—?Oh, ese! Son sus locas ideas las que nos han metido en este aprieto... Sin embargo, teneis razon: hay que rezar tambien por el. No en vano monsenor de Sales, nuestro querido obispo de Ginebra, ha escrito: «Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de preferir el mas conforme a nuestro deber, y no el mas conforme a nuestro gusto.» ?Marchad, caballero! Yo voy a ver a mis hijos.

Mientras Perceval se dirigia a cumplir su piadoso deber, la duquesa entro en el aposento de su hija, donde le esperaba un curioso espectaculo: su hijo menor, sentado junto a la cama en la que, con no pocas dificultades, se habia conseguido acostar a la pequena superviviente, tenia en la suya una de las manos de la nina, en tanto que el pulgar de la otra estaba firmemente encajado en la boca. La nina, a la que habian banado, cambiado de ropa y tambien alimentado con un tazon de leche y bizcochos, habia perdido su aspecto de gatito salvaje y dormia, con la muneca a su lado. A unos pasos, Elisabeth, sentada en un taburete, con los codos en las rodillas y el menton apoyado en las manos, observaba el cuadro con una mirada perpleja. Madame de Vendome intervino:

—Y bien, ?que estas haciendo a estas horas, Francois, en el dormitorio de tu hermana? No es tu sitio. Deja a la pequena y vete a acostar. Ya ves que esta dormida.

Por toda respuesta, el muchacho retiro con cuidado la mano, y de inmediato se abrieron a un mismo tiempo los ojos y la boca de Sylvie, que emitio un grito.

—?Ya lo veis! —suspiro Elisabeth—. Durante todo el tiempo en que nos hemos ocupado de ella, Sylvie solo ha dejado de llamar a su madre para reclamar a mi hermano, al que llama «senor Angel». Me ha costado un poco comprender que se referia a el, y por fin le he mandado llamar.

—De todas maneras, madre, habia prometido venir a verla antes de irme a dormir.

—Todo esto es ridiculo. Vuelve a tus aposentos y deja que llore. Acabara por parar.

—Si, pero ?cuando? —pregunto su hija—. A mi tambien me gustaria dormir.

—Lo supongo. ?Has dicho tus oraciones?

—Aun no. No hay modo de rezar con tantos gritos.

—Dejame a mi. Vamos a rezar todos juntos. Tu tambien, Francois, ya que estas aqui...

E, inclinandose hacia la cama, tomo en brazos a la pequena, que seguia gritando, y fue con ella hasta el oratorio dispuesto en una esquina de la habitacion. Alli, la hizo arrodillarse a su lado sobre un cojin de terciopelo azul dispuesto ante una imagen de la Virgen y la obligo a juntar las manitas. Sorprendida por este trato inesperado, Sylvie callo por fin, y levanto hacia aquella gran dama magnifica y severa en su vestido de tafetan morado una mirada inquieta e impregnada aun de miedo. Parecia ver en ella un poder que era necesario tener en cuenta, pero que, pese a todo, la sonreia al tiempo que la rodeaba con sus dos brazos para mantener juntos los dedos:

—Asi esta mejor. Y ahora, la senal de la cruz —anadio, guiando el gesto de la nina, antes de entonar la oracion—: Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum...

Resultaba claro que la pequenina no habia empezado aun a ejercitarse en el latin. Su nodriza o su madre debian de colocarla sobre sus rodillas para hacerla recitar una plegaria sencilla, apropiada para los ninos. Sin embargo, aquel galimatias le parecio divertido y se lanzo a una improvisacion chapurreada que puso a dura prueba la seriedad de Elisabeth, de Francois y de las camareras arrodilladas detras de la duquesa.

Concluidos los rezos, Madame de Vendome volvio a acostar a Sylvie, le puso su muneca entre los brazos y la beso:

—Ahora tienes que dormir, pequena. Manana daras un bonito paseo en coche con... el senor Angel.

Docil, Sylvie se metio el pulgar en la boca, cerro los ojos y enseguida quedo profundamente dormida. La duquesa corrio las cortinas y se volvio hacia sus hijos:

—Partira manana por la manana con vosotros a Vendome. Esta pobre nina ya no tiene a nadie en el mundo.

Al menos que yo sepa. Solo de milagro ha escapado a una matanza general y, segun piensa el caballero de Raguenel, es posible que todavia se encuentre en peligro. Cuidareis de ella hasta que volvamos a reunimos. ?Ahora, despidamonos! Monsenor de Cospean y yo salimos dentro de una hora. Vosotros, al amanecer. Volveremos a vernos si Dios quiere...

—Madre —repuso Francois alarmado—, si vais a correr grandes peligros, yo quiero ir con vos.

—No, porque yo me debo a mi senor vuestro padre, pero tu en cambio te debes al nombre que llevas. Acabamos de ver, esta noche, como puede extinguirse en unos instantes una familia entera. No debemos correr semejante peligro. Recordad que sois de la sangre de Francia... ?y abrazadme para darme valor! —anadio entre subitas lagrimas, saliendose del personaje que se esforzaba por asumir desde la llegada del obispo para no ser sino una esposa y una madre torturada por la inquietud. Unicamente con aquellos dos podia ella abandonarse; Mercoeur, imbuido ya de su dignidad de primogenito, seguramente no la habria comprendido... o admitido.

Quedaron un instante abrazados los tres, llorando juntos, y despues, con la misma brusquedad con que se habia abandonado, Francois e se separo de ellos y salio al tiempo que ordenaba:

—Madame de Bure, ocupese de dar un purgante a nuestra hija en cuanto llegue a Vendome. Le encuentro la piel un poco manchada. Ademas, la primavera es la mejor temporada para clarificar...

El resto de sus palabras se perdio en las profundidades del castillo. La gobernanta no se preocupo lo mas minimo. Todo el mundo sabia que la duquesa era propensa a decir incongruencias. A veces de forma voluntaria; era la mejor manera de sobreponerse cuando la emocion podia llegar a paralizarla.

Mientras la huerfana pasaba su primera noche lejos de una casa que no habia de volver a ver hasta pasado mucho tiempo, empezo el baile de las sucesivas partidas. El primero fue Perceval de Raguenel, escoltando el carricoche en que iban el prior del capitulo de la iglesia principesca y un acolito; despues, una hora mas tarde, la carroza de Philippe de Cospean, que llevaba a Madame de Vendome y a Mademoiselle de Lichecourt, la acompanante preferida de la duquesa por su buen sentido, su calma imperturbable y su profunda piedad. Finalmente, al amanecer se pusieron en marcha las carrozas que habian de trasladar a los hijos de Cesar al resguardo de las murallas de la que no solo era la capital de sus dominios, sino tambien su lugar de residencia preferido.

La pequena Sylvie, para la que habia trabajado una camarera durante toda la noche con el fin de ajustar a su talla vestidos antiguos de Elisabeth, parecia haber olvidado sus penas y observo con ojos como platos los ultimos preparativos cuando salio del castillo a la luz del alba, bien acomodada entre los brazos de Madame de Bure, conmovida por la fragilidad de la pequena y su expresion de gatito desamparado. El aire era cristalino. La tormenta de la vispera y el chaparron consiguiente habian limpiado los tejados de pizarra, los marmoles del castillo que la aurora tenia de color rosado y todo el paisaje circundante. El bosque vecino despedia la fragancia de las hojas recien lavadas, la hierba nueva y la tierra mojada. En manos de los cocheros, los caballos piafaban de impaciencia, prestos a galopar hacia un destino al que evidentemente no llegarian en el dia mismo, porque entre Anet y Vendome la distancia era de unas treinta y tres leguas.

La gobernanta tendio su carga a un lacayo con el fin de disponer de mayor libertad de movimientos para subir al coche; pero Sylvie empezo a patalear y retorcerse con tanta fuerza que las manos del hombre resbalaron sobre el vestido de gro de Napoles de color violeta oscuro —lo mas parecido al luto que habian podido encontrar— y dejaron caer a la nina, que afortunadamente no se hizo dano. Apenas puesta en pie, echo a correr tan aprisa como lo permitian sus enaguas blancas y sus piernecitas, dando gritos de alegria: acababa de ver al «senor Angel» que salia a su vez del castillo en compania de su hermano Louis y del ayo y preceptor de ambos, el padre Jacques Gilies, al servicio de los jovenes principes por encargo del capitulo de la iglesia de Saint-Georges, anexa al castillo de Vendome. Era un personaje majestuoso, muy amigo de la buena mesa, que, temeroso de las corrientes de aire, caminaba con pasos cautos envuelto en una especie de sobretodo acolchado de terciopelo negro. Aparte del latin, que dominaba como un virtuoso, no sabia gran cosa, pero cantaba los oficios religiosos con una magnifica voz de bajo. Las ensenanzas que impartia no corrian el riesgo de sobrecargar en exceso el espiritu de sus alumnos, pero esa no era una cuestion que preocupara al duque ni a la duquesa: sus hijos estaban destinados a convertirse ante todo en soldados y buenos cristianos.

El digno eclesiastico consiguio evitar por poco a Sylvie, que paso por su lado a la carrera y fue a aterrizar entre las piernas de Francois lanzando gritos de alegria. El muchacho se agacho para ayudarla a levantarse, y de inmediato ella enlazo los bracitos alrededor de su cuello y le planto en la mejilla un gran beso un poco humedo.

—?Por todos los diablos! —se burlo Louis—. Se diria que habeis hecho una conquista. Esta jovencita os

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