La idea era tan generosa como genial. Perceval la admiro sin reservas, pero muy pronto su entusiasmo se esfumo.

— Tu que conoces tan bien a Beaufort, ?como puedes creer que lo aceptara?

— Habra que convencerle. Pierre esta seguro de lograrlo. Y ademas, mi madre estara alli. A proposito, es indispensable que Ganseville la acompane en vuestro lugar.

— ?Quieres que la deje ir sola a esa trampa?

Philippe puso sus dos manos en los hombros de su viejo amigo, cuya subita tristeza le conmovia.

— No estara sola, y Ganseville se haria matar por defenderla. Ademas, ?perdonadme!, es mas joven que vos… y mucho mas experimentado con las armas.

— Imposible decir con mas gracia que soy un viejo inutil -gruno, al tiempo que sacudia los hombros para soltarse de aquel abrazo consolador-. Pero en el fondo tienes razon… A proposito, ?tu donde te alojas?

— Aqui, por supuesto, pero no de manera estable. Me muevo bastante por la region y la gente cree que he conocido aqui a Ganseville… Ahora intentad dormir. Yo voy a hacer lo mismo.

A la manana siguiente, como habian acordado, Sylvie estaba enferma. Acurrucada en su cama bajo un monton de mantas y edredones, tosia sin parar cuando D'Artagnan se presento en el albergue.

— La pobre senora ha cogido frio, seguro -le dijo la posadera, que se disponia a subir un cuenco de leche caliente-. Su senor tio esta con ella.

El pliegue de preocupacion entre las cejas del capitan se ahondo un poco mas.

— Os sigo. Es preciso que hable al menos con el.

Perceval salio de la habitacion, dejando a su pretendida sobrina en manos de la buena mujer, y llevo a D'Artagnan a su propio cuarto.

— No es razonable -le confio-. No cuida lo bastante de si misma: este viaje, cuando se nos echa encima el frio, era una locura, pero no ha querido escucharme. Desde que estuvo tan enferma evito contrariarla…

— Si esperais convencerla de que de media vuelta, estais muy equivocado. O la conozco muy mal o, si ha decidido ir a rezar delante del Santo Sudario, ira.

— ?Oh, no lo dudo…! Y cambiando de tema, ?podremos ver a Monsieur de Lauzun?

— Si. Venia a deciros que Saint-Mars os recibiria esta noche hacia las nueve. No os oculto que no ha sido facil. Nunca he conocido a un hombre mas pusilanime ni mas inquieto. Da la impresion de estar sentado encima de un barril de polvora. No se a que puede deberse. Es decididamente ridiculo. Sea como fuere lo he conseguido, pero he tenido que desvelar el incognito de la duquesa. Ha admitido que le debia algo…

— ?Algo? -dijo en tono desdenoso Raguenel-. Es valorar en muy poco su honor y su vida.

— Es lo que le he dicho, pero que quereis, ya no es mosquetero. Solo un carcelero. Y un carcelero muy bien pagado: eso hace que un hombre cambie… Bueno, voy a anunciarle la indisposicion de la duquesa y a decirle que la visita queda aplazada. De todas maneras, me quedare aqui hasta que hayais visto a Lauzun.

De repente, Perceval sintio tanto calor como Sylvie en su cama.

— Pero ?vuestras ordenes, vuestros hombres…?

— Cahuzac, mi brigadier, se pondra en camino con ellos. Yo les alcanzare mas tarde.

Era lo ultimo que deseaba Perceval, y poco falto para que empezara a gritar «?Socorro!». Sin embargo, se domino lo suficiente para reaccionar de la forma mas conveniente. Su rostro se transformo en un poema de serenidad y caridad cristiana, mientras colocaba una mano afectuosa en el hombro del mosquetero.

— No, amigo mio. No podemos aceptar que por nuestra culpa os metais en un mal paso. Ya habeis hecho mucho al obtener de Saint-Mars que nos permita abrazar al querido Lauzun. Mi ahijada no querra que hagais mas…

— Haria mucho mas por Madame de Fontsomme. Me disgusta dejarla abandonada y enferma en medio de estas montanas hostiles.

— ?No confiais en mi? -repuso Perceval con aire ofendido-. Tengo conocimientos de medicina, y puedo aseguraros que pronto estara repuesta. La peregrinacion hara el resto, y luego nos volveremos prudentemente a Paris.

— ?No veais una ofensa en mis palabras, caballero! Se muy bien que cuidais de ella como un padre. Pues bien, vendre enseguida a despedirme de ella… ?Ah, no olvidemos esto! El salvoconducto para entrar en el castillo; sin el, ni siquiera cruzariais el recinto exterior. Voy a prevenir a Saint-Mars y vuelvo…

El susto habia sido tan grande que Perceval tuvo que sentarse antes de ir a informar a Sylvie. Ella le animo.

— ?Ese querido amigo! -anadio con un suspiro enternecido-. Nos asusto cuando le vimos aqui, pero hay que reconocer que nos ha ayudado mucho sin saberlo. Su salvoconducto no tiene precio. Bien valia un rato de angustia, y habeis sabido encontrar las palabras justas.

Su agradecimiento, y tambien la profunda amistad que le profesaba, hicieron que Sylvie se comportara de una forma encantadora con el capitan, cuando vino a saludarla antes de partir. Le prometio que rezaria por el en Turin, pero no dejo de sentir un inmenso alivio cuando oyo el ruido de los caballos alejarse por el camino de la montana, y finalmente extinguirse. El tiempo frio, pero sin exageracion, se habia aclarado durante la noche. Podia suponerse que los mosqueteros no encontrarian obstaculos en su viaje… Ahora solo faltaba esperar con paciencia en la habitacion del albergue los tres dias que se habian fijado como termino para su enfermedad ficticia.

A primera hora de la tarde del cuarto, Sylvie y Perceval salieron ostensiblemente de Pignerol camino de Turin. Al cabo de un cuarto de legua, dejaron la carretera y siguieron un camino que cruzaba entre dos colinas hasta llegar a una granja en ruinas, descubierta tiempo atras por Philippe y cuyo acceso habia mostrado a Gregoire durante la «enfermedad» de su madre. Alli se encontraban Ganseville y Philippe, y alli esperaron la noche y la hora de ir a ver a Saint-Mars, al que durante la manana Sylvie habia hecho llegar una nota con su cochero, anunciandole su visita para la misma noche.

Sin duda, nunca se vacio tan despacio el reloj de arena del tiempo. Las cinco personas reunidas estaban a la vez impacientes porque empezara la aventura, y conscientes de los peligros que comportaba. Todo iba a depender de la reaccion de Saint-Mars. Si consideraba que su deuda con Sylvie quedaba pagada con una simple entrevista con un preso anodino, podia temerse cualquier cosa de el cuando supiera la finalidad real de la visita; y el caballero de Raguenel se esforzaba en ocultar el miedo creciente que le embargaba. Un miedo mas agudo por el hecho de que el no iba a estar presente: solo Pierre de Ganseville, representando su personaje, acompanaria a Madame de Fontsomme. El y Philippe tendrian que esperar en aquellas ruinas el regreso del coche. ?Si regresaba! Y no podia dar rienda suelta a su angustia porque sabia muy bien que sus companeros estaban sintiendo lo mismo.

Dos de ellos, sin embargo, experimentaban optimismo: Sylvie primero, galvanizada por la idea de rescatar a aquel que nunca habia dejado de amar. Y luego Pierre de Ganseville. Del hombre hundido en la desesperacion y acosado por las ideas de suicidio que Philippe habia encontrado en el Lacydon, no quedaba nada. La proximidad de la accion, la excitacion ante el que probablemente iba a ser su ultimo combate, le habian restituido no un coraje que formaba parte de su naturaleza, sino una vitalidad renovada. Hacia un momento, Sylvie le habia abrazado espontaneamente, sin decir nada pero con lagrimas en los ojos, al encontrarse con el por primera vez, y el recupero para ella su sonrisa de otra epoca.

— ?No hay que llorar, senora duquesa! Nada puede hacerme mas feliz que lo que vamos a hacer, si Dios quiere; y he rezado tanto que tengo plena confianza en El.

— ?Creeis sinceramente que monsenor aceptara dejaros en su lugar si conseguimos llegar hasta el?

— Tendra que hacerlo, porque la vida de reclusion que me espera es la que yo habria elegido aunque el no existiese. Habria llorado a mi querida esposa en el mas severo de los monasterios, a la espera de la hora de reunirme con ella. En la prision de Pignerol se que sere feliz, porque le sabre libre en la isla a la que quereis llevarle. Tambien alli estara cautivo, pero en una celda mas comoda, y a la vista del mar…

No habia nada que anadir.

Llego por fin la noche y, con ella, el momento de ponerse en camino. Mientras Ganseville verificaba una vez mas las armas que llevaba -dos pistolas y una daga ademas de su espada, todo ello escondido bajo su gran capa negra-, Sylvie abrazo a su hijo y a su padrino, rigidos por la no confesada angustia, obligandose a saludar su separacion con un «hasta la vista» y no con un «adios». Luego subio despacio al coche, y Ganseville la siguio.

Hicieron el camino en silencio. El tiempo seguia frio y seco, y la oscuridad no era total. La vista se acostumbraba con facilidad. De vez en cuando, Sylvie volvia la cabeza hacia su acompanante, que permanecia inmovil. Unicamente un ligero movimiento de su boca revelaba que estaba rezando. Ella no quiso distraerle. A

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