– ?Cual ley?

– Ordenes de alla arriba.

Asi, pues, existia un poder mas fuerte que el de los dioses de la sierra. Pero ese poder habia restringido sus posibilidades de escoger.

Observo angustiada las cabriolas del Martinico y penso en la mirada que aguardaba por ella en las faldas de la sierra.

– Muy bien -decidio-. Tendre que seguir viviendo con mi maldicion a cuestas.

– No entiendo -repuso el-. ?Que puede ser mas deseable que librarte de eso?

Y la joven le conto al dios Pan sobre el dolor de un alma que ha descubierto su propia alma.

Juan le aseguro que la habia amado desde el momento en que la vio, pero ella sospechaba que aquel convencimiento era una creacion del dios exiliado -la obra perfecta de un espiritu antiguo-. Cada mes iba a la cueva a dejarle miel y vino, segura de que el anciano se zampaba sus golosinas con deleite, aunque nunca pudo verlo de nuevo.

Su noviazgo, por otro lado, no fue muy largo. Duro el tiempo suficiente para que Juan terminara de construir el nuevo hogar, ayudado por varios aldeanos, en una parcela vacia que se hallaba cerca de la casa de sus padres. Mientras los hombres se afanaban cortando, lijando y clavando tablones, las mujeres ayudaron a la novia con el ajuar, hilando y tejiendo toda clase de manteles, cortinas, ropa de cama y alfombras.

Los primeros meses de matrimonio fueron idilicos. Por alguna razon, el Martinico volvio a desaparecer. Quizas habia comprendido que existia alguien mas importante en su vida y se habia retirado a algun rincon de la cordillera. No le dolio su ausencia. Era un duende malcriado que solo producia molestias, y pronto lo olvido. Ademas, comenzaron a surgir otros problemas.

Por un lado, los gusanos devoraban las cosechas de la zona y Juanco se devanaba los sesos pensando en una solucion. Por si fuera poco, Angela lo sorprendio varias veces leyendo un papel misterioso que siempre guardaba cada vez que ella se acercaba. ?Quien podria escribirle a su marido? ?Y por que tanto secreto? Ademas, su propia salud parecio declinar. Siempre estaba cansada y vomitaba con frecuencia. No le dijo nada a su madre, porque no queria que volviera a llevarla a una curandera. Solo cuando noto que los lazos de su vestido apenas cerraban, sospecho lo que ocurria.

– Ahora si tendremos que hacerlo -dijo Juan al recibir la noticia.

– ?Hacer que?

El hombre saco de su bolsillo aquel papel arrugado y se lo tendio.

– ?Que es? -pregunto ella, sin intentar leerlo.

– Una carta de tio Manolo. Me ha escrito varias veces, diciendome que necesita un ayudante. Quiere que vayamos alla.

– ?Adonde?

– A America.

– Eso esta muy lejos -replico la joven y se acaricio el vientre-. No quiero viajar asi.

– Escuchame, Angelita. La cosecha esta perdida y no nos queda dinero para reponerla. Muchos vecinos ya se han mudado o estan empezando otro negocio. No creo que vaya a haber mas azafran por aqui. Podriamos ir mas al sur, pero no tengo dinero ni quien me lo preste. Esto del tio Manolo es una buena oportunidad.

– No puedo dejar a mis padres.

– Sera por poco tiempo. Ahorraremos algo y despues regresamos.

– Pero ?que voy a hacer sola en un pais extrano? Necesito a alguien que sepa de ninos.

– Mama vendria con nosotros. Siempre me ha dicho que le gustaria ver a su hermano antes de morir.

Angela suspiro, casi vencida.

– Tendras que hablar con mis padres.

Pero la noticia les cayo como un rayo, y poco pudo decir Juan para consolarlos. El propio Pedro habia hablado con su mujer sobre la posibilidad de marcharse a la ciudad, pero dona Clara no quiso ni oir hablar de eso. Y ahora, de pronto, se enteraba de que no solo se separaria de su hija, sino que ni siquiera veria nacer a su nieto. Solo se tranquilizo un poco cuando supo que Luisa los acompanaria. Al menos, la mujer estaria junto a su hija durante el parto.

Entre los cinco empacaron lo necesario. Como el viaje hacia la costa era largo y Juan no queria que sus suegros desandaran solos el camino de vuelta, los convencio para que se despidieran alli mismo. Entre lagrimas y consejos se dijeron adios. Angela nunca olvidaria la silueta de sus padres, a la vera de aquel trillo polvoriento que moria en la puerta de su casa. Fue la ultima imagen que tuvo de ellos.

* * *

Desde la popa del barco vio esfumarse la linea del horizonte. Perdida en la bruma de las aguas grises, su tierra semejaba un pais de hadas, con sus torrecillas y palacetes medievales, sus tejados rojizos y la agitacion portuaria que ahora se alejaba de ellos.

La joven se quedo mucho rato en cubierta, junto a dona Luisa y Juan. Su marido hablaba sin cesar, haciendo planes sobre su nueva vida. Parecia ansioso por emprender algo distinto y habia oido hablar mucho de America; un lugar mitico donde todos podian enriquecerse.

– Tengo frio -se quejo Angela.

– Ve con ella, Juanco -lo animo dona Luisa-. Yo me quedare un poco mas.

Amorosamente, la ayudo a arrebujarse en su chal y, juntos, bajaron las escaleras hasta el camarote. Juan tuvo que forcejear un poco con la cerradura oxidada del modesto aposento. Despues se aparto para dejarla pasar. Angela gimio.

– ?Que te pasa? -pregunto el, temeroso de que el parto ya hubiera empezado.

– Nada -susurro ella, cerrando los ojos para borrar la vision.

Pero su treta no resulto. Cuando volvio a abrirlos, el Martinico seguia sentado en medio del desorden de ropas, cubriendose comicamente la cabeza con su mejor mantilla.

El destino me propone

Freddy y Lauro habian arrastrado a su amiga a ver la Feria del Renacimiento que cada ano se celebraba en el Palacio de Vizcaya. Llevandola de quiosco en quiosco, hicieron que se probara todo tipo de ropas hasta que lograron transformarla en una imagen que -segun ellos- estaba a la altura del evento. Ahora la joven caminaba entre los artesanos y las adivinas, dejando que la brisa batiera su falda agitanada. Sobre su cabeza llevaba la guirnalda de flores con que Freddy la coronara.

El jolgorio era general. Ninos y adultos exhibian sus mascaras y sus trajes de colores vivos, la musica de las arpas flotaba en el aire, los juglares se paseaban entre las fuentes con sus mandolinas, sus flautas y sus tamboriles, y Cecilia se codeaba con las princesas que deambulaban por los jardines perfectamente recortados. Aquel juego de los alter egos tambien incluia a vendedores y artesanos. Aqui, un herrero martillaba una herradura sobre las brasas de su hornillo; alla, una tejedora gorda y sonriente hilaba en una rueca que parecia sacada de un cuento de Perrault; mas aca, un anciano con barba plateada y aspecto merlinesco vendia cayados con incrustaciones de piedras y minerales semipreciosos: cuarzo para la clarividencia, onix contra los ataques psiquicos, amatista para conocer las vidas pasadas…

– ?Donde estaria yo que nunca me entere de esto? -susurro Cecilia.

– En la luna -respondio Lauro, probandose un sombrero rematado por una pluma.

– Y eso que no has visto la Feria de Broward -le dijo Freddy-. Es mucho mas grande.

– ?Y la hacen en un bosque encantado! -lo interrumpio Lauro-. Alli si que hay bellezas: hasta una justa medieval donde los caballeros se embisten al galope, como los del rey Arturo. ?Si los ves cuando se quitan las armaduras, te caes muertecita de un infarto!

Pero ya Cecilia no lo escuchaba, absorta en una tarima llena de cofrecillos de madera.

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