– Si senor. A sus ordenes.
– Asi lo dejamos alli cuanto antes, a disposicion del forense.
Rafael y sus companeros se habian acercado al Secretario. El de los pantalones mojados le decia en voz baja:
– Mire, nosotros mismos podemos ayudarle, si le parece. Esos otros la conocian, y puede ser penoso para ellos.
– De acuerdo, pues ustedes mismos. Vamos alla. Acercate, hijo; trae la luz.
El nino se acerco, farol en mano, y el Secretario desplegaba la manta que traia, y la extendio junto al cuerpo de Luci. Despues Rafael y el de los pantalones mojados hicieron rodar el cuerpo hasta el centro de la manta. Le cerraron encima una y otra parte, y quedaba cubierto.
– Eso es.
Recogio el Secretario, de manos del guardia, la bolsa y la tartera de Lucita, y las junto con la toalla y el vestido.
– ?Es todo cuanto tenia?
– Si senor.
– Adelante, pues. Con cuidado. Tu, nino, pasas el primero con la luz como has hecho viniendo con nosotros. Senor Juez.
El Juez miraba hacia el rio; se volvio:
– ?Ya? Bueno. El guardia que se preocupe de que vengan los requeridos. Vamos.
Izaron la manta entre cuatro de los estudiantes, uno por cada extremo. El de la armonica abarcaba el cuerpo por el centro de la manta; lo mantenia levantado, a fin de que no fuese rozando por la tierra. Todo el grupo echo a andar en silencio, en pos del nino de la luz. Detras del cuerpo iban el Juez y el Secretario; y despues los amigos de Lucita, seguidos por el guardia, que llevaba el pulgar enganchado a la correa del mosqueton. Pasaron con cautela el puentecillo, y luego casi no cabian por la angostura de zarzales los que iban cargados con el cuerpo. El nino volvia el farol hacia ellos y avanzaba de espaldas, alumbrando la marcha dificultosa del cadaver. Las ropas se les prendian en las espinas, al rozar con sus flancos las paredes de maleza. Salieron al arbol grande y el Juez se adelanto. Les dijo:
.- Detenganse aqui unos momentos. Yo vuelvo en seguida.
Depositaron el cuerpo en el suelo, entre las sillas y las mesas que cubrian la pequena explanada. Vicente el chofer se acercaba a mirarlo, a la luz debil de las dos bombillas que quedaban encendidas. Llegaron los ultimos, y ya todos estaban parados, esperando. A diez pasos de ellos, la luz alcanzaba a iluminar los engranajes de ambas compuertas: dos ruedas dentadas, con sendos vastagos de hierro, derechos y altos, al final del malecon. Ahi mismo rompia el tronar de las aguas. El Juez se habia cruzado con el guardia viejo, que salia de la venta.
– ?Aviso usted?
– A sus ordenes. Si senor. Y que viene al instante.
– Esta bien – dijo el Juez ya cruzando el umbral del merendero-. Senora.
– Mande usted, senor Juez.
Acudia solicita, secandose las manos en el mismo mandil.
– Mire, querria dejar en algun sitio los restos de la victima, hasta que venga el encargado del deposito a hacerse cargo de ellos.
Aurelia lo miraba vacilante.
– ?Aqui dentro? – decia en voz baja-. Senor Juez, dese cuenta la parroquia que tengo aqui en todavia…
– Ya lo comprendo. No puedo hacer otra cosa.
– Entiendame, senor Juez, si por mi fuera… Una hora en que no hubiese nadie…
– Usted vera. Eso es facultativo. Esta en su pleno derecho de negarle la hospitalidad al cuerpo de la victima.
– ?Huy, no senor; como iba yo a hacer eso!, ?que horror!; eso tampoco, senor Juez. Es los clientes, comprendame usted; por ellos lo decia.
– Senora – corto el Juez -; los motivos no hacen al caso. No tiene por que darme explicaciones. Lo unico que deseo yo saber es si quiere o no quiere.
– ?Y que quiere que haga, senor Juez? ?Como iba a cerrarle las puertas? – levantaba los ojos -. La ponen a una entre la espada y la pared…
– Lo siento, senora; mi oficio es ese precisamente: poner a las personas entre la espada y la pared. No puedo hacer de otra manera. ?Me quiere indicar el sitio?
– ?El sitio? Mire, pues aqui mismo en la bodega, ?le parece? Aqui detras.
Senalaba con el pulgar hacia una cortina de arpillera que habia a sus espaldas.
– Perfectamente. Gracias. Voy a decirles que lo pasen. Salio.
– ?Ya pueden ir pasando! La duena les dira donde lo dejan. – Dirigia la voz hacia el fondo -: ?A ver, un guardia! -grito con el indice en alto -. Que se venga tambien. Esperen aqui afuera los demas.
– A la orden de Su Senoria.
Era el guardia mas joven. El Juez contesto con un gesto. Luego entraba de espaldas, por la puerta de la casa, precediendo a los cinco que metian el cadaver.
– Levanten un poco. Cuidado, que hay escalon.
Se pusieron en pie todos los hombres que habia en el local, se descubrieron. Se quedaban inmoviles, en un grande silencio, dando la cara hacia el cuerpo que pasaba. Se santiguo fugazmente alguno de ellos, dejando en el aire el pequeno chasquido del besito que se daba en el pulgar.
– Por aqui – dijo Aurelia -. Son media docena de peldanos.
Los hacia meterse por detras del mostrador.
– Aguarden, que no ven.
Unio las dos puntas de un flexible que colgaba en el muro, y se vio la bodega iluminarse, a traves de la arpillera que servia de cortina. Se apresuro a apartarla y la sostuvo a un lado, mientras los otros pasaban con el cuerpo de Lucita y bajaban los seis escalones, seguidos por el Juez y el Secretario y el guardia civil. Se vieron en una gruta artificial, vaciada en la piedra caliza, excavada hacia la entrada del alto ribazo que alli respaldaba la casa y le hacia de muro trasero. Penetraba de ocho a diez metros en la roca, con cinco de anchura, y de techo otros tantos, formando una boveda tosca, tallada muy en bruto, al igual que las paredes. Pero habian blanqueado con insistencia sobre la abrupta superficie de la roca, en capas reiteradas a lo largo de los anos, y ya el espesor de la cal redondeaba los bultos y romaba los vivos y las puntas. Depusieron el cuerpo de Lucita.
– Usted se quedara. Los demas que regresen afuera.
Los ojos de Rafael recorrieron la boveda, mientras salian sus companeros. Tan solo veia turbada en algun punto la blancura del viejo encalado por algunas manchas, rezumantes de humor verdinoso, con melenas de musgo que pendian en largas hilachas del techo y las paredes. Aun estaba la Aurelia en el umbral, en la cima de los seis escalones tallados en la roca, que descendian a la gruta.
– Otro ruego, senora: una mesa y tres sillas hacen falta si es usted tan amable.
– No tiene usted mas que pedirlas, senor. Ahora se le bajan.
El Juez saco los cigarrillos.
– Haremos que puedan marcharse lo antes posible. Son formalidades que hay que rellenar. ?Fuma usted?
– Gracias; ahora no fumo.
A un lado se veian tres cubas muy grandes y algunos barriles y varias tinajas de barro alineadas; al fondo, vigas contra los rincones, tubos de chimenea negros de hollin, sogas de esparto y caballetes y tablas, sucios de yeso, de algun tinglado de albanileria; en el suelo, una barca volcada, con las tablas