— Quiero comulgar, pero no morirme…
La convencieron, con una prisa que algunos consideraron improcedente, de que era lo mejor que podia hacer, y de que era urgente. Por su parte, Sylvie encontraba un poco sospechosa tanta prisa por administrar los santos oleos a la joven. Era como si se intentara forzar la mano de Dios, conminandole a llamar a su lado en el mas breve plazo a la responsable de aquella extrana decepcion. En esta ocasion, se guardo mucho de dar su opinion y se sumo a la ceremonia que acababa de decidirse: con gran pompa, el rey, su madre y toda la corte, portando centenares de cirios y antorchas, acompanaron en procesion el Santo Sacramento que Maria Teresa, que hizo un esfuerzo para levantarse, recibio con su dulzura y piedad habituales. Parecia resignada a una suerte que no deseaba y que suscitaba ya las plegarias de todas las iglesias de Paris.
— Me siento muy consolada por haber recibido a Nuestro Senor -suspiro-. No siento irme de este mundo mas que a causa del rey y de esta mujer -anadio, senalando a su suegra.
Luego espero una muerte que no parecia tener tanta prisa en acudir a buscarla.
Mientras, cuando una vez mas velaba a su joven reina en compania de Molina, Madame de Fontsomme recibio el aviso de que una dama queria hablar con ella a la puerta del Louvre. Se envolvio en un manto -el tiempo era horrible, frio y lluvioso como si hubiera llegado ya el invierno-, bajo y, al salir del palacio, vio un coche del que, al verla, descendio de inmediato una mujer ya mayor y vestida de negro. Reconocio en ella a Madame Fouquet, la madre de su desgraciado amigo y la unica de la familia no afectada por las ordenes de exilio, debido a su gran piedad, proxima a la santidad. Ella le entrego un paquete, despues de darle las gracias por haber bajado a hablar con ella.
— Sabeis -le dijo- que tengo grandes conocimientos de las plantas, elixires y otras cosas que sirven para remediar los sufrimientos de los cristianos. Me han descrito los males de nuestra reina y he compuesto para ella un emplasto que debe aplicarse de la manera que he escrito en este papel. Estoy segura de que, con la ayuda de Dios, sentira un gran alivio.
— De todas maneras -dijo Sylvie-, no perderemos nada con probar, porque los medicos aseguran que esta perdida…
— Lo se. Dicen incluso -anadio con una amargura que no pudo reprimir- que el rey ha hecho ya preparar sus ropas de luto. En verdad, temo que desconozca absolutamente la piedad.
Dicho lo cual, volvio a subir al coche y se alejo. Sylvie vio desaparecer el carruaje entre las rafagas de lluvia y se apresuro a volver a los aposentos reales. Alli fue directamente ante la reina madre. En efecto, no podia bajo su exclusiva responsabilidad aplicar a Maria Teresa ninguna clase de remedio.
Ana de Austria se sintio emocionada por el gesto de Madame Fouquet, por quien siempre habia sentido amistad.
— ?Pobre mujer! -suspiro-. En visperas de perder tal vez a su hijo, piensa en primer lugar en su reina. Le dare las gracias, pero conviene probar enseguida este emplasto: en la situacion en que se encuentra mi hija, no corremos ningun riesgo.
Y se produjo el milagro. El 19 de noviembre, Maria Teresa estaba completamente fuera de peligro, e incluso recuperaba fuerzas con una rapidez asombrosa.
— Hijo mio -dijo entonces la reina madre-, ?no convendria mostrar algo de gratitud a Madame Fouquet?
La respuesta fue cortante, y horrorizo a Sylvie.
— Si conocia el medio de salvar a la reina, habria sido criminal que esa mujer no lo diera a conocer. Ahora bien, si ha creido obtener de ese modo derecho a mi indulgencia hacia su hijo, se equivoca. Si los jueces le condenan a muerte, hare que lo ejecuten… ?Que ocurre, Madame de Fontsomme? Pareceis turbada.
La aludida se inclino en una profunda reverencia que le permitio disimular su rostro.
— ?Lo confieso, Sire! Pensaba que la alegria de ver sana y salva a Su Majestad la reina no dejaria lugar en el animo del rey a ningun otro sentimiento.
Se hizo un silencio tan pesado que ella no se atrevio ni siquiera a alzar la cabeza, y espero ser fulminada por un rayo.
— Pues bien, os equivocabais -dijo en tono seco Luis XIV, y se fue a pedir noticias de La Valliere, cuyo embarazo transcurria con toda normalidad. Pero la satisfaccion que sentia no le hizo olvidar a la extrana princesita que el Cielo acababa de enviarle…
Muy pronto fue evidente que estaba bien constituida, que rebosaba salud y que su piel nunca seria blanca.
Aparte de las mujeres que se ocupaban de ella, y a las que una orden del rey habia sellado los labios, nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ni siquiera su madre, con el pretexto de que necesitaba atenciones especiales debido a una enfermedad. Y asi fue, hasta el dia de diciembre en que Luis XIV convoco a la duquesa de Fontsomme y la recibio a ultima hora de la tarde, no en su gabinete sino en su habitacion, y con todas las puertas cerradas.
— Tenemos una mision delicada que confiaros, duquesa, una mision que exige el secreto mas absoluto porque incumbe al Estado; pero os sabemos discreta y leal tanto a vuestra reina como, queremos esperarlo, a vuestro rey.
— Soy la servidora de Sus Majestades.
— Bien. Hoy mismo, a medianoche, entrareis en la habitacion de… esa nina que nos ha nacido hace poco. Alli encontrareis a Molina, que os la entregara. En la salida del palacio os estara esperando un coche. Nos ocuparemos de que no os encontreis con nadie. El cochero ya ha recibido ordenes. Tambien el es una persona de toda confianza.
Si le sorprendio lo que estaba escuchando, Sylvie se guardo mucho de mostrarlo. Empezaba a saber que el rey, aunque lloraba a menudo a impulsos de una sensibilidad a flor de piel, apreciaba poco las emociones de los demas; de modo que su rostro conservo la impasibilidad del marmol.
— ?Donde debo conducir a… la princesa?
— ?Olvidad ese titulo! En cuanto a vuestro destino, lo sabe el cochero, y eso basta. Os conducira a una casa donde entregareis la nina, y el cofre que viajara con vos, a la mujer que os recibira. Luego ireis a vuestra casa. La reina no os necesitara hasta manana por la manana…cuando demos a conocer publicamente la noticia de la muerte de nuestra hija Marie-Anne.
Ella ahogo un grito.
— ?La muerte, Sire?
— ?Aparente,
— ?Puedo hacer una pregunta mas, Sire?
La sombra de una sonrisa se insinuo bajo el fino bigote de Luis XIV.
— Para ser una gran dama que sabe muy bien que no se pregunta nada al rey, nos parece que desde hace unos instantes no os privais de hacerlo. Dicho eso, preguntad.
— ?Por que yo?
— Porque a excepcion de la reina madre… y de otra que nunca me ha mentido, sois la unica mujer de mi corte en la que tengo una confianza absoluta -declaro, dejando por fin a un lado el plural mayestatico-. La reina tambien confia en vos, y por otra parte, a fin de prevenir una pregunta que no os atrevereis a hacer, esta plenamente de acuerdo conmigo. Ha comprendido muy bien que esa nina no puede vivir a la luz del dia en los palacios reales sin suscitar escandalo. Si ella lo desea, podra mas tarde ir a verla en secreto. Y acompanada unicamente por vos, por supuesto. ?Seremos obedecidos?
— El rey no lo ha dudado jamas, creo.
— ?En efecto! Id pues,
— Si Djigelli la ha perdido otro, la culpa no es suya…
— Un jefe es responsable de todos sus hombres, desde los capitanes hasta el ultimo soldado. Ademas, quizas hemos perdonado demasiado aprisa a un hombre que durante mucho tiempo fue nuestro enemigo…