tarjetas de credito por mil quinientos pavos. Al salir, un paseo aun mas breve me llevo a un concesionario Ford de Cahuenga, donde anunciaban una «Venta por Liquidacion de Existencias» de furgonetas usadas. Me quede una Econoline del 68, de color gris acero; pague 3.200 en metalico y conduje hacia L. A. Oeste para buscar un lugar seguro e inocuo donde vivir.

Encontre un apartamento en una calle tranquila al sur de Westwood Village y pague seis meses de alquiler por adelantado. La mayoria de los vecinos era gente mayor y mi piso de tres habitaciones estaba bien, pintado de un sosegado gris muy similar al de la furgoneta. Lo unico que quedaba por hacer en mi regreso a la sociedad era presentarme a un agente de la condicional y buscar trabajo.

Mi A. C. era una mujer llamada Elizabeth Trent. Era elegantemente liberal y derrocho empatia instantanea mientras exponia los terminos de la libertad vigilada: no robar, no mezclarse con delincuentes, no tomar drogas, conservar trabajo estable y presentarse ante ella una vez al mes. Aparte de eso, me hablo de «divertirme», de «acumular buen karma» y de que la llamara «si necesitas algo». Cuando salia de su despacho tras nuestra primera entrevista, clasifique a la mujer como una posthippie con problemas sentimentales, alguien que se entrometia en los asuntos de otros con buena intencion para aligerar su propio torbellino personal. La libertad vigilada resultaria sencilla.

Lo del empleo fue aun mas facil que mi hora mensual de portarme bien con Liz Trent. Desde el ano 1970 hasta 1974 desempene una serie de trabajos humildes escogidos segun un criterio: su capacidad para mantenerme mentalmente ocupado y alerta, sin adornos fantasiosos. Fui, sucesivamente:

Repartidor de Pizza Supreme, en un territorio que cubria una zona de Hollywood Oeste habitada mayormente por artistas sin trabajo, escritores y actores, que se hacian llevar pizza y cerveza las veinticuatro horas del dia. Encargado de noche de una libreria pornografica situada ante el notorio Hollywood Ranch Market, que abria hasta el amanecer. Friegaplatos en un bar/restaurante para solteros, en Manhattan Beach. Empaquetador en una casa de venta por catalogo especializada en articulos para bondage.

Todos estos empleos me permitian observar vidas a las que pillaba desprevenidas en pequenos momentos de flujo. Cuando trabajaba de repartidor, mas de un cliente -de ambos sexos-me abria la puerta en pelotas; en ocasiones, alguno sin dinero se ofrecia a si mismo a cambio de la pizza. El tiempo que estuve en Villa Porno fue un curso de doctorado sobre los mecanismos del sentimiento de culpa sexual y del desprecio hacia uno mismo: los hombres que compraban libros de felpudos y de folla-y-chupa eran lamentables ejemplos negativos de la fuerza que se obtiene mediante la abstinencia total.

El Big Daddy's Disco era como Objetivo indiscreto, pero en version X y tragicomica. El jefe de cocina habia abierto en la pared un agujero que daba al bano de senoras y, cuando uno levantaba el calendario de Playboy que lo tapaba, tenia una vision bizca del espejo de maquillarse y de un retrete. Todo el personal de cocina se turnaba entre malevolas risillas para espiar, aunque yo siempre esperaba a que todos se fueran a casa, a la una, y me quedaba solo para terminar la limpieza. Entonces observaba y escuchaba; veia a una sucesion de mujeres jovenes que se estremecian de placer ante la perspectiva de la cita que las aguardaba, o que lloraban ante el espejo tras una larga noche de rechazos junto a la barra. Las mujeres hablaban de hombres en terminos explicitos y recogi su lexico estilizado; esnifaban cocaina para infundirse valor y luego suavizaban con maquillaje la excesiva dureza facial que esta producia. Con un ojo aplicado al agujero, me converti en cronista mental de la desesperacion a pequena escala y fue como apisonar mi autocontrol con un martillo de terciopelo.

Yo era un objeto que asimilaba e interpretaba, y codicie el tacto de otros objetos brunidos. Atendiendo de nuevo a la Sombra Sigilosa y a mi juventud, llene el apartamento de acero mate: sacapuntas y perfiles metalicos y cuchilleria de cocina y navajas del ejercito suizo de hojas brillantes que yo mismo frote con lana de acero industrial. Con el paso de los anos, mi coleccion de navajas crecio hasta que tuve el catalogo completo del ejercito suizo montado en la pared del salon, en angulos que yo cambiaba a voluntad. Despues, empece a interesarme por las armas de fuego.

Pero lo que deseaba eran armas cortas y, como delincuente condenado que era, la ley me prohibia poseerlas. Ademas, eran caras -sobre todo si se adquirian ilegalmente-, y la idea de violar mi preciada invisibilidad para procurarmelas me resultaba aterradora: una posible apostasia que me devolveria, lo sabia, a todos mis viejos impulsos peligrosos.

Cuando me dio el enamoramiento con las armas, acababa de entrar a trabajar en Leather & Lace, la casa de venta por catalogo de articulos de sadomaso. Mi trabajo consistia en abrir los sobres que llegaban con cheques y pedidos de latigos, cadenas, collares de perro, consoladores, equipo de mazmorra y demas, preparar los pedidos mientras se comprobaba el cheque, y embalarlos cuando los de contabilidad daban el visto bueno. La sala de envios estaba hasta los topes de productos perversos fabricados en Tijuana, la mayoria de ellos elaborados con cuero negro barato y aleaciones metalicas de baja calidad. Los feos objetos me miraban con ira todo el dia y, para mantener a raya las fantasias, puse a trabajar mi mente en la tarea de convertirlas en algo util. No se me ocurrian ideas y consumia mi tiempo libre leyendo catalogos de armas. La avidez que sentia cuando hojeaba fotografias en papel cuche de los Colt y Smith & Wesson y Rugers era terrible, agravada por el hecho de que aquellos chiflados sexuales enviaran constantemente en los sobres -lo delataba el peso de las monedas- dinero en metalico. Podia quedarme con aquel dinero y el robo se atribuiria a Correos; podia obtener una identidad falsa de fuentes criminales y usar el dinero sustraido para comprar un buen Magnum o una automatica del 45.0 tambien podia robar mas dinero y comprar un arma en la calle. Cuanto mas pensaba en ello, mas alicientes le encontraba… y mas miedo me inspiraba.

Asi que no hice nada, y la nada me correspondio. Se vengo de mi.

Alla donde iba, me observaban objetos feos. Cuando salia de noche a dar largos paseos, los cubos de basura metalicos gritaban: «?Cobarde!», y los rotulos de neon destellaban con los numeros de los articulos del codigo penal de delitos tentadores. Era como si de pronto la zona de mi cerebro mas reprimida hubiera desarrollado la capacidad de pasar peliculas sin mi consentimiento.

Asi que segui sin hacer nada, y la nada siguio correspondiendome. Vengandose de mi.

Conserve el empleo en Leather & Lace y resisti el deseo de fantasear y de robar el dinero que llegaba. En marzo de 1974 termine la libertad condicional y Liz Trent me solto con un consejo: «Encuentra algo que te guste y dedicate a hacerlo lo mejor posible.» Aquellas palabras me proporcionaron un «algo» temporal que enseguida fracaso.

Al dia siguiente, estaba preparando pedidos cuando me fije en el tubo del objeto numero 114 del catalogo de la tienda, el «Asiento del Amor Anal de Anita». Vi que el diametro era ligeramente mayor que el de la boca de un S &W Magnum que me gustaba especialmente y recorde una leyenda carcelaria sobre la confeccion de silenciadores caseros. Consciente de que aquel era un antidoto casi legal a la nada, compre las herramientas necesarias y lo hice «lo mejor posible».

Una sierra para cortar metales, un ovillo de fibra metalica empleada en aislamiento de acondicionadores de aire, un roscador de tubo metalico y un pedazo de tubo de hierro de menor calibre se sumaron a veinte centimetros de «Anal de Anita» en mi sala de estar y puse manos a la obra con mis navajas del ejercito suizo. Primero serre, corte y monte las piezas; despues, con la guia de un Magnum de juguete «replica exacta», marque los filetes para enroscar el artefacto a la boca del canon. Cuando vi que quedaba bien encajado, llene el tubo con hebras de la fibra metalica y, finalmente, introduje el trozo de tubo estrecho justo en el centro. El anima, calcule, dejaria pasar una 357 de punta hueca y sobraria medio milimetro, por lo que el proyectil viajaria hacia su objetivo dando tumbos. Completado el trabajo basico, puse el silenciador en el suelo y golpee con un martillo el extremo del tubo, aplastandolo en torno al anima hasta que solo sobresalio un pequeno agujero.

Se convirtio en el objeto mas hermoso que habia visto en toda mi vida.

Pero con aquel «algo» detras de mi, la «nada» me golpeo mas y mas fuerte, recordandome que el silenciador, sin el Magnum, no era mas que un pisapapeles. Lo llevaba conmigo como talisman en mis paseos de madrugada y ahora, si los cubos de basura me miraban mal, les daba una patada, y si los coches aparcados me ofendian con sus colores chillones, usaba el silenciador para grabarles S. S. en la chapa. Era rebeldia inexperta y rabia hueca, pero sostener aquel pedazo de metal barato trabajado a mano era lo unico que impedia que el alucinogeno 187 del Codigo Penal me devorara.

Llegue a creer que un cambio de escenario mejoraria las cosas. La propia familiaridad con L. A. era peligrosa y, si podia escapar de su telarana de nostalgia y tentacion autodestructiva, estaria a salvo. Vivir en otra ciudad me infundiria cautela y acallaria las fantasias delictivas que intentaban destruirme. Tome la decision de marcharme y estableci una estricta fecha limite para hacerlo, al cabo de tres semanas: seria el 12 de abril, el dia siguiente de

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