cargaba contra los muebles de mi cuarto y volcaba sillas y mesitas de noche. La primera vez, Reinhardt acudio corriendo, preocupado. Luego, cada dia se fue inquietando mas y, a medida que las mananas de pesadilla continuaban, estas eclipsaban nuestras horas de contar historias. Finalmente adverti que la preocupacion del hombre se convertia en disgusto. Yo no era el tipo duro que el habia imaginado; Lansky y Dillinger me habrian considerado un mariquita y el tambien lo era por compartir sus secretos con alguien tan debil.

Rheinhardt paso a contarme sus historias en un tono vago y Ross adoptaba los muchos rostros de sus personajes. Supe que habia llegado la hora de cargarme al viejo o largarme de alli.

Como sabia que un episodio mas de gritos y golpes en mi cuarto impulsaria a Rheinhardt a decirme que me marchara, desbarate las pesadillas potenciales quedandome despierto para planificar. Al cabo de una noche sin dormir, habia aprendido a imitar perfectamente la caligrafia del viejo; al cabo de dos, habia escrito notas a Visa, Diner's Club y American Express. Mi tercera noche consistio en un viaje al lado sur de Kalamazoo, donde me agencie media docena de pastillas de Seconal de un gramo y medio. La cuarta noche, sucio, atontado, exhausto y aturdido por llevar 108 horas sin dormir, seria cuando atacaria.

Primero eche el Seconal en el vaso de leche con Canadian Club que Rheinhardt se tomaba antes de acostarse. Se lo bebio como cada noche y, al cabo de media hora, lo encontre dormido en el suelo de su habitacion, con el pijama a medio poner. Lo deje alli y recorri la casa con un pano humedo, limpiando todas las paredes y los muebles de las habitaciones en las que habia estado. Despues de haber destruido estas pistas basicas, baje al sotano y me agencie el dinero de Rheinhardt, metiendome los gruesos fajos de billetes en los bolsillos. Luego corri los dos kilometros cuesta arriba que llevaban a la terminal de autobuses de Kalamazoo y cogi el ultimo autobus nocturno a Benton Heights, sin que me sobrara ni un minuto. Una hora mas tarde, y con ochocientos dolares de Wildebrand menos, me hallaba sentado al volante de un Muertemovil II que ahora circulaba suave como la seda, dirigiendome de nuevo a la casita de mazapan.

Cuando volvi a entrar en el edificio fue como si me frotaran las terminaciones nerviosas con papel de lija y el corazon empezo a latirme con tanta fuerza que temi que me estallara en pedazos antes de completar el asesinato. Notaba un nudo en la garganta, las manos me temblaban y el sudor me zumbaba en la piel como si yo fuera un cable cargado. Lo unico que me impidio implosionar fue la necesidad de concentrarme en no tocar nada.

Subi corriendo los peldanos que llevaban al dormitorio de Rheinhardt. Este seguia en el suelo y una venita que le palpitaba en el cuello me indico que aun estaba vivo. Fui a mi habitacion, cogi las tres cartas a las companias de las tarjetas de credito y volvi al cuarto del viejo para registrar el escritorio y el armario en busca de los talonarios de cheques.

– ?Impostor! -oi, cuando iba a cogerlos, y al volverme vi que Rheinhardt me apuntaba con un rifle de dos canones-. ?IMPOSTOR!

Nos acercamos el uno al otro. Agarre el 38 por el canon y lo saque del cinto. Rheinhardt apreto los dos gatillos. Los percutores golpearon las dos camaras vacias y el me sonrio antes de caer muerto a mis pies. Al cabo de otra hora, en un saliente rocoso que dominaba el lago Michigan, le di la ejecucion formal que su dignidad merecia: dos disparos en la cabeza y una sepultura. Con su legado en la guantera, me largue cumpliendo el limite de velocidad de cincuenta kilometros la hora y sintiendome fresco y descansado. Pense en Ross y murmure:

– Mira, papa, no temas.

Y segui buscando a alguien con documentos de identidad apropiados a quien dar muerte.

20

Las siguientes maximas conforman un sumario de los meses posteriores y describen epigramaticamente ciertos peligros inherentes a rondar por Estados Unidos matando gente:

«Busca y encontraras.»

«Es el viaje, no el destino.»

«Cuidado con lo que deseas.» «Puedes huir, pero no esconderte.»

El hombre perfecto aparecio tambaleandose delante de mi parabrisas en un tramo desierto de la U.S. 6, al este de Columbus, Ohio, una tarde de abril de 1981. Al cabo de diez kilometros, ya habia oido toda la historia de su vida: las desavenencias familiares, los hurtos en tiendas, los robos, los reformatorios, la carcel, la libertad condicional y la busqueda del «gran golpe». Al anochecer, nos desviamos de la carretera para compartir una botella que yo asegure tener y, momentos despues, le pegue dos tiros en la cabeza. En los bolsillos encontre documentos de identidad pertenecientes a William Robert Rohrsfield, nacido un mes despues que yo y que pesaba tres kilos mas: lo unico que nos diferenciaba. Enterre a Martin Plunkett bajo el duro suelo cerca de la Interestatal y me converti en Billy Rohrsfield. La ironia de transformarme en un colega ladron, combinada con el credito infalible del abuelo Rheinhardt, me hicieron sentir relajado, engreido y elegante. De alli pase a una euforia muda e insomne que era como un billete de ida permanente a Panacealandia, a la Ciudad de la Abundancia, a la Gran Satisfaccion. De haber sido capaz de articular palabra en mi trance, me habria dicho a mi mismo que, a los treinta y tres anos, todas mis necesidades estaban cubiertas, habia alcanzado todos mis destinos, habia saciado todas mis curiosidades y deseos. Y en lugar de aplicar los ingeniosos epigramas espirituales con los que arranca este capitulo, habria exhibido el ethos de un jugador de Las Vegas en racha: «Lo he conseguido.»

Pero sucedio algo.

Acababa de cruzar la frontera entre Ohio y Pennsylvania cuando me vi arrancado de la cabina del Muertemovil. Transportado por los aires, tuve una vision del cielo azul, de la U.S. 6 y de la furgoneta continuando sin mi. Despues, volvi a estar en la cabina, zigzagueando a un lado y otro de la linea discontinua amarilla; despues, roce una valla metalica en la cuneta derecha; despues, frene y me di con la cabeza en el parabrisas.

Cuando paso el susto, rompi a llorar. «Demasiados dias de dormir poco», me dije entre lagrimas. «Se bueno contigo mismo», anadio otra voz. Dije que si con el acento aleman que ponia cuando usaba las tarjetas de credito de Rheinhardt Wildebrand, segui conduciendo muy despacio hasta un motel y dormi.

La manana siguiente, lo primero que encontre al despertar fue una perfecta imagen mental de mi «hermana», Molly Luxxlor, perdida desde diciembre de 1979. Llore de gratitud y entonces recorde que era Billy Rohrsfield, no Russ Luxxlor, y que la hermana de Billy, Janet, era una arpia que maltrataba a los hijos. Molly se esfumo y ocupo su lugar un facsimil de Janet, con rulos en el pelo y un rodillo de amasar en la mano. Me rei de mis lagrimas, me afeite, me duche y me dirigi a la recepcion del motel para devolver la llave. El encargado me despidio con un «Auf Wiedersen, Herr Wildebrand», y escape del saludo a la carrera para montar en el Muertemovil II, directo a otro vuelo por los aires.

Aerotransportado, vi carteles de viales y anuncios de los Jook Savages y de Marmalade; aterrizado en el asiento del conductor, vi a los sheriffs del condado de L. A. cacheando a un joven asustado. Al principio, este se asemejaba a Billy Rohrsfield; luego, se parecio a Russ Luxxlor. Despues me instale automaticamente en mi juego 80/20 por ciento fantasia-distanciamiento y vi lo que sucedia.

Puedes huir, pero no esconderte.

Mi primer impulso lucido fue destruir las tarjetas de credito de Wildebrand y los documentos de identidad de Rohrsfield. Un segundo pensamiento, mas lucido, me detuvo: deshacerme de tan valiosas herramientas seria un reconocimiento implicito de que no era capaz de controlar mi propia personalidad. Una tercera idea, mas persuasiva, se impuso a partir de ahi: eres Martin Plunkett. Segui camino y, detras de la letania que me permitia sujetar el volante con firmeza y mantener el Muertemovil II a unos constantes 80 por hora, se acumularon colores. Las palabras eran «Soy Martin Plunkett» y los colores me decian exactamente lo mismo que en San Francisco en 1974.

Aterrice en Sharon, Pennsylvania, logre articular palabra mas alla de la letania y tome el control de mi destino. Los dias de colores me habian infundido lucidez y me habian dado el coraje para aceptar ciertas cosas y para llegar a conclusiones sobre como restaurar el orden en mi vida. Antes de hacer una declaracion formal al respecto al aire estival, quise dejar resueltos los asuntos prosaicos de volver a situarme y compre tres

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