entorno de bosques y lagunas la sedujo de inmediato. Incluso llego a preguntarse por que razon los reyes de Francia se obstinaban en pasar la estacion fria en el viejo Louvre, sombrio y hurano, cuando incluso el invierno era mas agradable aqui. Los arboles escarchados, las extensas alfombras de nieve fina que tan bien reseguian el dibujo de los jardines, todo la atraia; y se prometio volver a disfrutar alli del placer experimentado antano en los jardines de Anet y Chenonceau. De modo que a la manana siguiente, aprovechando que no estaba de servicio, Sylvie se abrigo con una gruesa capa forrada de vero, se calzo botines y guantes, y marcho a pasear por los alrededores sin avisar a nadie por miedo a que quisieran acompanarla. Tenia necesidad de estar sola, porque para ella la unica forma de descubrir las cosas es en conversacion consigo misma. Al menos asi lo pensaba, porque ignoraba aun que el descubrimiento podia resultar mucho mas agradable hecho entre dos.

Salio del patio Oval por la puerta Dorada, donde fue saludada por los centinelas; siguio la terraza que dominaba el Parterre y rodeo por fuera la sala de baile, el abside de la capilla de Saint-Saturnin y el pabellon del Tibre. Una vez alli, podia elegir entre el Parterre y el parque, y se decidio por este ultimo. El cielo estaba magnifico, de un azul muy palido atravesado por pequenas nubes gordinflonas como querubines.

Al llegar a una bifurcacion en las proximidades del pabellon Sully, dudo. ?Iria hacia el canal, que extendia su larga cinta azulada por toda la extension del parque, o hacia la zona de bosque? Eligio el segundo camino, atraida por los bosquetes de acebos con sus hojas brillantes y sus bonitos frutos redondos y rojos, y lamento no haberse provisto de un cuchillo para llevarse algunas ramas a su habitacion. Como siempre le costaba mucho renunciar a algo que deseaba, se acerco mas con la idea de que tal vez conseguiria partir las ramas con las manos, pero a los pocos pasos se detuvo de golpe: habia alguien en el bosquecillo. Dos voces, un hombre y una mujer.

Las dos voces que hablaban con animacion eran las del rey y Mademoiselle de La Fayette. En aquel momento, era el quien hablaba, y jamas habria pensado Sylvie que aquel hombre tan frio y reservado fuera capaz de expresarse con tanta pasion:

—?No me abandoneis, Louise! —suplicaba—. Soy un hombre solo, presa de todas las conspiraciones, de todos los odios y tambien de todos los desprecios. No tengo sino a vos, unicamente a vos, y si partis no me quedara nada en este triste mundo.

—?Sire, Sire, no me malinterpreteis! Lo sabeis todo de mi corazon, que es enteramente vuestro, pero os hago mas dano que bien. ?Creeis que no veo las sonrisas a mi paso, que no oigo los murmullos, las risitas burlonas? Todos acechan el momento en que no podre resistirme a vos ni a mi misma. El cardenal quiere mi marcha. La reina (y es natural) me detesta porque, por mi causa, vos la descuidais.

—?Descuidarla! Como si no supiera que de ella no cabe esperar mas que el disimulo y la traicion. Pronto hara veintidos anos de nuestro matrimonio, y ?podeis decirme que ha aportado la reina de Francia a mi reino? ?Hijos? ?Ninguno! ?Ayuda, asistencia, comprension de mi dificil tarea? Menos aun. La reina es espanola y morira espanola. ?Ah, si, lo olvidaba! Hace doce anos su corazon palpitaba por un ingles medio loco cuya «pasion» nos costo una guerra. Parece que la reina sea incapaz de amar a un frances. Y al rey menos que a cualquier otro...

—?Es vuestra esposa, Sire! ?Habeis sido unidos por Dios!

—?A ella deberiais decirselo! No, Louise, no me hableis de la reina. O entonces decidme que no me amais.

—?Oh, Sire, como podeis acusarme de que no os amo cuando no dejo de daros toda clase de pruebas de mi ternura...!

—?Entonces, dadme una todavia mayor! Dejadme llevaros a Versalles. Alli estoy en mi casa y nadie se atrevera a molestarme. ?Os tendre/a mi lado, guardada, protegida, y seremos el uno del otro lejos de todos, libres y felices por fin! Solo existiran Louise y Louis...

—?No debeis decir esas cosas! ?Por piedad! Si me amais, no digais nada mas.

—?No, no lloreis, por favor! No soporto vuestras lagrimas.

Sylvie oyo los sollozos y penso que ya se habia mostrado bastante indiscreta. Ademas, su fino oido le revelo un ruido de pasos que se aproximaban. Dejo el resguardo del bosquete en el que se habia acurrucado y, esforzandose por hacer el menor ruido posible, se dirigio hacia la gran avenida. Pero como continuamente se volvia para comprobar que no hubiese movimiento entre los matorrales de acebos, tropezo con una topera que no habia advertido y fue a caer a los pies de dos personajes de los que al principio vio unicamente los bajos de un largo ropaje rojo y un par de botas negras bastante embarradas.

—?Y bien! ?Que ocurre ahora? —pregunto una voz impaciente cuyo timbre grave hizo estremecer a Sylvie.

—Una joven que se ha perdido, a lo que parece, monsenor.

Una mano enguantada de negro la ayudo a ponerse de nuevo en pie. Reordeno entonces sus faldas y vio con consternacion que la mano en cuestion pertenecia al teniente civil, senor de Laffemas. En cuanto a la persona situada detras de este, reconocio en ella sin la menor dificultad al cardenal. Pero aun no habia tenido tiempo de recuperar del todo su compostura, cuando el hombre de los ojos amarillentos la reconocio:

—?Que feliz sorpresa! Mademoiselle de l'Isle.

—?Quien es Mademoiselle de l'Isle? —pregunto el cardenal.

—La mas joven, y tambien la mas reciente de las doncellas de honor de la reina, Vuestra Eminencia. Trabamos conocimiento hace unos dias, en la Croix-du-Trahoir. Ya he contado la anecdota a Vuestra Eminencia. Es la joven doncella a la que no gusta mi manera de aplicar la justicia del rey.

No falto mas para que Sylvie se enfadara. Se inclino en una profunda reverencia pero, toda acalorada, exclamo:

—?El nino al que vuestro caballo iba a cocear, senor, no estaba condenado que yo sepa, y tampoco estaba reclamado por la justicia del rey! Monsenor —anadio, inclinada aun en una reverencia de la que nadie la dispenso, y mirando bien de frente, alla arriba, el rostro flaco y altanero—, se trataba de un nino, el hijo del hombre al que iban a ejecutar, y su unico delito fue pedir piedad para su padre.

La voz profunda, grave, dijo despacio:

—El padre merecia su suerte. El nino tenia que haberlo sabido.

—No sabia mas que una cosa: que era su padre y que lo amaba.

Una rapida mirada de Richelieu cerro la boca de Laffemas, que iba a protestar:

—Reconozco que no merecia un trato tan brutal, pero es dificil exigir mucha mansedumbre de quien esta encargado de vigilar que se aplique la ley. Ya veis que os doy la razon, senorita. ?Me hareis el favor, a cambio, de perdonar al senor de Laffemas? Es uno de mis mejores servidores...

Mientras hablaba le tendio la mano para ayudarla a incorporarse, cosa que ella acepto gustosa antes de suspirar sin entusiasmo:

—Si ese es el deseo de Vuestra Eminencia, perdono al senor de Laffemas... ?pero a condicion de que no vuelva a empezar!

Una sonrisa inesperada y por ello tanto mas agradable ilumino el rostro severo del cardenal.

—Se guardara mucho de ello... por amor a vos. Sois valerosa, Mademoiselle de l'Isle, y esa es una cualidad que aprecio. ?Veamos hasta donde alcanza...!

Sylvie dirigio una mirada inquisitiva al cardenal.

—Son muchos los que me temen —prosiguio Richelieu—. ?Os doy miedo?

—No —respondio la muchacha sin vacilar—. Vuestra Eminencia es principe de la Iglesia, y por tanto un hombre de Dios. Nunca se debe temer a un hombre de Dios.

—Deberiais vocear esa opinion por las cuatro esquinas del reino. Me hariais un gran servicio... Pero, a proposito de voces, me ha llegado la noticia de que cantais maravillosamente... No os sorprendais: las noticias corren muy deprisa en la corte. ?Vendreis a cantar para mi?

—Me debo a la reina, monsenor...

—En ese caso le pedire que me conceda ese placer. Hasta la vista, Mademoiselle de l'Isle. ?Venid, Laffemas, regresamos!

Sylvie no habia acabado de saludar cuando la silueta alta y rigida, envuelta en un manto purpura forrado de piel de marta, se alejaba ya, reduciendo a la mediocridad la estatura del hombre negro que caminaba a su lado, encorvado en una actitud sumisa que sublevo el corazon de Sylvie. Tendria que confesarse, porque solo habia perdonado con los labios, sin que su corazon interviniese. Decididamente, no le gustaba aquel teniente civil.

Despues de una ojeada al bosquete de acebo inmovil y silencioso, se dirigio de vuelta al castillo, cuidando de acompasar el ritmo para no alcanzar a los dos paseantes, y no retuvo un suspiro de alivio cuando les vio entrar

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