consigna era: «Como todos los dias», y me imaginaba.sometido a una vigilancia permanente, como si cada uno de mis movimientos estuviese siendo observado por unas fuerzas igualmente anonimas, impacientes por cazarme. El cultivo consciente de la paranoia me hizo recluirme en casa por las noches, cuando me habria gustado andar por la calle y oir a la gente hablar de mi; me hizo seguir acercandome a los tablones de ofertas de empleo de la universidad para buscar trabajo, cuando habria querido gastarme en armas el dinero que tenia guardado. No me permitia coleccionar recortes de prensa sobre mi crimen, ni hacer lo que mas deseaba: trasladarme a otras ciudades y ver como me afectaba. Aquel regimen de vida redujo a ascetismo lo que deberia haber sido gozo y celebracion, y lo unico que tenia de satisfactorio en el plano emocional era la certidumbre de que aquello no hacia mas que fortalecerme.
Diez dias despues de las muertes, encontre otro empleo: limpiar de malas hierbas toda la ladera de una colina situada en el extremo del campus de la Universidad de California en Berkeley. El trabajo era tedioso - sensacion exacerbada por el hecho de no necesitar el dinero- y las conversaciones de los estudiantes que escuchaba sin proponermelo me irritaban: los temas favoritos eran el Watergate y la reciente dimision de Nixon y, cuando se dignaban a hablar de mi, terminaban pronto, tachandome de «psicopata» o «pirado». Decidi que el 2 de octubre, cuando se cumpliera un mes de las muertes, lo celebraria.
El tiempo transcurrio despacio.
Trabaje en la ladera, oi chachara de estudiantes y lei periodicos a la hora del almuerzo. La lectura de la prensa era como estar suspendido de una cuerda de ego. Los articulos que me comparaban con la familia Manson, «pero mas listo», eran como impulsos que me llevaban a las nubes; los parrafos que atribuian mis muertes al Asesino del Zodiaco -un psicopata mistico que mandaba comunicados extravagantes a la policia- me hacian sentir como si me echaran al fango. Ocho dias seguidos sin aparecer en la prensa era el abandono absoluto de una madre que arrojaba a su hijo no deseado a un vertedero de basura.
Lo peor era la lentitud con que transcurrian las noches.
A veces, camino de casa, veia polis que buscaban las cosquillas a jovenes de pelo largo y sabia, no se como, que yo habia sido el catalizador de aquel caos menor. Limpiar de maleza cunetas de calles entre la gente era satisfactorio porque alli sabia que los transeuntes conocian mis acciones, pero en casa, en el capullo de cautela que me habia creado, solo estaba yo. Y aunque el «Eres un asesino, Martin» era ahora mi identidad, aun no habia decidido proseguir los crimenes para mantenerme en las nubes.
Para el 2 de octubre, el caso del Descuartizador de Richmond era noticia rancia para los medios y el instinto me decia que la policia habia pasado a ocuparse de asuntos de prioridad mas urgente. La logica se unio a la emocion para decirme que lo celebrara, y asi lo hice.
Tarde un dia y una noche enteros en encontrar lo que buscaba, y los cuatrocientos dolares que pague fueron un precio infinitesimal en comparacion con el esfuerzo que significo hablar discretamente con una larga sucesion de maleantes del sur de San Francisco, intercambiar pedigries y amenidades criminales, y pasar luego por media docena de movidas inutiles, hasta dar con el dueno jubilado de una casa de empeno que queria liquidar «material caliente». La transaccion final fue rapida y facil y, al terminar, era el propietario ilegal de un revolver Colt 357 Magnum, modelo Python, nuevo a estrenar y nunca registrado.
De este modo pase a tener dos talismanes: uno hecho a mano, el otro ganado con ahinco. En casa, procedi a unir cilindro y boca del arma. Encajaban perfectamente y anadian un peso tactil a mi nueva identidad. La manana siguiente, camino del trabajo, compre una caja de municion de punta hueca y, con el canon de mano cargado y provisto del silenciador bajo la camisa, arranque malas hierbas de la tierra blanda hasta que oscurecio. Entonces, rodeado de luces de dormitorio y bajo el cielo estrellado, me dedique a hacer practicas de tiro.
Destello de la boca del canon, retroceso, el ruido sordo del silenciador y el sonido apagado de las balas al penetrar en el suelo removido con la azada. Olor a cordita y a tierra; luces de faros de los coches que, desde la calzada que pasaba por encima de mi cabeza, iluminaban fugazmente el crater que formaba cada proyectil. Dolor en la muneca derecha a causa de la combustion interna del Magnum; acopio en los bolsillos, despues de cada seis tiros, de los casquillos disparados; recarga a oscuras y disparar, disparar, disparar hasta que vaciaba la caja de puntas huecas y la ladera olia como un campo de batalla sin sangre. Y por fin, el regreso a casa en la furgoneta, temblando por dentro e impaciente por llegar a la autopista abierta y, simplemente, marcharme.
Pero marcharme era, en aquel punto, contrario al «como todos los dias», que implicaba quedarse. Asi pues, me quede y se me termino el trabajo de desbroce, pero continue en la universidad como bedel suplente, dedicado a barrer y pasar la fregona cuando los empleados habituales faltaban al trabajo. Estableci el dia de Accion de Gracias, 24 de noviembre, como fecha para marcharme y continue viviendo con lo minimo. Solo me permitia un lujo: la municion.
Para no levantar sospechas con compras repetidas de una sola caja, fui a San Jose e hice una compra grande, un total de 7.200 balas. Lo guarde en una zona boscosa, cerca del lado de Berkeley del puente de la Bahia, y todas las noches disparaba a blancos imaginarios en el agua. Cada fogonazo/retroceso/ruido del silenciador/chapoteo me acercaba mas a la marcha, pero todavia no sabia que significaba eso.
Lo descubri el dia antes de mi partida.
Mi silenciador casero quedo practicamente destrozado por el exceso de uso, por lo que fui al sur de San Francisco a buscar al hombre de la casa de empenos que me habia vendido la Python, para ver si conocia a alguien que pudiera venderme un repuesto profesional. El hombre sonrio a mi peticion, aparto de la pared un cuadro de barcos de vela e hizo girar el disco de la caja fuerte que habia detras. Al cabo de un momento, enrosque un silenciador Black Beauty de la CIA al canon de mi Magnum e hice entrega de quinientos dolares en retribucion. Mas que satisfecho, guarde el arma al cinto, la cubri con el faldon de la camisa y me dirigi a la furgoneta. Vi una maquina automatica de venta de periodicos y me acerque a comprar un
En el cartel se leia una exclamacion: «???El precio del pecado!!!», y debajo de estas palabras habia una reproduccion fotografica perfectamente clara, con la inscripcion «DPSF 4/9/74» al pie. El texto que se leia debajo tenia que ver con la salvacion a traves de Jesucristo, pero la foto del centro me causo tal temblor que no fui capaz de leer el mensaje con exactitud.
La cabeza cortada de Jill Eversall yacia en primer plano en intenso blanco y negro. El resto del cuerpo estaba caido a la puerta de la cocina. Mas alla, se distinguia a Steve Sifakis despatarrado en el suelo y las paredes manchadas de sangre. La Sombra Sigilosa mecanografio «amenaza amenaza amenaza amenaza» delante de mis ojos; luego, borro la linea y la reemplazo por «chifladura sin sentido no amenaza chifladura de aficionado no amenaza no malo aficionado no amenaza no malo».
Arranque el cartel del poste, hice una bola con el, lo arroje a la cuneta y lo pisotee con rabia hasta que se me empaparon las botas, sin dejar de ver los carteles de linea aerea con paisajes de Tahiti y de Japon que colgaban de las paredes de la casa de Steve Sifakis y el recuerdo original que me habia eludido hasta entonces: el del amante de Season zarandeandome, la oscuridad en la luz, los carteles parecidos en la pared, y el tipo sacudiendome de forma humillante. La Sombra Sigilosa adopto la voz de Country Joe McDonald y canto: «Cenizas a las cenizas y polvo al polvo, el tiempo de tormenta te oxida el corazon.» La voz titubeo a media estrofa, pero entendi que estaba diciendome que saliera a comprar una hermosa camara Polaroid para que hiciera compania a mi Magnum. Siguieron a esta otras instrucciones, no verbales ni mecanografiadas, sino telepaticas. Solo durante las catorce horas siguientes, mientras desarrollaba metodicamente cada tarea, cobraron vida impresa:
«Compra la camara y pelicula.
»Ve a casa y carga todas tus pertenencias en la furgoneta, incluido el mobiliario que habias planeado dejar.
»Confiale las llaves de la casa a la vieja que vive abajo.
»Compra una funda para el arma, corta un agujero en la punta para que quepa el silenciador y sujeta el Magnum a los muelles que hay debajo del asiento del conductor en la furgoneta.
»Duerme bien y manana por la manana, bien temprano, toma la Ruta 66 Este hacia la frontera de Nevada.
»Cuando hayas dejado atras la zona de San Francisco, deshazte de todos los muebles, excepto del colchon.
»Ten a mano la Polaroid.»
