— ?En honor de Vuestra Majestad y de la reina madre!

— ?A quien quereis hacer creer eso? -grito Maria Teresa, que era mucho menos tonta de lo que se creia-. Los versos de los poetas, las alusiones, los homenajes, van dirigidos a ella, y a nosotras las reinas no nos queda mas que mirar… y aceptar.

— Vuestra Majestad se equivoca al ponerse en tal estado. Al rey no le gusta ver llorar. Volveria con mas facilidad a Vuestra Majestad si encontrara un rostro sonriente, un poco mas de coqueteria y una buena relacion con las mujeres que elige. Os falta adquirir mas experiencia de las cosas del mundo.

Sylvie habia intervenido entonces, bastante decepcionada al ver el papel que estaba desempenando la dama.

— ?No es culpa de la reina si sufre! Contra eso no pueden nada los razonamientos mas sensatos.

Como el rey entro en ese preciso instante, la discusion se interrumpio en seco, pero la emocion de su llegada inesperada fue tan fuerte para Maria Teresa, que empezo a sangrar en abundancia por la nariz. Aquello disgusto a Luis XIV.

— ?Ahora sangre? Hasta ahora, querida, no me ofreciais mas que lagrimas… ?Pensad en el hijo que esperais!

Y se retiro seguido de Madame de Montausier, que le hablaba al oido. Sylvie, ayudada por Molina y el joven Nabo, necesito muchos minutos para que la reina recuperara un poco de calma, pero fue el negro quien mejor consiguio distraer a su ama con canciones, risas y una especie de sortilegios murmurados en una lengua incomprensible. Nabo habia cambiado mucho en tres anos. Ahora era un muchacho de quince anos, hermoso como una estatua de bronce. La reina, con sus caprichos de embarazada, le reclamaba continuamente a su lado: se habia convertido para ella en algo tan necesario como el chocolate que bebia en tales cantidades que los dientes se le estropeaban. Naturalmente, esa presencia continua, como tambien la de la enana, incomodo a la nueva dama de honor.

«Llegara un dia en que la reina dara a luz un pequeno monstruo -decia a quien queria escucharla-. Convendria apartar de su vista unos objetos tan insolitos, que pueden influirla negativamente.»

Pero Maria Teresa no queria separarse de quienes le recordaban con tanta fuerza su infancia en el silencio enrarecido por el incienso de los palacios castellanos, y Ana de Austria le daba la razon, decidida a ayudarla con toda la influencia que aun conservaba.

Cada vez mas debilitada por el cancer que le roia interiormente, la anciana reina no ignoraba a sus sesenta y tres anos que se aproximaba a un final doloroso, y se preparaba multiplicando las estancias en su querido Val- de-Grace, o bien en las Carmelitas de la Rue du Bouloi, donde tambien acudia con frecuencia su nuera. Su querida Motteville no la abandonaba, y ella recibia casi todos los dias la visita de su confesor, el padre Montagu, antes lord Montagu, amante de la duquesa de Chevreuse y confidente de los bellos amores de antano. Madame de Fontsomme, que ahora la compadecia de todo corazon, iba tambien siempre que podia: su amistad con Motteville se iba estrechando cada vez mas, y la enferma la recibia siempre con alegria, y aun le llamaba a veces «gatita», con una sonrisa…

La tarde del regreso a Fontainebleau, una vez instalada Maria Teresa en sus grandes aposentos del Louvre, Sylvie, liberada momentaneamente de sus tareas, se hizo conducir a casa de Perceval de Raguenel, como lo hacia en cada ocasion en que la corte aterrizaba en Paris entre dos desplazamientos. Aquello le permitia reencontrar a su padrino y la atmosfera agradable de la Rue des Tournelles, y dejar cerrado la mitad del ano su hotel de la Rue Quincampoix, de modo que la mayor parte del personal marchaba a Fontsomme o a la casa de Conflans, la preferida de Sylvie. Ademas, alli tenia mas oportunidades que en cualquier otro lugar de ver a su hija, porque el afecto que esta mostraba hacia Perceval crecia cada vez mas, en tanto que el que sentia por su madre parecia disminuir.

No es que hubiese habido entre ellas ningun incidente, pero, despues de la noche de Fontainebleau en que Marie habia declarado su amor a Francois, y sobre todo despues de la marcha de su hermano con el hombre que ella se obstinaba en amar, la joven habia cambiado mucho. Aparte de sus encuentros en la corte, nunca iba a la casa de su madre mas que de paso, con la esperanza, muchas veces en vano, de tener «noticias de Philippe», aunque entre lineas era otro el nombre que se leia. Su afecto ya no tenia el calor de antes: era superficial, distraido, y parecia depender de la costumbre mas que brotar espontaneamente del corazon. En cambio, profesaba a Madame una especie de devocion, y unicamente a su lado encontraba soportable la vida; no paraba de proclamar cuanto le gustaba vivir en las Tullerias o en Saint-Cloud, y rechazaba con magnifica regularidad todos los partidos que se le presentaban. Entre sus pretendientes, Lauzun no habia sido mas que un meteoro: muy pronto le habia dado a entender que, como no ignoraba la pasion que el sentia por la princesa de Monaco, no veia ninguna razon para representar a su lado el papel poco glorioso de esposa eternamente enganada, a la que unicamente se le piden tres cosas: reflotar unas finanzas depauperadas, hacer hijos, y sobre todo callar. Pero sucedio lo contrario de lo que pretendia, y aquel lenguaje directo le valio un amigo.

— ?Caramba, mademoiselle, me gustais aun mas de lo que yo creia! Y me dais un gran disgusto: habria sido agradable pasar la vida junto a una esposa tan inteligente como bonita… Entonces ?de verdad no quereis convertiros en condesa de Lauzun?

— Con sinceridad, no niego que, aunque no sois guapo, teneis mucho encanto; por desgracia, no soy sensible a el. Pero eso no deberia apenaros: ?tantas damas os encuentran irresistible!

— ?Tampoco os tienta una asociacion franca y leal? Yo respetare las apariencias, vos me dareis un heredero o dos, y, como soy muy ambicioso, os convertireis en una gran dama.

— Pero es que espero llegar a serlo sin vuestra ayuda. Habeis de saber que he decidido casarme con un principe. ?Nada menos!

— ?Muy bien, eso es hablar claro! Entonces, si os parece bien -anadio con su inimitable sonrisa feroz-, olvidemos todo esto y seamos amigos. Pero amigos de verdad, ?como pueden serlo dos muchachos! Dado el puesto que ocupamos ambos, vos al lado de Madame y yo junto al rey, creo que podemos sernos muy utiles.

— Eso si me parece bien -dijo Marie con una amplia sonrisa-. Si me sois leal, yo tambien lo sere con vos. Asi se anudo una amistad cuyas futuras consecuencias Marie no podia prever.

En la «libreria» de Perceval, y sentada a su lado delante de la chimenea en que ardian algunos lenos y estallaban las pinas difundiendo un olor delicioso, Sylvie saboreo largamente, en silencio, uno de esos momentos de relajacion y paz que es dificil encontrar en los castillos reales, siempre poblados de miradas indiscretas, de oidos al acecho, de malevolencia y de corrientes de aire.

Con los ojos cerrados y la cabeza reposando en el respaldo alto de cuero claveteado, Sylvie dejaba decantarse la fatiga del viaje, los nervios de los ultimos minutos en Fontainebleau en las habitaciones sin muebles, el enojo de los pequenos incidentes del camino cuando todo el mundo quiere pasar delante de todo el mundo para estar mas cerca del rey. Las cortes reales siempre han engendrado cortesanos, pero los surgidos del caracter abrupto y el orgullo intratable del joven Luis XIV disgustaban a Madame de Fontsomme mas que los de otras epocas, que a su parecer conservaban al menos una apariencia de dignidad. En pocas palabras, el rey estaba domesticando a la nobleza, y eso la contrariaba hasta el punto de preguntarse si soportaria aun mucho tiempo una atmosfera que le resultaba cada vez mas irrespirable. Si no fuese por la pobre pequena reina, abandonada con tanta facilidad, y de la que se sentia cercana porque la compadecia, sin duda habria dejado su cargo.

— Quiza lo haga -dijo de repente en voz alta-, cuando la reina haya dado a luz.

Perceval, inclinado sobre un libro, levanto la cabeza y vio que sus ojos estaban abiertos de par en par.

— Lo que me asombra -dijo con suavidad- es que hayas aguantado tanto tiempo. No estas hecha para la vida de la corte. Demasiadas trampas, intrigas, hipocresias…

— Intrigas las he tenido de sobras, pero confieso que quiero mucho a nuestra pequena reina. Tambien queria cuidar del futuro de mis hijos (?en el fondo no soy tan diferente de las demas!), y ya veis en que situacion me encuentro: no veo nunca a mi hija, y desde hace tres anos no he visto a mi hijo. Solo algunas cartas cuando la flota toca en algun puerto, y la mitad me las escribe el abate de Resigny.

— No las desdenes. Te informan de la vida y los actos de Philippe mucho mejor que las que el mismo redacta. Cuando ha dicho que esta bien de salud, que adora a Beaufort y que te echa de menos, considera que ha hecho ya mas que de sobra. Nunca sera un hombre de pluma. Y ademas… estan las cartas, admito que bastante raras, que te dirige el propio duque.

Sylvie sonrio al recordarlas.

— Tampoco el sera nunca un hombre de pluma. Como al escribirme no recurre a su secretario, sigue

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