cosas. En el fondo, estaba corrupto y podrido. Su amor no era como el amor de mi madre, aunque ambos habian dejado una huella en mi.
La mayoria de los refugiados del barco se sentian felices. Las mujeres se reunian en las barandillas para hablar y mirar el mar, los hombres cantaban mientras limpiaban las cubiertas, los ninos saltaban a la comba y compartian sus juguetes. Pero cada noche, miraban fijamente mas alla de sus camarotes por los ventanucos, en busca de la posicion de la luna y las estrellas para comprobar la situacion del barco. Habian aprendido a no fiarse de nadie. Y solo entonces podian dormirse, cuando contemplaban los simbolos celestiales y se aseguraban de que todavia estaban de camino hacia Filipinas y de que no les estaban transportando a la Union Sovietica.
Si me hubieran enviado a un campo de trabajo, no me habria importado lo mas minimo. Yo ya estaba muerta.
Por el contrario, ellos se comportaban como si estuvieran agradecidos. Fregaban las cubiertas y pelaban patatas sin apenas quejarse, y hablaban de los paises que quizas les aceptarian despues de Filipinas: Francia, Australia, Estados Unidos, Argentina, Chile, Paraguay… Salmodiaban el nombre de aquellos lugares como si fueran poesia. Yo no tenia planes, ni ideas de lo que me depararia el futuro. El dolor de mi corazon era tan profundo que pense que me moriria antes de que llegaramos a puerto. Yo tambien fregaba las cubiertas junto con los otros refugiados, pero mientras ellos hacian descansos, yo seguia limpiando la maquinaria y las barandillas hasta que me sangraban las manos por los sabanones que me producia la exposicion al viento y por las ampollas. Solo me detenia cuando el supervisor me tocaba en el hombro:
– Anya, tu energia es extraordinaria, pero tienes que comer algo.
Estaba en el purgatorio, tratando de conseguir un billete de salida. Mientras siguiera sintiendo dolor en mi interior, continuaria viva. Mientras hubiera castigo, habria esperanza para la redencion.
Tras seis dias de viaje, me levante una manana con un dolor abrasador en la mejilla izquierda. La piel se me habia enrojecido y estaba aspera y llena de duros quistes que parecian picaduras de insecto. El medico del barco la examino y sacudio la cabeza en senal de desaprobacion:
– Es por culpa de la ansiedad. Se te quitara en cuanto te tomes un descanso.
Pero la desfiguracion de mi rostro no desaparecio. Permanecio en el mismo lugar durante todo el viaje, marcandome como si fuera una leprosa.
Al decimoquinto dia, el calor humedo de los tropicos nos cubrio como una nube. El agua color azul acero se transformo en un oceano azul celeste, mientras el aroma de los pinos tropicales perfumaba el ambiente. Pasamos junto a islas con abruptos acantilados y bancos de arena de coral blanco. Cada atardecer se convertia en un deslumbrante arco iris que brillaba en el horizonte. Las aves tropicales revoloteaban por encima de las cubiertas y algunas de ellas eran tan dociles que nos saltaban sobre las manos y los hombros sin ningun miedo. No obstante, aquella belleza natural hacia que muchos rusos provenientes de Shanghai se sintieran incomodos. Rumores sobre practicas de vudu y sacrificios humanos recorrieron el barco. Alguien le pregunto al capitan si era cierto que la isla de Tubabao era una colonia de leprosos, pero el nos garantizo que se habia fumigado la isla con DDT y que los leprosos se habia marchado de alli hacia mucho tiempo.
– No olviden que ustedes vienen en el ultimo barco -nos dijo-. Sus compatriotas ya estan alli, preparados para recibirles.
Al vigesimo segundo dia, se oyo el grito de un integrante de la tripulacion y todos corrimos a las cubiertas para ver por primera vez la isla. Me puse la mano sobre los ojos para protegerme del sol y mire a lo lejos. Tubabao sobresalia del mar; muda, misteriosa y envuelta en una fragil neblina. Dos gigantescas montanas, cubiertas de jungla, recordaban a las curvas de una mujer tumbada de lado. En el arco entre su estomago y sus muslos, se acurrucaba una ensenada cubierta de arena color alabastro y cocoteros. La unica senal de civilizacion era el malecon que surgia de un extremo de la playa.
Anclamos, y descargaron nuestro equipaje. Despues, durante la tarde, nos dividieron en grupos y nos trasladaron por turnos a la playa en una chirriante barcaza que apestaba a aceite y a algas. La barcaza se movia despacio, y el capitan filipino nos senalo la claridad de las aguas que estabamos surcando. Bancos de peces irisados se deslizaban bajo la embarcacion, y algo parecido a una raya se elevo desde el fondo arenoso. Yo estaba sentada junto a una mujer de mediana edad que llevaba tacones altos y un sombrero adornado con una flor de seda en el ala. Llevaba las manos cuidadosamente apoyadas en el regazo y se habia acomodado en el banco de madera astillada de tal modo que parecia estar haciendo una excursion a un balneario, aun cuando ninguno de nosotros sabia en realidad lo que ocurriria durante la hora siguiente. Me sorprendio lo absurda que se habia vuelto nuestra situacion. Los que habiamos conocido el ajetreo escandaloso, el ruido y el frenesi de una de las ciudades mas cosmopolitas del mundo, estabamos a punto de instalar nuestro hogar en una isla remota del Pacifico.
Cuatro autobuses nos esperaban al final del malecon. Estaban destartalados, las ventanillas carecian de cristales y los paneles se habian combado por el oxido. Un oficial de la marina estadounidense con cabellos parecidos a un estropajo de aluminio y la frente quemada por el sol salio de uno de los autobuses y nos indico que subieramos. No habia suficientes butacas para todos, por lo que la mayoria tuvimos que quedarnos de pie. Un muchacho me ofrecio su asiento y me hundi agradecida en el. La tela abrasadora se me pegaba a los muslos y, asegurandome de que nadie me estuviera mirando, me desenrolle las medias hasta los tobillos, me las quite y las guarde en el bolsillo. Me alivio notar el aire recorriendome las escocidas piernas y los pies.
El autobus traqueteo bamboleandose entre los surcos de un camino de tierra. El ambiente exhalaba el aroma de los platanos que bordeaban el camino. De vez en cuando, pasabamos junto a alguna cabana de nipa, y los buhoneros filipinos alzaban pinas o refrescos con gas para que los vieramos. El oficial estadounidense nos grito por encima del ruido del motor que el era el capitan Richard Connor, uno de los oficiales de la OIR establecidos en la isla.
El propio campamento estaba a muy poca distancia de la playa, pero el hecho de que el camino fuera tan accidentado hacia que el trayecto pareciera mucho mas largo. Los autobuses aparcaron junto a un cafe al aire libre, sin rastro de clientes. La barra estaba construida con hojas de palmera. Las mesas y las sillas plegables estaban semienterradas en el suelo arenoso. Observe el menu escrito en una pizarra: sepia con leche de coco, tortitas de azucar y limonada. Connor nos acompano a pie por un camino pavimentado bordeado por filas de tiendas de campana. Algunas de ellas tenian las solapas de lona enrolladas para dejar entrar la brisa de la tarde. Los interiores estaban llenos de camas de campana y cajas volcadas que hacian las veces de mesas y sillas. Muchas tenian solamente una bombilla atada con una correa al poste central y un hornillo portatil cercano a la entrada. En una tienda, las cajas estaban cubiertas por panos a juego, y la mesa estaba puesta con una vajilla hecha de cocos partidos por la mitad. Me maravillo lo que algunas personas habian logrado sacar de China. Vi maquinas de coser, mecedoras e incluso una estatua. Todas aquellas cosas pertenecian a la gente que se habia marchado al principio, los que no habian esperado a que los comunistas se plantaran ante sus puertas para evacuar.
– ?Donde esta todo el mundo? -pregunto la mujer de la flor en el sombrero al capitan Connor.
El sonrio.
– Supongo que en la playa. Cuando tengan tiempo libre, es donde, a buen seguro, querran estar ustedes tambien.
Pasamos junto a una gran tienda con los laterales abiertos. En el interior, cuatro mujeres se inclinaban sobre una tinaja de agua hirviendo. Se volvieron para mirarnos con sus rostros sudorosos y gritaron:
El capitan Connor nos condujo hasta una plaza en mitad de la ciudad de tiendas. Se subio a un escenario de madera, mientras nosotros nos sentamos bajo el sol abrasador para escuchar sus instrucciones. Nos dijo que el campamento estaba dividido en distritos, cada uno de ellos tenia su propio supervisor, una cocina comun y un bloque de duchas. Nuestra area daba la espalda a un barranco cubierto de selva, una «ubicacion desfavorable en lo relativo a la fauna, la flora y la seguridad». Por consiguiente, nuestra primera tarea seria desbrozar aquella zona. Apenas podia oir al capitan debido al latido que senti dentro de mi cabeza cuando hablo sobre las «serpientes, cuya mordedura causaba la muerte en un minuto» y sobre los piratas, que se aproximaban sigilosamente en mitad de la noche armados con gruesos machetes y que ya habian secuestrado a tres personas.
Normalmente, se colocaba a dos mujeres solas en una tienda, pero a causa de la proximidad de la jungla virgen, se puso a las mujeres de nuestro distrito en tiendas de cuatro o seis. A mi me asignaron una tienda con