hombre grueso de pelambrera gris e hirsuta, con una camisa de color indefinido, que debia de ser el tabernero. No habia nadie mas a la vista, era aun temprano para la clientela habitual del lugar.
De subito, el corazon de Perceval dio un vuelco: entre las manos del hombre de negro acababa de aparecer un collar de oro, perlas y pequenos rubies que habia visto muy a menudo al cuello de Chiara de Valaines. Sentaba de maravilla a su belleza morena y, como lo sabia, ella le tenia un particular aprecio y lo lucia con frecuencia. Esta vez, la duda —admitiendo que subsistiese alguna— ya no era posible...
Desenvaino la espada y, sin mas reflexion, subio los dos escalones de la entrada, abrio la puerta con un puntapie brutal, se precipito con el impetu de una bala de canon sobre los dos complices, y arranco el collar de los gruesos dedos del tabernero.
—?Donde has encontrado esto? —pregunto, colocando la punta de su espada en la garganta del bandido.
—Pues yo...
—No te canses inventando mentiras, se donde. Eres uno de los miserables que asesinaron, hace dos dias, a Madame de Valaines y a sus hijos en el castillo de La Ferriere. ?Y te aconsejo que no lo niegues, o te ensarto aqui mismo! —anadio, al tiempo que hacia desaparecer la joya en su bolsillo.
—Yo no he matado a nadie —gruno el otro—, y esas perlas me las encontre...
—No lo dudo, y puedo decirte donde: en el buro florentino de su dormitorio.
—?Y que? Tenia ordenes, y cuando me pagan bien, hago lo que me mandan.
El tabernero no se habia movido. Incluso habia apartado las manos de la mesa, como temeroso, pero era un hombre fornido y Perceval no deseaba que se mezclase en su discusion con el bandido.
—Iremos a hablar fuera —dijo, aferrandolo por el cuello del jubon—. Y tu, tabernero, no te muevas si quieres seguir vivo manana por la manana.
—?Voy a llamar a la ronda! —dijo el hombre—. No se puede amenazar asi a mis clientes...
—Haces bien en defenderlos, pero no te servira de nada. Llama a la ronda si quieres, les contare algo que les gustara. ?Vamos, tu! ?De pie! —anadio, obligando a su presa a levantarse del banco—. ?Y tu, tabernero, no te muevas o lo ensarto, pido socorro y a quien colgaran es a ti!
Dicho lo cual, arrastro a su cautivo hasta la puerta, que le hizo cruzar de un empujon, y luego hacia los dos patibulos, cuya proximidad arranco al miserable un gorgoteo horrorizado.
—?No ireis...?
—?A colgarte? Eso depende de ti —respondio Perceval, que, envalentonado por su exito inicial, se sentia con la fuerza del gigante Atlas—. Si contestas a mis preguntas, quiza te deje seguir tu camino.
Lo empujo contra el cadalso de albanileria que servia para apilar troncos y haces de lena cuando se quemaba a algun reo, y lo mantuvo pegado al muro con la punta de su espada.
—?Ahora, hablemos! Para empezar, ?cual es tu nombre?
—No estoy seguro de tener uno. Me llaman Masca-hierro.
Raguenel se echo a reir.
—Puedes intentar morder este, pero me extranara que consigas digerirlo. Ahora dime quien os recluto a ti y a tu hermano... porque supongo que tu doble, que ha desaparecido hace un rato, es tu hermano.
—Si.
—Bien. Entonces ?quien era el hombre que os mandaba en el asunto de La Ferriere?
—?No lo se!
—?De verdad?
La punta de la espada le hizo un rasguno en la garganta.
—?Os juro que no lo se! —gimio—. Ninguno de los que venian con nosotros lo sabia. Alguien nos recluto, a mi hermano y a mi, en la taberna de la Truie-qui-file. A los demas no les conocia.
—?Y al guardia que fue a pagaros en el albergue de Limours tampoco lo conocias?
Una gota de sangre resbalo por el cuello del hombre.
—Si... Fue el quien vino a la taberna. Se... se llama La Ferriere y nos acompano.
—?La Ferriere? —repitio Perceval asombrado—. Pero ?de donde sale ese nombre?
—Yo... no lo se. Solo dijo que las personas del palacete le habian robado la herencia y que esperaba recuperarla ahora que no quedaba nadie con vida.
El caballero dejo para mas tarde el examen de esa extrana pretension.
—?Y el jefe? ?Estas seguro de que no era el?
—?Oh, seguro! El jefe unicamente nos acompano la manana misma, y nadie vio su rostro. Todo lo que puedo decir es que La Ferriere le hablaba con consideracion. Cuando todo termino, desaparecio. Soc...
Raguenel no vio llegar el golpe. Unicamente sintio un punetazo en la espalda, y con un gesto automatico hundio su espada en la garganta de Mascahierro. Su grito de agonia fue lo ultimo que oyo antes de sumirse en las tinieblas.
Si Raguenel no fue a reunirse con sus antepasados aquella noche, lo debio ciertamente a su angel de la guarda, pero sobre todo a la pasion bibliofila del mariscal de Francia, que era uno de los raros militares amigos de la cultura en una epoca en que los grandes senores valoraban mas el arte de manejar la espada que el de manejar la pluma. Esa rareza se llamaba Francois, baron de Bestein, de Haroue, de Remonville, de Baudricourt y d'Ormes, nombre afrancesado en la forma de Bassompierre por Enrique IV cuando, con diecinueve anos de edad, fue llevado a su corte. Leia el latin y el griego, hablaba cuatro lenguas —frances, aleman, italiano y espanol— con la misma facilidad y poseia una magnifica biblioteca a la que dedicaba todos sus desvelos.
Gran seductor por otra parte, siempre enredado en alguna aventura de faldas, aquella noche se habia desplazado hasta una libreria del Puits-Certain frecuentada por todos los espiritus cultivados de la colina de Sainte-Genevieve para admirar, y sin duda comprar, una edicion de los
Decepcionado, el mariscal no se entretuvo tanto como esperaba y, con sus
Pero la velada decididamente no se le presentaba favorable, porque la aparicion de su gente puso a los malandrines en fuga y unicamente pudo encontrar en el lugar dos cuerpos tendidos: uno, un hombre de aspecto sospechoso, estaba muerto, y el otro, con la inconfundible apariencia de un gentilhombre, aun respiraba. Ademas, el rostro de este ultimo le trajo algun recuerdo impreciso: tenia la impresion de haberlo conocido en alguna parte.
Aporreadas por el puno autoritario de sus lacayos, se abrieron unas puertas. Aparecieron unas parihuelas sobre las que fue colocado el herido inconsciente y llevado a la mansion del mariscal, situada no lejos del Arsenal. El cielo, compadecido, no empezo a descargar sus nubes hasta que arribaron a su destino, de modo que el pequeno cortejo llego seco, pero no le ocurrio lo mismo al medico que el mariscal envio a buscar de inmediato. En cuanto a Perceval, que habia perdido mucha sangre, no tenia conciencia de lo que le habia ocurrido y seguiria asi durante varios dias, presa de una fuerte fiebre.
De modo que, al recuperar de nuevo la conciencia, se sorprendio al encontrarse en una habitacion desconocida. Una hermosa habitacion, con muebles de madera esculpida, tapiceria exquisita y techo de artesones pintados, esculpidos y dorados. Debia de ser de noche porque una lamparilla de aceite ardia en la cabecera y un lacayo dormido en un sillon roncaba con aplicacion, hundiendo la nariz en los botones de su librea roja y plata. Era ese ruido el que habia despertado a Perceval, pero de inmediato echo de menos su anterior inconsciencia: no se sentia bien y le costaba respirar. Ademas, tenia sed. Al ver cerca de su cabeza una botella y un vaso, quiso servirse, pero le asalto un dolor en el pecho tan vivo que no pudo contener un gemido. Enseguida, el lacayo se