en el castillo por la puerta Dauphine. Por su parte, ella siguio el mismo camino por el que habia venido. De ese modo tendria tiempo de reflexionar sobre que hacer para evitar el temible honor que le estaba reservado. Lo mejor seria contarlo todo a la reina. Acostumbrada desde antiguo a oponerse a Su Eminentisima, tal vez Ana de Austria la ayudaria a librarse de aquella prueba.
Iba tan absorta en sus pensamientos que no vio a Mademoiselle de Hautefort, abrigada entre magnificas pieles, correr hacia ella.
—?Donde estabais? —exclamo la Aurora—. ?Os buscan por todas partes!
—?Quien puede buscarme? Si no es a vos y al circulo de Su Majestad, no conozco a nadie aqui...
—?Y por que no habia de ser precisamente Su Majestad?
—?Si es ella, corramos!
Se disponia ya a hacerlo, cuando Hautefort la retuvo:
—?Un momento, por favor! ?Dejadme recuperar el aliento...! ?Uf! He corrido como una loca cuando Monsieur de Nangis me ha dicho que os habia visto pasear en direccion al parque. La verdad es que la reina no os reclama. Soy yo quien he querido evitar que hicierais una tonteria. ?No es oportuno ir por alli esta manana!
—?Porque?
En lugar de responderle, la joven hizo otra pregunta.
—?No habeis encontrado a nadie? —pregunto en tono cauteloso.
—No... es decir, si. Salia del bosquecillo que veis al fondo y me he caido justo delante del cardenal, que paseaba por ahi con el senor de Laffemas...
—?Misericordia! ?Estaba alli? Pero ?adonde iba?
—Lo ignoro. Hemos cruzado unas palabras, y despues Su Eminencia ha vuelto a palacio con su acompanante. Vos, que todo lo sabeis, ?me direis que esta haciendo aqui el teniente civil de Paris?
—Si os imaginais que pasa el tiempo en el Chatelet, os equivocais. Por encima de cualquier otra cosa, esta al servicio de la sotana roja para toda clase de trabajos sucios fuera de Paris. A fin de cuentas, cabecita de chorlito, no ha sido tan mala idea la de ir a pasear a ese rincon. Vuestra conversacion debe de haber sido escuchada, y eso habra permitido a los tortolos desaparecer discretamente.
—?De quien hablais?
—Pues del rey, al que decenas de ojos han visto llevar a Mademoiselle de La Fayette precisamente al lugar donde os encontrabais. El cardenal no desdena, de vez en cuando, dedicarse en persona al trabajo de sus espias. Gracias a vos, no habra llegado a enterarse de una conversacion que sin duda le interesaba mucho...
Sylvie se echo a reir.
—Los tortolos, como les llamais, no estaban muy lejos, os lo aseguro: exactamente en el interior del bosquete de acebos...
—?Les habeis visto?
—No, pero he oido sus voces y las he reconocido.
No queria ser indiscreta... Bueno, ?que he dicho de extrano? —pregunto, al ver el gesto de desesperacion de su companera.
—?Hace falta ser joven... o cabeza de chorlito, como os he llamado hace un momento! ?Habeis tenido ocasion de escuchar cosas que han hecho que Richelieu salga corriendo hasta el fondo del parque, a pesar de sus varias enfermedades, y os habeis tapado virtuosamente los oidos? Querida, debeis saber que en la corte la gente no para de espiarse mutuamente, y que muchos darian diez anos de existencia para sorprender la cuarta parte de la mitad de un insignificante secreto.
—No es mi caso —afirmo Sylvie, que se ruborizo por decir una mentira tan grande; pero, por simpatica que le resultara Marie de Hautefort, no queria contarle las pocas frases de amor desesperado que habia sorprendido. Le gustaba Louise de La Fayette, tan dulce, tan melancolica, tan dividida entre su deber, su conciencia y su amor, en medio del batallon burlon y a menudo malicioso de las doncellas de honor, y con las miradas de la corte fijas en ella. En cuanto al rey, tambien le inspiraba piedad porque todos parecian negarle el derecho al amor. Por el bien del Estado, el aceptaba la ferula de un hombre terrible cuyo genio (habia quien empleaba ese termino al referirse a el) se expresaba casi siempre mediante un autoritarismo despiadado.
Iba a tener muy pronto una prueba suplementaria. Cuando recorrian la terraza que domina el Parterre, vieron salir de la puerta Dorada a dos jovenes, uno de los cuales llevaba las insignias de capitan de una compania de guardias franceses. Los dos hablaban animadamente, y uno de ellos procuraba calmar al otro. El joven capitan, hermoso como un dios griego, debia de tener unos diecisiete anos y parecia muy encolerizado. El eco de sus ultimas palabras llego hasta las dos jovenes:
—... y he rehusado. Con tanta calma y respeto como he podido, pero he dicho que no.
—?Te has atrevido?
—Si, porque me gusta mi libertad. Es demasiado reciente para enterrarla ya, y...
Se interrumpio al ver a las paseantes, se quito el sombrero y las saludo con la gracia de un bailarin. Su companero le imito. Ambas correspondieron a los saludos.
—?Vaya, Monsieur de Cinq-Mars —dijo Hautefort en tono burlon—, os veo muy irritado! ?Alguien os ha disgustado, o, peor aun, habeis disgustado vos a alguien?... Soy vuestra servidora, Monsieur d'Autancourt.
—Ni una cosa ni la otra. Si se hubiera presentado cualquiera de los dos casos no estaria aqui sino en el prado, con la espada en la mano.
—?Un duelo, vos? ?Cuando el cardenal os muestra tanta benevolencia?
El encantador capitan —con su rostro delicado, de mirada intensa y boca sensual— era demasiado novicio para desconfiar de las preguntas de una mujer bonita.
—Acaba de darme una nueva prueba de ella. ?Sabeis en que quiere convertirme? ?En gran maestre del guardarropa del rey!
—?Vaya! —se extasio la joven—. ?Un bonito ascenso!
—?Ah! ?Eso creeis? ?Pues yo no opino igual! Ese cargo me obligaria a permanecer continuamente junto al rey, que es el hombre mas triste que conozco. Soy demasiado joven para comprometer asi mi libertad. Tengo amigos con los que me divierto, senorita, y...
—Y amantes con las que pasais buenos ratos...
—En efecto. De modo que me he negado de plano.
—?De plano? ?Al cardenal? ?Y no os ha enviado de camino hacia la Bastilla?
—Ya veis que no. El cardenal se ha contentado con sonreir y callar. Es un buen hombre, ?sabeis?, cuando se sabe tratarle.
—?No lo quiera Dios! Os lo dejo entero a vos. Somos vuestras servidoras, senor gran maestre.
Insinuo una reverencia de despedida, pero el companero de Cinq-Mars le pidio, ruborizado:
—?No me hareis el favor, senorita, de presentarme a vuestra amiga?
Esta vez la sonrisa de la joven fue amplia y sincera.
—Con sumo gusto. Sylvie, os presento al marques D'Autancourt, hijo del mariscal-duque de Fontsomme. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de la reina.
Desde el momento del encuentro, el joven marques no habia apartado de Sylvie unos ojos dulces bastante expresivos de que la muchacha le gustaba. El mismo no carecia de atractivo: rubio, delgado, muy joven, con una silueta elegante y agil que revelaba al hombre acostumbrado al ejercicio corporal; no era tan guapo como su camarada, pero Sylvie lo considero de inmediato mucho mas simpatico y le sonrio. Habia en el senor de Cinq-Mars un poso turbio de avidez y violencia, y una gracia languida que la disgustaba.
Intercambiaron algunas palabras corteses y se separaron. Las dos jovenes se apresuraron a regresar a los aposentos de la reina. Mientras caminaban, Sylvie se informo:
—?Quien es ese senor de Cinq-Mars?
—El pequeno protegido de Richelieu, que lo conoce desde la infancia. Es hijo del difunto mariscal d'Effiat, un gran soldado que poseia tierras en America y en Turena, ademas del magnifico castillo de Chilly, donde el cardenal se aloja con frecuencia. Gracias a el, este joven imberbe es teniente general de Turena, teniente general del gobierno del Bourbonnais y capitan de una compania de guardias. Si Richelieu toma en sus manos su porvenir, llegara a duque y par, y a uno de los mas altos cargos del reino.
—No me gusta mucho.
—Es comprensible. ?No se parece en nada al senor de Beaufort!
Sylvie se contento con ruborizarse y no respondio.