente.
— ?Y si no perdona, si provoca a Beaufort a un duelo?
— Yo sabre impedirlo, aunque sea a costa de mi vida. ?Pero espero no tener que llegar hasta ese punto!
— Tambien yo lo espero. Sin embargo, seguid mi consejo: haced las paces con Beaufort. ?Tambien Jimena acabo por casarse con Rodrigo!
Esta vez Sylvie se contento con sonreir. No podia adivinar que un peligro mayor, y sobre todo mas inmediato, iba a presentarse muy pronto.
El jueves 26 de agosto, aprovechando el frescor matutino, el rey y la reina, que ya habian marchado de Fontainebleau, se sentaron en un doble trono forrado de seda flordelisada con franjas de oro, instalado en un amplio espacio herboso y ligeramente elevado, situado aproximadamente a medio camino entre el castillo de Vincennes y la puerta Saint-Antoine. [11] Por supuesto, los dos iban vestidos con la suntuosidad que el pueblo espera de sus soberanos en las ceremonias; pero en ese dia en que Paris iba a conocer a su reina, Luis XIV habia apagado voluntariamente su propio brillo con el fin de que Maria Teresa brillara aun mas. En efecto, ella llevaba un vestido de raso negro con tales bordados de oro y plata, tan enriquecido con perlas y pedreria, que no se veia el color original de la tela. Los diamantes relucian en su joven garganta, en las orejas, en los brazos, en sus manitas; y en su cabellera, peinada suelta para permitir que la admiraran, el sol de la manana arrancaba mil destellos de la corona real. Luis se contento con un atuendo enteramente bordado de plata y un solo diamante en el sombrero, bajo un penacho de plumas blancas.
La joven pareja recibio el homenaje de los cuerpos de la administracion, y sufrio con paciencia el interminable discurso del canciller Seguier, envuelto en pano de oro de la cabeza a los pies y convencido de que aquel era el dia de su triunfo: no era un secreto para nadie que el fin de Mazarino estaba proximo, y aquel imponente personaje pensaba que el cargo de primer ministro le esperaba…
Por fin, el nutrido cortejo que iba a llevar a la reina al Louvre pudo ponerse en movimiento. Luis XIV salto, con evidente alivio, a la grupa de un hermoso caballo bayo, mientras Maria Teresa se instalaba en un «carro mas bello que el que se atribuye falsamente al sol, y sus caballos habrian ganado el premio de belleza comparados con los del dios de la fabula». Desperto un entusiasmo delirante, al que respondio con sonrisas timidas primero, y despues mas confiadas, acompanadas por un gracioso gesto con la mano a medida que se elevaban los vitores a su paso. Podia ver, caracoleando delante de ella, al hombre al que ahora amaba mas que a nada en el mundo: de el, en este dia de gloria, no podian venirle mas que venturas. Aquello era muy distinto de la pompa espanola, donde el pueblo, profundamente inclinado, veia pasar en un silencio religioso a unos idolos hieraticos ataviados como relicarios de santos. En Paris la gente tambien se inclinaba, pero luego se enderezaba a toda prisa para arrojar el sombrero al aire, gritar, cantar y recitar versos:
Eran las seis de la tarde cuando, de conciertos en homenaje y de himnos en arcos triunfales, el cortejo llego por fin al Louvre, que para la ocasion se habia remozado -la larga ausencia de la corte lo habia hecho posible- y ofrecia unos aposentos renovados, tapicerias nuevas y flores por todas partes, aunque la Cour Carree todavia no estaba terminada.
En compania de Madame de Navailles y Madame de Motteville, Sylvie habia asistido al desfile desde uno de los balcones del