Sylvie se despidio con profunda emocion de la mujer que habia sido para ella como una segunda madre: Francoise de Vendome quiso quedarse para siempre al lado del hombre al que habia amado, que le habia dado unos hijos tan hermosos y que, a despecho de su vida disipada, siempre habia sentido por ella una tierna admiracion. Iba a entrar en el convento del Calvario, donde, desde hacia ya algun tiempo, se habia hecho construir un alojamiento particular; alli queria vivir, bajo un habito religioso.

Finalmente, antes de emprender el viaje de vuelta a Paris, Sylvie quiso hacer una ultima peregrinacion: subir sola a lo alto de aquella torre de Poitiers que con tanta frecuencia habia mirado entre lagrimas de rabia, cuando sus piernecitas de cuatro anos no le permitian la ascension. Entonces se habia jurado hacerlo algun dia.

Ahora era facil; y azotada por el viento aspero de noviembre, contemplo largo rato la ciudad y el campo que se extendian a sus pies, consciente de que nunca volveria a aquel lugar. Nada tenia que hacer alli: era duquesa, igual en rango a Francois, y la torre habia sido vencida para siempre… pero no era mas feliz por ello. Hoy, junto al duque Cesar enterraba su infancia, y manana, con la reina madre, diria adios a una adolescencia demasiado breve, que ahora lamentaba que no hubiera durado mas tiempo. Porque tambien Ana de Austria se dirigia hacia una muerte que le parecia mas y mas deseable. En su gran lecho de seda y terciopelo azul bordados en oro, coronado en lo alto de cada columna por plumas azules, rosadas y blancas, soportaba un martirio cuyos dolores conseguia amortiguar cada vez menos el opio con que la atiborraban sus medicos. Tortura suprema para aquella mujer hermosa, cuidadosa de su persona y siempre delicada en sus gustos, el pecho gangrenado desprendia un olor penoso que sus mujeres se esforzaban en alejar agitando continuamente abanicos de piel impregnada con perfumes calidos.

Aquel largo suplicio se prolongo hasta enero. Una manana, levanto para mirarla una de sus bellas manos y murmuro:

— Mi mano esta hinchada… Es hora de partir. -Era hora, en efecto. Entonces se desplego el lento ceremonial que acompana a los reyes hasta su hora final, y que empezaba por una larga y minuciosa confesion.

Aquella manana, en el momento en que su carroza la dejaba a la puerta del Louvre, Madame de Fontsomme vio a la mariscala de Schomberg descender de un coche demasiado sucio de barro y nieve para no venir directamente del campo. Corrio hacia ella con una exclamacion de alegria.

— ?Como habeis llegado tan pronto, Marie? -le pregunto al tiempo que la abrazaba-. De madrugada he enviado un correo a Nanteuil para pediros que os apresurarais si queriais volver a ver viva a nuestra reina…

— Mademoiselle de Scudery, que me escribe con frecuencia (y no a mi sola, por cierto; debe de escribir un volumen todos los dias), me informo ayer de que Su Majestad iba a morir. Tiende a exagerar las cosas, pero esta vez habia un tono de verdad en su carta que me hizo ponerme en marcha esta noche.

— ?Me alegro tanto de veros, amiga mia! Por supuesto, os alojareis en mi casa. Enviad alli el coche para que cuiden y hagan entrar en calor a los caballos; yo os llevare luego en mi carroza.

Cogidas del brazo, cruzaron juntas el gran patio, que una gran nevada habia blanqueado durante la noche, y al llegar ante el Grand Degre vieron a un hombre ya de edad que subia despacio la escalinata apoyado en un baston, y al que saludaban al adelantarle algunos de los que subian a los aposentos de la reina madre. La ex Marie de Hautefort le reconocio de inmediato y lo detuvo.

— ?La Porte? ?Pero que placer inesperado! Me habian dicho que habiais jurado no volver a salir nunca de Saumur.

La alegria ilumino de subito un rostro en que las arrugas revelaban la fatiga de muchos anos de servicio, primero junto a Ana de Austria, de la que habia sido jefe de protocolo y confidente, y despues junto al joven Luis XIV, del que habia cuidado como camarero real.

— ?La senora mariscala de Schomberg! ?Y la senora duquesa de Fontsomme! Soy muy feliz… Esperaba veros al venir aqui. No voy a pediros que me informeis de vuestra salud: ?las dos permaneceis fieles al recuerdo que yo conservo!

— A pesar de todo, hemos envejecido un poco -dijo Sylvie-. Pero no es dificil adivinar la razon de vuestra venida: quereis verla una ultima vez.

— Si. Cuando fui apartado de la corte por haberme atrevido a decir lo que pensaba del cardenal Mazarino, vendi, como probablemente sabeis, mi cargo de camarero real y me retire a una pequena propiedad que poseo junto al Loira. Alli me han llegado los rumores de la muerte inminente de la que sigue siendo mi querida ama. Y he querido por ultima vez rendirle el homenaje de mi devocion y fidelidad… Luego volvere a mi casa para no salir mas de ella.

— Pues bien, vamos a saludarla juntos -dijo Madame de Schomberg emocionada-. Tan unidos como lo estuvimos en los tiempos en que no viviamos mas que para ella y su felicidad.

Naturalmente, habia mucha gente en los aposentos, en los que por una vez se hablaba en voz baja. En el Grand Cabinet, el trio encontro a D'Artagnan.

— ?Esta aqui el rey? -le pregunto Sylvie.

— Aun no, pero no tardara. He venido por propia iniciativa, para rendir un ultimo homenaje mientras aun es posible. ?Quereis entrar conmigo? La reina esta dentro, y Monsieur tambien. Madame acaba de tener una ligera indisposicion.

En la gran estancia de muebles de plata y maderas preciosas, en la que se habian vertido perfumes con generosidad, Ana de Austria, cuyo confesor acababa de retirarse, reposaba casi serena entre la blancura de las sabanas de batista que habian cambiado al amanecer y sobre las que habian dispuesto saquitos fragantes. Su hijo Philippe estaba a su lado, apretando una de las manos de ella contra su corazon, el rostro anegado en lagrimas. Su nuera rezaba al otro lado del lecho.

Detras del capitan de los mosqueteros, cuyos anchos hombros les abrian paso con facilidad, los tres visitantes llegaron hasta la balaustrada de plata que impedia el paso al espacio inmediato al lecho real. Alli, perfectamente conjuntados, los dos hombres se inclinaron al tiempo que las dos mujeres se inclinaban en profundas reverencias. La moribunda, que acababa de abrir los ojos, les vio. Una expresion de sorpresa feliz transfiguro su rostro, al ver reunidos los rostros de los testigos de sus anos jovenes y de sus amores. Les sonrio y esbozo el gesto de tenderles la mano como para atraerles hacia ella, al tiempo que se incorporaba un poco sobre la almohada, pero un suspiro doloroso siguio a la sonrisa. Los ojos se cerraron de nuevo y dejo caer suavemente su espalda y su mano.

Una voz anuncio entonces: «?El rey!», y el grupo se retiro. Los demas personajes presentes se dirigieron al Grand Cabinet: la reina madre, antes de recibir la comunion, deseaba conversar sin testigos con sus hijos, uno despues del otro. La alcoba se vacio. El rey se quedo solo con su madre… La conversacion duro mucho rato, hasta el punto de despertar, si no inquietud, al menos curiosidad. El mariscal de Gramont, al que Sylvie no veia desde el asunto Fouquet y que parecia evitarla las mas de las veces, se acerco a ella con un aire tan deliberado como si continuaran una conversacion empezada el dia anterior.

— Vos que estais en los secretos de los dioses, duquesa, ?sabeis quiza lo que la reina madre puede estar diciendo a su hijo durante tanto tiempo?

— Soy dama de la reina joven, senor mariscal, no de la reina madre. Por lo demas, no teneis mas que preguntarle al rey. Os habeis tomado tantos trabajos para ser uno de sus intimos, que sin duda os lo debe.

El la miro un tanto aturdido, y su gran nariz adquirio un tono purpura.

— Me tratais muy mal, senora. Esperaba que el tiempo…

— El tiempo no puede nada contra las amistades, senor mariscal. Proscrito, prisionero y todo lo que vos querais, el senor Fouquet sigue siendo una persona querida para mi.

— ?Y yo? ?No era tambien vuestro amigo?

— De eso hace mucho tiempo, y me asombra que todavia os acordeis. Que yo sepa, no fui yo quien os rogo que os alejarais, sino mas bien vuestra fiel consejera la Prudencia, y su primo el maestro del perfecto cortesano.

— ?Vaya! ?Quien podria creeros tan cruel? ?Habeis olvidado tal vez…?

Sylvie tomo su abanico y lo agito entre ambos como si le incomodara un olor desagradable.

— Puedo perdonar, pero nunca olvido; ni lo bueno ni lo malo. Deseabais hacer de mi vuestra querida, y tal vez ahora que la mariscala os ha dejado, planeais casaros conmigo…

— Pero yo…

— ?Dejemoslo asi, os lo ruego! Permitid que os ofrezca mi sentido pesame y sigamos cada cual nuestro

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