La Ferriere. La tarea resultaba dificil. Los asesinos eran la clase de personas que practican la tecnica de la tierra quemada, y no dejan a su paso nada que permita su identificacion. Salvo tal vez el sello de lacre rojo, habilmente despegado por Corentin y que, guardado entre los dobleces de un panuelo, reposaba ahora junto al pecho del joven. Pero de momento, tampoco el sello le decia nada.

Sentado junto al hogar apagado del dormitorio de Chiara, con sus largas piernas enfundadas en botas de marroquin negro extendidas ante el, contemplaba el lecho del que se habian llevado a la joven. Se encargo el mismo de preparar el cadaver: habia colocado un panuelo de encaje sobre la quemadura de la frente y envuelto el cuerpo, despues de vestirlo de nuevo lo mejor que pudo, en la colcha de damasco purpura con galones de plata; despues la habia tomado en brazos, por primera y ultima vez, a fin de depositarla en las parihuelas en que la habian transportado a la capilla. Alli habian abierto tres tumbas en el suelo enlosado. Con la ayuda de Corentin se habia ocupado de los ninos, que reposaban ahora junto a su madre, reunidos los tres con Jean de Valaines para la eternidad. Los cuerpos de las restantes victimas habian sido enterrados en un jardin previamente bendecido por los curas. Y ahora no quedaba alli nadie, salvo Corentin, el mismo y los caballos cuyos cascos resonaban de tanto en tanto contra el pavimento del patio.

Perceval agradecia ese silencio. Esperaba de el una idea, el descubrimiento de un detalle, pero no se le ocurria nada. En el exterior habian quemado las sabanas, las mantas y el colchon empapados con la sangre de Madame de Valaines. El colchon tambien habia sido acuchillado por los asesinos y la crin del relleno asomaba por varias aberturas. La misma busqueda brutal y destructora habia alcanzado a la cabecera, al baldaquin que sostenia las cortinas del lecho y tambien a los soportes que, en las cuatro esquinas, sujetaban otros tantos penachos de plumas rojas y blancas.

—Si pudiera averiguar lo que buscaban esos miserables... —murmuro el caballero al tiempo que se levantaba para dar un nuevo repaso a la habitacion.

Pero como no podia derribar las paredes con el fin de comprobar si ocultaban algun escondite, no encontro nada que no hubiera ya examinado antes con todo detalle. Sin embargo, al agacharse para mirar una vez mas debajo de la cama, vio un bulto de ropa blanca, olvidado tal vez por una criada negligente; extendio el brazo para alcanzarlo, no llego, se sirvio de su espada para llegar mas lejos, y finalmente extrajo una camisa que debia de llevar bastante tiempo alli, porque estaba bastante polvorienta.

Dudo un momento sobre que hacer, de rodillas sobre el entarimado. No necesitaba una reliquia suplementaria: le bastaba el sello de lacre rojo. Se puso en pie, miro hacia el patio por la ventana y vio que ya se habia apagado el fuego encendido alli.

Se volvio entonces hacia la chimenea, donde una mano femenina habia sustituido las provisiones de lena por un ramito de retama, retiro el cacharro de cobre donde estaban las flores, encontro algunos lenos colocados al fondo a la espera del regreso del frio, y busco con que hacer fuego. En un rincon todavia quedaban algunos libros desgarrados. Tomo un monton de hojas, y vio sobre el manto de la chimenea un jarron de porcelana con tallos de juncos secos untados de azufre, y la piedra destinada a hacerlos arder. Un momento despues se alzaban las llamas. La lena estaba seca, pero cuando echo la camisa se formo un humo espeso.

Permanecio alli unos instantes atizando el fuego, y de pronto oyo una tos. No una tosecilla para aclarar la garganta, sino la tos frenetica de alguien que se ahoga. Busco de donde podia venir, y oyo una voz debil:

—?Por favor... apagad!... Me... me estoy quemando...

Al mismo tiempo, la placa metalica de la chimenea cayo sobre los lenos y Perceval, al comprender que habia alguien alli detras, se apresuro a esparcir el fuego a puntapies y a verter encima el agua de las flores. Un instante mas tarde, una forma indistinta salio a gatas del fondo de la chimenea, tosiendo penosamente. La ayudo a incorporarse y vio que se trataba de una muchacha de trece o catorce anos, sin duda una criada joven, a juzgar por su vestido, ahora tostado por las llamas y negro de hollin. Ni siquiera era posible distinguir el color de su cabello. Ella cayo de rodillas y le suplico que le perdonara la vida. De nuevo, Raguenel la puso de pie.

—No soy un bandido, sino el escudero de la senora duquesa de Vendome. Y tu, ?quien eres? ?Has entendido lo que te he dicho?

—Si... si, monsenor.

—No me llames monsenor, basta con senor. ?Quien eres?

—Jeannette, senor, Jeannette Dean. Mi madre es Richarde, la nodriza de las senoritas. Me habian dado como senorita de compania a Mademoiselle Claire, y luego...

Rompio en sollozos convulsivos, sin duda por el recuerdo de lo que habia vivido, unido al alivio de verse milagrosamente a salvo. Y en verdad, milagro era la palabra adecuada. Encerrada en su escondite —uno de los practicados en el castillo el siglo anterior, en los momentos mas criticos de la guerra de religion, escondites que, en funcion del lugar en que se encontraran, utilizaban los catolicos o los protestantes para escapar de los sicarios del partido opuesto—, Jeannette no podia haber visto nada, pero seguramente habia oido muchas cosas.

No obstante, lo primero era calmarla, tranquilizarla.

Con paciencia, Raguenel espero a que la tormenta pasara. Poco a poco los sollozos se espaciaron y los jadeos remitieron. Cuando todo quedo reducido a suspiros, palmeo con suavidad el hombro de la muchacha:

—Debes de tener hambre y sed. Vamos a la cocina. Algo encontraremos.

Era dar pruebas de mucho optimismo: los asesinos tambien se habian dedicado al robo y al pillaje. Lo que no habian consumido alli mismo, se lo habian llevado; no habia pan en la artesa ni jamones colgando de las vigas, en las que unicamente habian dejado un par de tristes ristras de cebollas. Sin embargo Jeannette, hambrienta, rebuscaba por todas partes:

—Tenemos que preguntarle a mi madre —dijo por fin—. Es la que guarda la llave del armario de los dulces...

—?Cual es?

—Este —dijo ella, senalando una especie de alacena colocada en un rincon oscuro, y que sin duda por esa causa estaba intacta—. Pero hemos de llamar a mi madre...

El la tomo por los hombros y la hizo sentarse en un taburete:

—Pequena, tengo que decirte una cosa terrible, espantosa: tu eres la unica de toda la casa que todavia vive, aparte de la pequena Sylvie, que pudo escapar. Mas tarde podras reunirte con ella, pero ahora...

Se interrumpio; Jeannette habia roto a llorar de nuevo. En ese momento aparecio Corentin Bellec, ocupado hasta entonces en el intento de encontrar algun indicio en la libreria [10] del baron de Valaines, instalada en lo alto de una torre y saqueada por los asaltantes.

—?Abre eso con tu cuchillo! —ordeno el caballero—. Seguramente dentro habra algo que pueda comer esta pobre nina.

—?De donde la habeis sacado, senor, para que este tan negra? ?Del pais de Africa? —pregunto Corentin mientras forzaba la alacena.

—De la chimenea de la habitacion donde encontramos a Madame de Valaines. Hay un escondite que esta valiente chiquilla pudo utilizar. Estaba encerrada alli desde ayer, sin beber ni comer...

En la alacena habia potes de confitura, bizcochos y frascos de jarabes de distintos tipos. Con la ayuda de un pano de cocina humedecido, Raguenel limpio un poco el tizne de Jeannette que, algo calmada por su solicitud y sobre todo mas tranquila, comio con apetito, sin interrumpirse mas que para beber grandes tragos de agua. Una vez satisfecha y lo bastante limpia para que pudiesen constatar que era rubia y de ojos azul anil, la chica se dedico por fin a responder a las preguntas de su salvador, que, con mucha paciencia, llego finalmente a reconstruir lo ocurrido en La Ferriere durante un bello dia de verano.

Sentada en su habitacion ante el pequeno secreter, Madame de Valaines escribia una carta mientras Jeannette acababa de disponer las flores en el gran cacharro de cobre cuando, precedidos por el estruendo de una numerosa cabalgata, se oyeron los primeros gritos. La baronesa corrio a la ventana.

—?Nos atacan! —exclamo—. Pero ?quien es esa gente? ?Dios mio, mis hijos!

Se apresuro a bajar, pero Jeannette, despues de mirar a su vez por la ventana y ver caer a las primeras victimas, no la siguio. Conocia el escondite de la chimenea, que le habian ensenado un dia, jugando, sus jovenes amos. Impulsada por el panico, no dudo y activo el mecanismo, se introdujo en el estrecho espacio ventilado gracias a un conducto derivado del canon de la chimenea, se sento alli, volvio a cerrar el acceso y se quedo inmovil. Justo a tiempo. Unos segundos mas tarde, oyo que entraban en la habitacion uno o varios hombres arrastrando a la castellana, sin duda de forma muy brutal porque la oyo gemir. Hubo luego un ruido como si la arrojaran sobre la cama; y enseguida una voz dura, seca, metalica, dijo:

—?Es inutil que os defendais! Nadie vendra en vuestra ayuda. Y sabed que no saldre de aqui hasta haber

Вы читаете La Alcoba De La Reina
Добавить отзыв
ВСЕ ОТЗЫВЫ О КНИГЕ В ИЗБРАННОЕ

0

Вы можете отметить интересные вам фрагменты текста, которые будут доступны по уникальной ссылке в адресной строке браузера.

Отметить Добавить цитату
×