atencion.
—Creo que conozco a los propietarios de esos caballos —dijo, senalando las monturas que acababan de entrar en la cuadra.
—Es posible, gentilhombre. Vienen de vez en cuando por aqui para asegurarse de que sus mercancias llegan en buen estado. Son mercaderes de Paris.
Las cejas de Perceval se alzaron por lo menos hasta la mitad de su frente.
—?Mercaderes? —No anadio «?Con esas caras?», pero era lo que pensaba en el fondo—. ?Y que venden?
—Pasamaneria. No siempre duermen en el albergue, pero esta vez se quedaran hasta manana a primera hora.
—?Vuelven a Paris?
—Si, claro.
—Es natural. Vaya, creo que el parecido me ha hecho equivocarme. No los conozco de nada. Por cierto, yo tambien me voy manana temprano.
—A vuestras ordenes, gentilhombre. Vuestro caballo estara listo. ?Oh, es un animal precioso!
Mientras volvia a su mesa, en la que ahora una camarera estaba colocando el cubierto —cenaria fuera para aprovechar el fresco del atardecer—, Perceval, sin perder de vista a los «mercaderes», pensaba que aquellos hombres tenian aspecto de interesarse, mas que por el comercio de la pasamaneria, por el de sogas para el verdugo. En particular sus mostachos —se parecian tanto entre ellos que debian de ser hermanos—, levantados en forma de gancho, no eran de los que suelen encontrarse detras de un mostrador.
El sol acababa de ponerse cuando la verja del castillo se abrio para dar paso a una nutrida comitiva: precedidos por un oficial, los guardias de casaca roja, impecablemente alineados de cuatro en fondo, escoltaban a una carroza de viaje lo bastante grande para llevar a un viajero acostado. No cabia duda sobre quien era el ocupante: el pesado vehiculo llevaba en las portezuelas, pintado en escarlata realzado con filetes dorados, un gran blason coronado por el capelo rojo ritual. Detras de los soldados marchaban las muias y la carreta del equipaje...
El respeto habia hecho inclinarse a todos los presentes en la Salamandre d'Or. Al paso del carruaje, Raguenel tuvo tiempo de atisbar un rostro palido y altivo, alargado por una barba en punta, y, frente a el, un religioso vestido con un sayal gris. Armand-Jean du Plessis, cardenal duque de Richelieu, y su mas fiel consejero, el padre Joseph du Tremblay, a quien se apodaba ya la Eminencia Gris, marchaban de viaje.
Cuando el cortejo se hubo alejado en direccion al sur, Perceval comento al mesonero:
—?El cardenal se va? ?A esta hora? ?No es un poco extrano?
—De ninguna manera, senor. Su Eminencia, cuya salud deja bastante que desear, soporta mal los fuertes calores. Asi el camino le resulta menos penoso.
—?Es una costumbre, entonces?
—No siempre. Solo en verano y para trayectos largos. Dicen que Su Eminencia va a reunirse con el rey, junto al Loira. Cuando el rey llama, conviene acudir con presteza.
El caballero le dio las gracias con un gesto y el hombre se alejo sin imaginar la brusca inquietud que esa marcha habia suscitado en su cliente, impresionado por las fuerzas desplegadas a la luz de las antorchas. Los uniformes rojos, la silueta roja e incluso el capuchon gris del religioso, todo le parecia amenazador. Tal vez, al saber presos a los Vendome, Richelieu corria presuroso hacia un desenlace que su odio no queria dejar escapar a ningun precio. ?Iba a aplastarlos como habian sido aplastados, tal vez por orden suya, los inocentes de La Ferriere?
A pesar de los sombrios pensamientos que lo asaltaban, Perceval consiguio dormir unas horas, pero con el canto de los gallos estaba ya dispuesto a emprender el camino. Sin embargo, refreno su impetu y, cuando los «pasamenteros» dejaron el albergue, el se encontraba tomando un desayuno compuesto por pan, mantequilla y jamon regados con un vino blanco, seco como un pedernal. Su cuenta estaba ya pagada y su caballo, ensillado, esperaba delante de la puerta.
Como buen sabueso, dejo que la presa se adelantara lo suficiente. Mejor montado que ellos, podria alcanzarlos sin dificultad. Bastaba, por consiguiente, con seguirlos de lejos hasta las proximidades de la capital, y luego, cuando el camino estuviese mas frecuentado, acortar la distancia hasta tenerlos a la vista.
Por desgracia, los dos compadres no tenian prisa. El buen tiempo les incitaba a entretenerse y Perceval, que esperaba que marcharan directamente a Paris, tuvo la desagradable sorpresa, al llegar a Bievres, de verlos instalados a la sombra de un albergue, picoteando un cestillo de fresas —la especialidad de la region— y bebiendo una jarra de vino. Parecian de muy buen humor.
Raguenel, que tenia sed, les hubiera imitado gustoso, pero eso habria sido una imprudencia mayuscula. De manera que opto por cambiar de tactica: en lugar de seguirles, les precederia. Y asi, despues de rebasar Bievres dando un rodeo para pasar inadvertido, siguio directamente hasta la puerta Saint-Jacques, en Paris, que era el termino normal del camino. Cerca del convento de los Jacobinos habia una pequena taberna tan acogedora como la de Bievres, en la que podria refrescarse mientras esperaba tranquilamente.
Una cosa le intrigaba. Los aldeanos de La Ferriere habian hablado de una docena de hombres de negro. Pero en Limours no habia mas que dos, tres contando el que habia ido a pagarles. ?Donde estaban los demas? ?Galopaban al lado de la carroza del cardenal, estaban dispersos por la region, o bien esperaban en Paris el pago que les llevaban los «pasamenteros»?
Llegado a primera hora de la tarde, nuestro viajero se instalo en el pequeno hostal y almorzo un cuarto de oca aderezado con salsa de agraz, gofres crujientes y unos vasos de un vino blanco de Aunis que no carecia de merito, pero que le obligo a luchar despues contra la somnolencia para no arriesgarse a perder la pista de su presa.
Espero bastante tiempo, hasta el punto de preguntarse si los dos hombres no se habrian quedado en Bievres para echarse una larga siesta. Por fin, les vio llegar. En los comercios se voceaba ya el cierre y las campanas de la ciudad tocaban el angelus. Raguenel monto a toda prisa en su caballo. Esta vez no podia perderlos de vista en la afluencia que se producia siempre a la hora del cierre de las puertas de la ciudad, con corrientes contrarias de personas que entraban y que salian. Por suerte, los dos sombreros adornados con plumas negras identicas facilitaban la vigilancia.
Una vez cruzada la boveda de la puerta, con su fuerte olor a orines y aceite rancio, y despues de pasar entre dos soldados distraidos que se suponia debian vigilar las idas y venidas, descendieron la colina de Sainte- Genevieve, feudo siempre mas o menos agitado de los estudiantes, entre una doble fila de colegios de aspecto venerable. Pero en lugar de dirigirse hacia el Sena, como suponia Raguenel, los dos hombres doblaron a la derecha. El dia se habia cubierto subitamente desde la entrada en Paris. Pesadas nubes negras venidas del norte se agolpaban, precipitando la llegada de la oscuridad. Un viento anunciador de tormenta levantaba un polvo acre, pero la lluvia no caia todavia.
Los dos hombres pasaron delante del College de France y rodearon la antigua mansion de los abades de Cluny donde, desde comienzos del siglo, se alojaban los nuncios del Papa. Al desembocar en el triangulo de la plaza Maubert, Raguenel se dio cuenta de que unicamente seguia a un hombre: el otro habia desaparecido como por ensalmo. El caballero resolvio continuar detras del que quedaba. Asi atravesaron, a respetuosa distancia, el amplio espacio patibulario donde el prebostazgo de Paris mantenia de forma permanente dos horcas listas para funcionar, lo que no impedia que el lugar gozara de bastante mala fama.
Por fin, el hombre se apeo de su caballo en la esquina de una callejuela estrecha, ato la brida y siguio a pie. Perceval sonrio: se trataba de un callejon sin salida conocido por el nombre de «callejon de Amboise», en el que, aparte de la noble mansion de la que recibia el nombre, unicamente habia dos casas. En una de ellas se abria una taberna de bastante mal aspecto frecuentada por «escolares» sin dinero en busca de algun buen negocio o de alguna fechoria. Fue alli donde entro el desconocido.
Seguro de que no se le escaparia, Perceval busco un sitio para atar su caballo, lo encontro cerca de la capilla de Notre-Dame de la Recouvrance des Carmes y dejo alli su montura al abrigo de un saliente. Despues se aseguro de que su espada salia con facilidad de la vaina y se dirigio hacia la puerta baja en cuyo dintel una ensena, ilegible a fuerza de rona y decrepitud, chirriaba ligeramente impulsada por la brisa del atardecer. No entro, sino que se contento con limpiar con su panuelo humedo de saliva una esquina de la ventana mas proxima. Vio entonces, sentados uno a cada lado de una mesa en la que ardia una vela, a su «pasamentero» y a un