Corto una rodaja fina del mango de manera lenta y minuciosa, sosteniendola entre los dedos y el cuchillo, aspirandola. La rodaja anaranjada y reluciente se deslizo en su boca sin ruido y el se la trago sin masticarla. No se donde habia aprendido a hacerlo, pues antes, en Mapou, nos acurrucabamos, usabamos las dos manos para comer el mango, se nos caia el zumo por los antebrazos y lo pillabamos rapidamente con la lengua. Antes, en Mapou, del mango nos lo comiamos todo, la piel, el extremo algo duro que lo habia sujetado a la rama, y chupabamos el hueso un buen rato, mucho rato, hasta que, rasposo e insipido, solo servia para echarlo al fuego.

Di una vuelta alrededor de la casa, el calor habia vuelto a bajar y el silencio del bosque formaba un espeso escudo frente a nosotros. Me acerque a mi padre y les di unas vueltas en la boca a las preguntas que le queria plantear. ?Quienes eran esos senores, los prisioneros blancos? ?Eran ellos los canallas, los ladrones y los matones de Beau-Bassin? ?Por que caminaban tan lentamente, como si no les quedara en las piernas mas que la piel y unos restos de huesos? Y esos ninos delgados y debiles, ?tambien habian robado o hecho esas cosas que te llevan a la carcel? Mi padre no me invito a sentarme a su lado, no me miro, siguio con la vista plantada al frente, manoseando su cuchillito, y se levanto suspirando.

Mucho tiempo despues, cuando me converti en padre y ame a mi hijo de un modo del que no creia capaz a mi corazon, cuando cogia a mi hijo en brazos, un gesto que mi cuerpo y mis extremidades llevaban a cabo sin que me diera cuenta, nunca deje de preguntarme que le habria costado a el, a mi padre, mirarme con normalidad, sin esos ojos de loco amenazador, aunque solo fuera una vez, invitarme a que me sentara a su lado y contarme una o dos cosas de su dia, o no contarme nada y limitarse a compartir conmigo un momento de silencio nocturno, ?que le habria costado?

Pero en esa epoca, cuando mi padre estaba asi, frio y distante, yo le daba gracias a Dios, como me habia ensenado mi madre, por cada noche tranquila en la que volvia a casa sobrio, silencioso, inofensivo, con el corazon duro y plano como la piedra en la que se sentaba despues de cenar. Esa noche no le hice mis preguntas y le agradeci a Dios su enorme bondad, su gran misericordia, al habernos ofrecido una velada sin un padre que lanza la mano o los pies sobre nosotros, sobre mi madre, sobre mi.

Durante las semanas siguientes, cada mediodia le lleve el almuerzo a mi padre a la prision. Yo tenia los dias muy ocupados y ya no podia deambular tanto por el bosque. Desde hacia un tiempo, mi madre ayudaba a la costurera del pueblo, la senora Ghislaine, que vivia en una casa tan blanca que te hacia entornar los ojos al mirarla. Alrededor de la casa habia plantado dalias rojas y era muy bonito verlas, esas flores que se apretaban contra la pared, rojo sobre blanco, como hermanos y hermanas inseparables. Mi madre le echaba una mano en ano nuevo y se dedicaba, como ella decia, a los «acabados»: coser el dobladillo con solidas puntadas, anadir volantes, fruncir la cintura con pliegues regulares, cortar todos los hilos sueltos, almidonar, planchar, doblar. Durante esas vacaciones, mi madre me enviaba a primera hora de la manana a buscar vestidos, faldas, corses, enaguas, pantalones. Habia que tomar el camino de detras de la casa, andar una buena media hora y, a la entrada del pueblo, la primera casa era la residencia blanca y pespunteada de rojo de la senora Ghislaine. La costurera ponia las prendas en una sabana cuyos extremos ataba en el centro con un gran nudo. Luego me ayudaba a echarme a la espalda ese enorme fardo y, como si fuera de lo mas normal que un crio canijo como yo se las tuviera que apanar con semejante peso al hombro, volvia rapidamente a su maquina de coser negra.

Con las dos manos, yo agarraba por encima del hombro el enorme nudo y recorria de nuevo el largo camino hacia casa. La sabana resbalaba y yo tenia que ir dando caderazos para subir el fardo y volver a agarrar el nudo con firmeza. No podia detenerme, pues tendria que dejar la sabana sobre la tierra o sobre la hierba y se ensuciaria. Tenia mucho miedo de que se me cayera el hatillo, de que se desperdigaran por ahi vestidos, faldas, corses, enaguas y pantalones, y de que mi madre, al igual que mi padre, se pusiera tambien a lamentar que hubiese sido yo, Raj, el superviviente. Anil habria cargado con el fardo sin problemas, con todas sus fuerzas, y Vinod hubiese inventado un sistema para alternar mejor el peso en la espalda y lo habria llevado sonriendo, como en otras ocasiones, cuando iba cargado de cubos temblorosos con agua hasta el borde.

Era un camino largo el que yo recorria con la espalda inclinada y enseguida ardiente, con las rodillas flexionadas y los brazos y los dedos insensibles como si toda su fuerza se hubiese apagado, pero nunca deje caer el sustento de mi madre. Cuando llegaba a la casa, ella salia corriendo a recibirme, yo oia sus pasitos y las palabras que pronunciaba para compadecerme y felicitarme. Mi pobre Raj, mi pequeno Raj, mi chavalote, bravo.

En cuanto ella me liberaba de ese peso, mi cuerpo vacilaba, me caia al suelo como un pelele, unos puntitos negros se me encendian en la mirada. Mi madre me preparaba un vaso grande de agua bien azucarada y yo me la bebia chasqueando la lengua y emitiendo unos mmm que me salian del fondo de la garganta. Luego me quedaba tirado en la hierba, y a veces tenia la impresion de que la tierra se me tragaba por lo mucho que me pesaban y me dolian los musculos.

Una hora despues, iba a llevarle el almuerzo a mi padre y daba el mismo rodeo de siempre para reencontrarme con mi escondrijo. Cada mediodia esperaba, con renovados impetus a medida que pasaban los dias, volver a ver al muchacho del cabello de oro. Al Dios de la noche al que le pedia una velada tranquila, tambien le rogaba que me trajera a David. Pero durante varias semanas, y tal vez mas, no volvi a verlo. Los demas estaban alli, los timbrazos, la manera de arrastrar los pies, de permanecer inmoviles en los rincones umbrios, aparecian otros ninos flacos, pero no el que yo buscaba, el que habia llorado y al que habia acompanado en su tristeza.

Desde mi arbusto, observaba asimismo a mi padre y no me daba miedo. Mi padre abria y cerraba la verja de la prision, tenia una serie de llaves en el fondo del bolsillo que formaban una especie de bolsa a la altura del muslo. Cuando corria, a mi padre se le oia de lejos, iba haciendo clic-clac y a mi no me daba miedo.

Mi padre saludaba mucho, a menudo corria detras de los coches, les llevaba te en una bandeja a sus superiores, creo que en eso consistia todo su trabajo. Los viernes cortaba flores y se las daba al chofer del director, quien las envolvia en papel de periodico. No se hablaban, iban deprisa por miedo a que sus manos se tocaran, y a continuacion mi padre volvia a su sitio y el conductor, bajo el mango, esperaba sentado en uno de los taburetes. Esperaba al director de la carcel, un ingles llamado Singer al que yo veia de vez en cuando. Era un hombre muy bien vestido que llevaba prendas tan nuevas como esas que mi madre almidonaba y planchaba. Cuando llegaba el senor Singer, los policias se ponian firmes. Mi padre, por su parte, hacia una especie de reverencia ridicula y se quedaba inclinado de esa guisa hasta que el director estuviera dentro de la casa de las flores malvas.

En ocasiones, cuando todo estaba en calma, mi padre salia a fumar un cigarrillo bajo el porche, al lado de las buganvillas, y yo lo observaba con insistencia. En casa ya me habria pegado un grito, ?que miras, te pasa algo?, pero ahi no era mas que un senor bajito con un uniforme deslucido y la camisa por encima del pantalon -nada que ver con los policias, que llevaban la camisa por dentro del cinturon-, con lo que, en esos momentos, no me daba ningun miedo.

Cuando llevaba la bandeja con dos tazas, una tetera y galletas, y andaba a pasitos cortos, y el dobladillo del pantalon se le enganchaba en el zapato, aun que el siguiera adelante como si nada, con la mirada clavada en la bandeja, pasito a pasito, a mi me entraban ganas de tirarle piedras, me entraban ganas de que tropezara y me entraban ganas de que se pusiera furioso y se transformara en el hombre que yo conocia, alguien que no permitiria que el dobladillo del pantalon se le enganchara en la suela del zapato, que caminaria a zancadas, como para pillar carrerilla y darle mas brio a ese brazo que se dispararia hacia mi, hacia mi y hacia mi madre.

Una manana, la senora Ghislaine me dijo que era Navidad. Ya habia plegado la sabana y, en vez de volver corriendo a su maquina, me dijo con voz arrobada:

– Eres un gran chico. Ya se que es Navidad, pero que le vamos a hacer, asi son las cosas, cuando hay que trabajar hay que trabajar, ?verdad?

Era la primera vez que yo oia esa palabra y, aunque llevaba semanas en las que solo abria la boca para decir, como me habia ensenado mi madre, buenos dias, senora, gracias, senora, hasta manana, senora, pregunte:

– ?Y que es la Navidad?

Ella estaba anudando la sabana en esos momentos, pero las manos se le inmovilizaron, me miro a los ojos y se tapo la boca con la mano derecha como si quisiera ahogar un grito. Y entonces, lo recuerdo como si fuera ayer, los ojos se le llenaron de lagrimas de forma asaz repentina, como si llevara reprimiendolas toda la vida y de pronto, ante mi pregunta, no hubiera podido aguantar mas y se le hubieran desbordado subitamente. Me levanto por los sobacos con tanta facilidad como si yo fuera una maceta y me sento en el sillon. Ahi empezo a hablarme de Jesus, de ese nino que nacio en un establo, de su magnifica y perfecta madre, de esa estrella que habia guiado

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