– ?Sin cenar nada, hijo mio? – dijo inclinada sobre la ventanilla -. Toma un bocado siquiera. Y usted tambien, Emilio. Anda, pasar los dos.
– Yo ya he cenado, senora, muchas gracias – contesto el Secretario.
– Pues tu, hijo. ?Que se tarda?
– No, mama, te lo agradezco, pero no tengo hambre, con los aperitivos del Casino. A la vuelta. Me lo dejais tapado en la cocina.
El chofer pasaba a su puesto. La senora hizo un gesto de contrariedad.
– No se que me da dejarte ir asi. Luego vienes y te lo comes todo frio, que ni puede gustarte ni te luce ni nada. No llegaras a ponerte bueno. Anda, iros ya, iros, si es que no tienes gana. Que le vamos a hacer.
Se retiro de la ventanilla.
– Pues hasta luego, mama. El motor arrancaba.
– Adios, hijo – se inclinaba un momento para mirar al Secretario dentro del coche, que ya se movia -. Adios, Emilio.
– ?Buenas noches, senora! – contesto.
Luego el chofer metio la segunda, por el centro de la calzada, y detras de ellos se cerraba de nuevo la puerta de la casa del Juez. Embrago la tercera calle adelante, y atraveso el arco de piedra, hacia la carretera de Madrid. Negra y cercana, a la izquierda, la enorme artesa volcada del Cerro del Viso, se perfilaba de una orla de leche violacea, que le ponia la luz de la luna.
– ?Aviso usted al Forense?
– Si, senor. Dijo que iria en su coche, mas tarde, o en el momento que lo mandemos a llamar.
– Bien. Asi que una chica joven, ?no era?
– Eso entendi por telefono.
– ?No le dio mas detalles? ?Le dijo si de Madrid?
– Si, senor Juez, en efecto; de Madrid dijo que era.
– Ya. Los domingos se pone aquello infestado de madrilenos. ?A que hora fue?
– Eso ya no le puedo decir. Sobre las diez y pico llamaria. Ahora corrian en directa, hacia las luces de Torrejon. El Juez saco Philips Morris.
– Vicente, ?quiere fumar?
El chofer solto una mano del volante y la tendio hacia atras, por encima del hombro, sin volver la cabeza.
– Gracias, don Angel; traiga usted.
El Juez le puso el pitillo entre los dedos.
– Usted, Emilio, sigue sin vicios menores, ?no?
– Ni mayores; muchas gracias.
A la izquierda, veian los valles del Henares, batidos por la luna, a desaguar al Jarama. El Secretario miro de reojo a la solapa del Juez, con el clavel en el ojal. La llama del mechero ilumino la tapiceria del automovil. El chofer ladeaba la cabeza, para tomar lumbre de manos del Juez, sin apartar los ojos de la luz de los faros que avanzaban por los adoquines. A la izquierda, muy lejos, hacia atras, un horizonte de mesetas perdidas, que apenas blanqueaban vagamente en la luna difusa, contra el cielo de azul ofuscado de polvo. Sucesivas mesetas de caliza y margas, blanco de hueso, se destacaban sobre los valles, como los omoplatos fosiles de la tierra. Luego el Balilla se vio traspasado de pronto por una luz muy fuerte que lo embestia por detras. La trompeta sonora de un turismo venia pidiendo paso, y la luz los rebasaba en seguida por la izquierda, con un gemido de neumaticos nuevos, cantando en los adoquines. Acto seguido mostraba el Chrysler su grupa negra y escurrida, con los pilotos rojos, que se alejaron velozmente.
– Americanos – dijo el chofer.
– ?Y que otra cosa van a ser? – le replicaba el Secretario.
– Ya. Si le vi la matricula. Pues asi ya se puede ir a donde quiera.
– Si; asi ya se puede.
– Para cuando lleguemos nosotros a San Fernando, aburridos de verse en Madrid. Es decir, si no se estrellan antes y no se quedan hechos una tortilla en cualquier poste del camino.
– Quien mucho corre pronto para – corroboro el Secretario.
– Esta es la ventaja que tenemos nosotros; que con este cajoncito de pasas de Malaga no se corre peligro – dijo el chofer -. Algun privilegio teniamos que tener.
– Pues claro.
El Juez iba en silencio. Dejaron a la izquierda la carretera de Loeches y entraban a Torrejon de Ardoz. Habia aun mucha luz en el trozo de carretera que atravesaba el pueblo, y algunos grupos de hombres se apartaban al paso del Balilla. Otros estaban sentados en filas o en corrillos a las puertas de los locales. Al pasar se entreveian los interiores de las tabernas iluminadas y la estridencia fugaz de los colores de los almanaques, en las paredes pintadas de anil. Atras quedo la figura de la torre, con un brillo de luna en el azul de sus tejas. La alta sombra angulosa de un fronton sobresalia por encima de los techos. Luego la carretera descendia a los eriales del Jarama y se vieron al fondo las bombillas dispersas de Coslada y San Fernando, al otro lado de la veta brillante del rio. La carretera corria por una recta flanqueada de arboles, hasta el Puente Viveros. A la salida del puente dejaron la General y torcieron a mano izquierda, para tomar la carretera de San Fernando de Henares. Saltaba el automovil en los baches. Ahora el Juez pregunto:
– ?Donde le dijo el guardia exactamente que era el lugar del suceso?
– En la presa.
– Ya sabra usted como se baja a la presa,
– Si senor.
Encontraron abierto el paso a nivel. El coche baqueteaba fuertemente al cruzar los railes. Enfrente, a mano izquierda, los grandes arboles oscuros de la finca de Cocherito de Bilbao escondian la sombra de la villa, cuyo tejado brillaba entre las hojas.
– Con este – dijo el Juez -, ya van a hacer el numero de nueve los cadaveres de ahogados que le levanto al Jarama. El chofer meneo la cabeza, en signo de desaprobacion.
– O, es decir, ahogados, ocho, ahora que me acuerdo – rectificaba el Juez -; porque uno fue aquella chica que la empujo su novio desde lo alto del puente del ferrocarril; ?no lo recuerda, Emilio?
– Si, lo recuerdo. Hara dos anos.
Torcieron de nuevo a la izquierda, al camino entre vinas, y luego descendian a mano derecha, hasta los mismos merenderos. El coche se detenia bajo el gran arbol, y salieron algunos de las casetas, o se asomaban figuras en los quicios iluminados, para ver quien venia. Se retiraron respetuosos de la puerta, cuando entraba el Juez. Entornaba los ojos en la luz del local. Vicente quedo fuera.
– Buenas noches.
Callaron en las mesas y los miraban, escuchando. El Juez tenia el pelo rubio y ondulado sobre la frente y era bastante mas alto que el Secretario y que los otros que estaban de pie junto al mostrador.
– ?Como esta usted? – le dijo Aurelia.
– Bien, gracias. Digame, ? por donde esta la victima del accidente?
– Pues aqui mismo, senor Juez – senalo con la mano, como a la izquierda, hacia afuera de la puerta -. Casi enfrentito. Se ha visto desde aqui. No tienen mas que cruzar la pasarela. O si no… ?Tu, nino! – grito hacia la cocina.
Aparecio instantaneamente un muchacho, en un revuelo de la tela que hacia de puerta.
– ? Mira, quitate eso, y ahora mismo acompanas al senor Juez! – le dijo la Aurelia -. ?Zumbando!
– Gracias; no era preciso que lo molestase.