Dejamos las bolsas en la veranda, encima de una tumbona, y nos hicimos con los cestos de mimbre. Los hombres que acumulaban el barro y la tierra en los cestos nos contemplaron con compasion. Al principio no llenaban los cestos hasta arriba como hacian con los demas chicos, pero a pesar de eso yo nunca habria pensado que la tierra y el barro pudieran pesar tanto. Uno de los muchachos nos enseno a colocarnos el cesto en la cadera, pero aquello no tenia nada que ver con el peso de un cubo de agua o de un fardo de ropa. La masa se derramaba a lo largo de la pierna, las varillas se escapaban del trenzado para clavarsenos en la piel, el cesto resbalaba, se nos caia sobre el pie, nos salpicaba con el estallido del barro. Entonces, igual que la primera vez que vi a David a traves de la alambrada, nos miramos y nos comprendimos mutuamente sin decir ni una palabra; hicimos el trabajo a medias, cogiendo cada uno un lado del cesto, avanzando como cangrejos, torcidos balanceando la carga para recuperar fuerzas y poder lanzar el barro al carromato. Todo el mundo nos observaba con curiosidad, como si nunca se les hubiera pasado por la cabeza la idea de unirse y sumar esfuerzos.

Al cabo de una veintena de cestos, nos dieron de comer. Pan untado con margarina, sardinas en aceite, platanos y agua azucarada en vasos de verdad. Era la primera vez que yo vivia algo asi. Todos los trabajadores, ninos y adultos, estaban sentados en una esquina, unos en una roca, otros en sus propios talones, algunos directamente en el suelo. Comiamos en silencio, con un respeto absoluto por nuestra hambre, nuestros musculos doloridos y nuestra labor. Igual tuve la impresion fugaz de ser un hombre, de haber trabajado y haberme ganado el sustento. Me senti mas fuerte, con mas confianza. Pensaba poder guardarme un trozo de pan, pero tenia demasiada hambre, al igual que David. Cuando acabo de comer, David se dirigio a la veranda para sacar de la bolsa su medicamento mientras yo le daba la espalda, refocilandome aun en ese nuevo sentimiento de comunidad, en esa virilidad de obrero, pero de pronto le oi correr sobre los adoquines.

– Raj, Raj, Raj.

Yo ya conocia ese tono de voz de David, era el tono que uso el dia que me sacaron del hospital. Me levante de golpe y vi un coche negro, largo y reluciente que se acercaba a la mansion. Alguien dijo:

– ?Atencion, el patron!

Evidentemente, ese coche enorme me resultaba muy familiar. Lo habia visto a menudo en el patio de la carcel, estaba fuera cuando protestaban los judios, era el del director. David corria con nuestras dos bolsas y, cuando llego a mi altura, tambien yo eche a correr. Uno de los trabajadores, un hombre sin rostro, sin voz, alguien al que no le habiamos dirigido la palabra, extendio las manos para intentar agarrar a David. Solo llego hasta mi bolsa, pero le corto el ritmo a David. Recuerdo el cuerpo de David saltando hacia atras, su boca abierta en una gran O, sus ojos desorbitados. Y entonces yo retrocedo, cojo a David de un brazo y me pongo a tirar de el, chillando. ?Por que grite de ese modo? David se ahoga con la correa de la bolsa y yo intento liberarle, el hombre sigue teniendolo agarrado, luce en la cara una expresion que yo interpreto como una sonrisa y eso me resulta insoportable y de repente me convierto en un monstruo, un monstruo que suelta unos tacos inconfesables que ni yo mismo entiendo, que me despellejan la lengua y la garganta, obscenidades que oi en el campamento, tiempo atras, y que suelta mi padre cuando sale del bosque completamente borracho y se dispone a pegar a su mujer y a su hijo, le lanzo esos exabruptos vergonzosos al hombre que retiene a David y que abre los ojos, sorprendido por mi lenguaje, y entonces, en ese preciso momento, ya no soy un crio, abandono sobre esos adoquines enlodados al pequeno Raj sonador e ingenuo. Es triste y dificil de reconocer, pero en esos instantes soy el digno hijo de mi padre.

El coche se detiene, la puerta se abre y hace estallar el sol sobre su piel negra, se rompe la correa de la bolsa, el frasco que contiene el medicamento de David y que mi madre preparo con sus dedos de hada y sus hierbas milagrosas se hace anicos, escupiendo en forma de estrella sus trozos de vidrio y su mejunje verdoso sobre los adoquines, y echamos a correr, corremos y corremos, perseguidos por los gritos del mestizo. Clama nuestros nombres y eso nos causa un miedo tal que nos sumergimos de nuevo en el bosque. Y este, entre el fruncido de la hojarasca, se cierra a nuestra espalda.

13.

Como si fueramos animales, la huida agudizaba nuestros sentidos. Yo lo veia todo, observaba desde lejos donde habia que saltar, cuando era necesario agacharse, preveia el giro a la izquierda, aceleraba en el momento preciso y, como si esprintara, tomaba carrerilla, daba zancadas y, sobre todo, no me paraba nunca, nunca. Oia a David detras de mi y reproduciamos los mismos gestos, que producian los mismos sonidos hasta en nuestros resoplidos rapidos y sincopados. Una rama se partia a mi paso, unos segundos despues volvia a partirse bajo los pies de David; atravesabamos un terreno cubierto de musgo y nuestros zapatos hacian el mismo ruido ahogado. Mas que nunca, David era mi sombra, el eco de mis mas pequenos movimientos, mi espejo, a veces reconfortante, a veces insoportable, y asi era como yo no podia sustraerme a mi responsabilidad y a mis decisiones, por nimias, infimas o insignificantes que fueran. Todo lo que yo hacia se imprimia en mi memoria por partida doble. Cuando escuchamos el ruido sordo del agua, apenas aminoramos la marcha, nos dirigimos de cabeza a ella sin hacernos preguntas, sin pensar en nada mas. Nos arrojamos a esa agua sucia, espesa y turbia. Arrastraba todo lo que habia cedido ante el ciclon, pero bebimos de ella con glotoneria, cerrando los ojos.

Hay que perdonarme. Esas cosas, sobre todo las que vienen a continuacion, se han quedado conmigo durante mucho tiempo. Han macerado entre otros recuerdos y el momento de explicarlas es ahora o nunca, no puedo hacerme el despistado una vez mas, tengo miedo, ?tengo setenta anos y le temo a mi memoria! Quisiera explicar exactamente lo que sucedio, es lo menos que puedo hacer por David, quisiera contar lo importante, quisiera ponerle a el, por fin, en el centro de esta historia, convertirle en un individuo, darle la oportunidad de expresar su tristeza y su dolor, pero David no hablaba de eso, no habia aprendido a pensar en si mismo, a decir, como yo podria haber hecho: anoro a mis hermanos, tengo frio en el bosque, tengo miedo, quiero volver con mi madre.

Yo eso no lo habia entendido en aquella epoca, David era para mi un companero formidable, admiraba su presencia tranquila, su fuerza insospechada, me decia que el era mas valiente que yo, que era de la cuerda de mis hermanos, con esa manera que tenia de hacer justo lo que yo esperaba de el, esa manera de sacrificarse por mi, de no decepcionarme. Ni un solo momento pense que, simplemente, no habia aprendido a pensar en si mismo y que habia visto tanta muerte y tanta desgracia que su cuerpo, su corazon y su cabeza habian dejado de existir. Atravesaba la vida como si supiera que lo que les habia ocurrido a los suyos tambien le alcanzaria a el, cantaba sus canciones aprendidas no se donde, quiero creer que fue su madre quien le metio esas palabras en la boca, a veces hablaba a toda velocidad, y ahora entiendo que se agarraba a su lengua materna, el yiddish, porque era lo unico que le quedaba. Su idioma era una especie de musica para mi; y, en el bosque, cuando caia la noche, empezaba a cantar como lo hacian ciertas personas en la carcel, al atardecer, cuando cantaban para liberarse de esa isla que detestaban, de ese pais que para ellos siempre seria una prision.

Recuerdo que un dia encargue uno de esos libros para aprender idiomas, El yiddish de bolsillo, se llamaba. Habia encontrado en una revista una hoja de pedidos y, sin pararme a pensarlo, la rellene y la envie. La espera duro dos meses, y cuando por fin llego el paquete, lo deje sobre la mesa de la cocina sin poderlo abrir de lo mucho que me temblaban las manos. Tenia la impresion de que ese paquete contenia un poco de David, de mi infancia, de aquellos dias de verano en los que, a veces, cuando David intentaba decirme algo sin exito, se enfadaba y le venia a la lengua su idioma materno. Fue mi mujer quien abrio el paquete en mi lugar y quien me puso en las manos su contenido. Era un libro pequenito, cosa que me decepciono. El paquete parecia grande porque estaba lleno de papel de embalar. Me lleve el librito al corazon y, tras respirar hondo, lo abri primero por las ultimas paginas, como esa gente que empieza los libros por el final porque no soportan la espera. Habia un lexico frances-yiddish. Busque las palabras «hermano», «hambre» y «madre», y se me llenaron los ojos de lagrimas. Cerre el libro para no volverlo a abrir jamas, pues intentaba leer en voz alta y ese silbido que salia de mi boca me golpeaba en la memoria y todo me resultaba de una tristeza insoportable.

De aquel rio, creo que solo conservo su color marron fuerte y, pese a ello, la increible sensacion de placer que nos proporciono al saciar nuestra sed. Seguimos el curso de ese arroyo durante un ratito y, cuando estuve seguro de que a nuestro alrededor solo habia una cortina de silencio, de que no caeriamos en manos del mestizo, nos detuvimos.

Es sorprendente como puede el cuerpo transformarse de pronto en un enemigo al que hay que combatir o

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