– ?Faltaria mas!

El chico se habia quitado el mandil.

– Otra cosa, senora: ahi abajo no hay luz, ?verdad usted?

– No la hay; no senor.

– Pues entonces, mire, si fuera usted tan amable que nos pudiese dejar una linterna.

– ?Linterna? Eso no, senor; de eso si que no tenemos. Con mil amores, si la hubiera – penso un instante -. Faroles es lo que tengo; ya sabe usted, de estos de aceite. Eso si, un farol si que puedo dejarle, si se arreglan. Se le avia volandito.

– Bueno, pues un farol – dijo el Juez -. Con eso va que arde, ya es mas que suficiente.

Aurelia se volvio hacia el chico:

– ?Ya lo has oido, tu! Baja, pero relampago, a la bodega, y vuelves aqui en seguida con un farol. De los dos, el mas nuevo, te traes. Pero corriendo, ?eh?

El chaval ya corria.

– ?Y le quitas el polvo! – le grito a sus espaldas. En seguida dirigio la voz hacia la puerta de la cocina.

– ?Luisa, Luisa… mira, traete en seguida la cantarilla del aceite y las torcidas nuevas, que estan en la repisa del quita-humos!

– ?Ahora, madre!-contesto una voz joven, al otro lado de la tela.

Aurelia se volvio hacia el Juez:

– En seguida esta listo.

– Muchas gracias, senora. Y tengo yo una linterna en casa, pero… – se encogio de hombros.

– Aqui, en lo que podamos, ya lo sabe usted. Nunca es molestia – hizo un pausa y proseguia, cabeceando-: La lastima es que sea siempre en estos casos tan tristes. Ya quisieramos tener el gusto de tratarlo y atenderlo en otros asuntos de mejor sombra, que no estos que lo traen.

– Si, asi mejor no conocerme.

– Asi es, senor Juez, asi es. Preferible seria, desde luego, pese a todo el aprecio que se le tenga. El Juez asentia distraido:

– Claro.

– Ah, pero eso tampoco no quita para que no se anime usted a venir por aqui con sus amistades cualquier dia de fiesta y lo podamos recibir como seria de nuestro agrado. No todo van a ser…

– Algun dia; muchas gracias.

Entro la chica con las torcidas y el aceite.

– Pues a ver si es verdad, senor Juez. Trae, tu, dejalo aqui mismo. ?Pero este pedazo de besugo en que estara pensando? – se asomo a la bodega -. ?Erneee! ?Ernesto! ?Que es lo que haces? ?Que estas haciendo, si se puede saber?

Escucho lo que el otro contestaba; luego dijo:

– ?Pues traetelo ya como sea! ?No te das cuenta que esta esperando el senor Juez?

Volvio de nuevo al centro del mostrador.

– Perdone usted, senor Juez, pero es que el chico este es mas inutil que un adorno. Una lucha continua con el.

– No se preocupe. Aparecia el chico.

– ?Te dije que le quitaras el polvo por encima, monigote; no que le fueras a sacar brillo como el Santo Caliz! ?Trae, anda, trae, calamidad!

Intervenia uno de los que estaban junto al mostrador:

– A ese chaval la que lo vuelves tarumba eres tu, Aurelia, con esos bocinazos que le pegas a cada momento.

– ? Tu callate!

– Asi no se espabila a un chico. Con ese sistema, lo que se lo acobarda es cada vez mas.

– ?Te lo han preguntado? ?Di!

– ?Me subleva, cono, me subleva!

Dio un manotazo en el marmol y salio del local.

– ?Vamos…! – dijo Aurelia, volviendose hacia otros dos del mostrador -. ?Pero habeis visto cosa igual? Ni por un respeto al senor Juez, que esta delante…

La miraban inexpresivos; no dijeron nada. Aurelia se encogia de hombros. Abrio la puertecilla del farol y saco la cajita de lata que formaba el candil.

– ?Me deja que la ayude? – le dijo el Secretario.

– Se va usted a pringar.

– Deme, que vaya sacandole la mecha ya quemada. Me entretiene.

Aurelia abrio la cajita y le paso al Secretario la mitad superior.

– Tenga. Esta todo cochino. Seis u ocho meses que no se ha vuelto a usar. Desde el invierno.

Ella se puso a limpiar con un trapo la parte inferior, mientras el Secretario extraia con un palillo los residuos de torcida que obstruian el tubito de la tapadera. Despues Aurelia retorcia los mechones de yesca entre sus dedos.

– ?Me permite?

El Secretario le entrego la tapa y ella hacia pasar la torcida por el tubito a proposito. Despues lleno de aceite nuevo el pequeno recipiente y remonto con el dedo la gota que escurria por el cuello de la cantarilla. Junto una parte con la otra, y la cajita del candil quedo cerrada y a punto. La metio en el farol y la dejo fijada entre unos rebordes ex profeso que habia en el fondo. Uno de aquellos hombres encendia un fosforo y lo arrimaba a la torcida.

– ?Magnifico! – dijo el Juez, cuando lucio la llama.

Aurelia cerro el farol, y la llama quedaba encerrada entre los cuatro cristalitos. Lo levanto por el asa y se lo dio al muchacho.

– Toma, llevalo tu. ?Y ojito con dejartelo caer!

– Pero si no es preciso que venga – dijo el Juez -. Nosotros mismos lo llevamos.

– ?Quite!, ?van a llevar! Con esas ropas que traen, de dia de fiesta. El chico se lo lleva a ustedes, que no tiene nada que mancharse. Y que vaya por delante y asi van viendo ustedes por donde pisan, que esta eso muy malo, ahi afuera.

– Pues vamos. Hasta luego, senora, y muchas gracias. Se dirigio a la concurrencia:

– Buenas noches.

Sono un murmullo de saludo por las mesas. Aurelia salia con ellos al umbral.

– Ahi mismo, ?sabe? Nada mas que atraviesen la pasarela, un puentecillo que hay. Al otro lado, vera usted ya en seguida a la pareja de los guardias. El muchacho los guia.

– Entendido – dijo el Juez, alejandose.

El Secretario recogia del coche una carpeta y una manta. Pasaron por debajo del gran arbol, cuya copa ocultaba la luna y formaba una sombra muy densa. Saliendo del arbol, se adentraron por el angosto pasillo de maleza y zarzales, que estrechaban el camino y los obligaba a ir en fila india. El chaval caminaba el primero, con el delgado y largo brazo estirado hacia arriba, y el farolillo en lo alto, meciendose en la punta, colgado de sus dedos; despues la pequena sombra del Secretario, vestido de negro, con su calva rosada y sus lentes de montura metalica; y por ultimo el Juez, rubio y de alta estatura, que se habia retrasado y venia con

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