tantos rostros. Antes de salir, tomo la cesta de pan y el garrafon de vino. Dona Ana repartia platos y cubiertos en torno a la mesa ocupada por los hombres y una senora vestida de negro.
– Angelita, ?te acuerdas de dona Luisa? -le pregunto su padre en cuanto la vio aparecer.
La muchacha asintio, pensando que jamas la habia visto.
– Este es Juan, su hijo.
– Puedes decirle Juanco -propuso la mujer-. Asi lo llamaba su padre, que en paz descanse, y asi le llamo yo.
Angela se volvio hacia el joven. Unos ojos oscuros, como el fondo de un pozo, se alzaron para mirarla, y ella sintio que se hundia en ese abismo.
La tarde se les fue en discutir cual era la mejor manera de tostar las estigmas, como atacar el gusano que se comia las plantas, y el modo en que un cultivador de la zona estaba desgraciando la reputacion de todos, alterando el azafran con carbonato y otras porquerias. El asado desaparecio en medio de abundantes libaciones de tinto. Los hombres siguieron bebiendo mientras las mujeres, incluida la viuda, entraban a la casa con los platos y los restos de la comida.
– …Es que quiero hacerlo antes de que oscurezca -decia dona Luisa-. Ahora mismo, aunque todavia es de tardecita, no me atreveria a ir sola.
– Angela puede acompanarte -dijo Clara-. Deja que el muchacho se quede un rato con los hombres… Nina, ve con dona Luisa y ayudala a encontrar unos helechos.
Por primera vez, la joven parecio salir de su estupor. Recordo la planta que tenia escondida.
– ?Para que?
– ?Para que va a ser, nina? -la conmino su madre, bajando la voz-. Hoy es el dia de San Juan.
– Con esos helechos se curan empachos y fiebres el resto del ano -explico dona Luisa.
– Vamos, apurate que se hace tarde.
Angela tomo su morral y salio tras la viuda.
– Y tu tambien deberias recoger algunos -le aconsejo dona Luisa, cuando ya se alejaban de la casa-. Son buenos para atraer los amores y la buena suerte.
Angela enrojecio, temiendo que la mujer hubiera descubierto lo que ya se habia asentado en su corazon, pero la viuda parecia absorta en repasar los arbustos del trillo.
La muchacha la guio por un sendero que se desviaba del camino que recorriera horas antes. No queria asustar a la buena mujer con la vision de un hada peinandose al borde de su fuente. Asi es que la condujo en direccion contraria, hacia una zona especialmente boscosa. Anduvieron media hora, antes de que Angela se detuviera.
– Voy a mirar por este lado -murmuro la joven-. Detras de aquel arbol hay varias cuevas.
– Bueno, yo buscare por aqui, pero te advierto que no caminare mas de veinte pasos sola. Si no encuentro nada, te esperare en este sitio.
Cada una tomo por un sendero distinto. Angela anduvo un corto trecho y, casi enseguida, tropezo con un mazo de helechos aun humedos de rocio. Recogio una cantidad suficiente para la viuda y para ella. Habia decidido que un solo helecho no seria suficiente para conseguir lo que tanto necesitaba ahora…
Un silbido se extendio sobre los arboles y ella se detuvo a escuchar. No era un sonido repetitivo, como el de cualquier pajaro de la sierra, sino un clamor armonioso y continuo, la cadencia esquiva de una musica como jamas oyera. Volvio la cabeza para ubicar su origen y, presa de una subita urgencia, salio a buscarla.
La melodia fue saltando de roca en roca, y de arbol en arbol, hasta la entrada de una cueva. Ahora brotaba con acordes de cascada pristina y espumosa, de tempestad veraniega, de noches antiguas y heladas… En aquella cancion vibraba la sierra y cada criatura que la habitaba. Angela penetro en la gruta, incapaz de sustraerse a su llamado. En el fondo, junto a las llamas que alumbraban el lugar, un anciano tocaba un instrumento construido con canas de diferentes tamanos. El soplo de sus labios arrancaba una oleada de cadencias graves o agudas, graciles o rispidas. Ella contemplo los dibujos que adornaban las paredes rocosas: enormes bestias de alguna epoca remota y figuritas humanas que se agitaban a su alrededor. Pero no se movio hasta que el musico alzo la vista y dejo de tocar.
– Son muy antiguos -explico el, notando su interes.
Despues hizo un gesto como si quisiera desentumecer sus extremidades, y ella descubrio que sus pies se parecian a las patas de las cabras, y noto dos cuernecillos medio ocultos bajo los enmaranados cabellos. Recordo la historia sobre el demonio de la sierra, pero su instinto le indico que aquel viejecito con pezunas debia ser una de esas criaturas de las que hablara el hada lila. Instintivamente abrio su morral, busco el tarro de miel que le sobrara del desayuno y se lo tendio. El anciano olio su contenido y la miro con sorpresa.
– Hacia siglos que nadie me ofrecia miel -suspiro.
Metio un dedo en el almibar y lo chupo con deleite.
– ?Eres de aqui? -pregunto Angela, mas curiosa que atemorizada.
El viejo suspiro.
– Soy de todas partes, pero mi origen se encuentra en un archipielago al que se llega cruzando el mar -y senalo en direccion al oriente.
– ?Viniste con los hombres?
El viejo movio la cabeza.
– Los hombres me echaron, aunque no a proposito. Mas bien se olvidaron de mi… Y cuando los hombres olvidan a sus dioses, no queda otro camino que ocultarse.
Angela comenzo a sentir un escozor en la nariz, sintoma de confusion. Una cosa, eran los espiritus de la sierra -cuya existencia habia aprendido a aceptar despues de la aparicion del Martinico-, y otra la existencia de muchos dioses.
– ?No hay un solo Dios?
– Existen tantos como quieran los hombres. Ellos nos crean y nos destruyen. Podemos soportar la soledad, pero no su indiferencia; es lo unico que puede volvernos mortales.
La joven sintio lastima de aquel dios solitario.
– Me llamo Angela -y le tendio una mano.
– Pan -respondio el y le alargo la suya.
– Creo que no me queda -dijo ella, buscando en su morral.
– ?No, no! -se apresuro a aclarar el anciano-. Ese es mi nombre.
La muchacha se quedo de una pieza.
– Deberias cambiartelo. Confundiras a todos.
– Nadie recuerda -suspiro el.
– ?Recordar que?
El rostro del viejo se ilumino.
– No importa. Has sido muy amable conmigo. Puedo ayudarte en lo que quieras. Todavia conservo algunos poderes.
El corazon de Angela latio sin concierto.
– Hay algo que quiero mas que nada.
– Dime… -comenzo a decir el, pero se interrumpio para mirar algo detras de la joven.
Ella se volvio. De pie, junto a la entrada de la cueva, el Martinico brincaba y hacia unas muecas absolutamente idiotas.
– No puedo creerlo -gimio Angela-. ?Crei que te habias ido al infierno!
Se mordio la lengua, mirando de reojo al viejo, pero este no parecio ofendido. Por el contrario, pregunto con genuina sorpresa:
– ?Puedes verlo?
– ?Claro que puedo! Es una maldicion.
– Puedo librarte de ella.
– ?Y me ayudarias a conseguir algo mas?
– Solo puedo ayudarte con una cosa. Aunque si uno de tus descendientes necesitara de mi, incluso sin conocer nuestro pacto, podria otorgarle lo que quisiera… dos veces.
– ?Por que?
– Es la ley.