cara.
– Pues con esto – indico hacia la puerta -; estas cosas que pasan.
– Ah, ya.
– Sera una tonteria, pero a mi me afectan – explicaba el hombre de los z. b., como quien se disculpa-. En cuanto ocurren asi, como cerca de uno, aunque uno no tenga la mas pequena relacion. Ni he visto tan siquiera a la chica, dese cuenta; basta que hayan estado pasando sus companeros por aqui delante, que ya me quedo yo de una manera, y fastidiado hasta manana. Vaya, como con mal sabor de boca, o que se yo; no se como explicarselo.
– Ya me doy cuenta – dijo Macario-. Eso no es mas que lo impresionable de cada cual. Unos son mas, otros son menos. Los hay que se te quedan tan frescos viendo, tal como ahi, a la gente despedazada en un accidente de autobus; como otros, por el contrario, pues arreglado al caso de usted, o parecido.
El hombre de los z. b. comento:
– Y esta uno leyendo todos los dias cantidad de accidentes que traen los periodicos, con pelos y senales, sin inmutarse ni esto; y, en cambio, asiste uno a lo poquisimo que yo he presenciado aqui esta tarde, y casi de refilon, como quien dice, y ya se queda uno impresionado, con ese entresi metido por el cuerpo, que ya no hay quien te lo saque» Como con mal aguero, esto es, esa es la palabra: con mal aguero.
– Ya, ya me lo figuro – dijo Macario, sin prestar ya atencion a lo que el otro decia.
– Y por ejemplo, esta noche, ya no puedo yo cenar, mire por cuanto – concluia el hombre de los z. b. -. Se fastidio la cena.
Descubrio al Juez entre los que bailaban. Sobresalia su cabeza rubia por encima de las otras cabezas. Era una samba lo que estaban tocando. Ahora el Juez lo vio a el y se senalaba el pecho, como si preguntase: ?Me busca? Asintio. Paro el Juez de bailar y ya se excusaba con su pareja:
– Dispensame, Aurorita, esta ahi el Secretario; voy a ver que me quiere.
– Estas perdonado, Angel, no te preocupes. La obligacion lo primero – sonreia reticente.
– Gracias, Aurora.
Se salio de la pista, esquivando a las otras parejas, y se detuvo junto a un tiesto con grandes hojas, donde estaba el Secretario. Este le dijo:
– No corria tanta prisa; podia haber terminado este baile.
– Es lo mismo. ? Que hay?
– Han telefoneado de San Fernando, que hay una ahogada en el rio.
– Vaya, hombre – torcia el gesto -. ?Y quien llamo?
– La pareja.
El Juez miro la hora.
– Bueno. ?Ha pedido usted un coche?
– Si, senor; a la puerta lo tengo. El de Vicente.
– Caray, es una tortuga.
– No habia otro. Los domingos, ya sabe usted, no se encuentra un taxi; y menos hoy, que ha salido la veda de la codorniz.
– Bueno, pues voy a decirles a estos que me marcho. En seguida soy con usted.
Atraveso la sala y se acerco a una mesa.
– Lo siento, amigos; he de marcharme. Recogia del cristal de la mesa un mechero plateado y una cajetilla de Philips.
– ?Que es lo que pasa? – le preguntaba la chica que habia bailado con el.
– Un ahogado.
– ?En el rio?
– Si, pero no aqui en el Henares, sino en el Jarama, en San Fernando.
– Y claro, tendras que ir en seguida. El Juez asintio con la cabeza. Tenia un traje oscuro, con un clavel en la solapa.
– Encuentro de muy mal gusto el ahogarse a estas horas y ademas en domingo – dijo uno de los que estaban en la mesa -. Te compadezco.
– El escogio la profesion.
– Asi que hasta manana – dijo el Juez.
– Tienes aqui todavia, mira. Terminatelo – le advertia uno de gafas, ofreciendole un vaso muy alto, en el que flotaba una rodajita de limon.
El Juez se lo cogio de las manos y apuraba el contenido. La orquesta habia parado de tocar. Una chica de azul se acercaba a la mesa, con otro joven de chaqueta clara.
– Angel se tiene que marchar – les dijeron.
– ?Si? ?Por que razon?
– El deber lo reclama.
– Pues que lata; cuanto lo siento.
– Yo tambien – dijo el Juez -. Que os divirtais.
– Hasta la vista, Angelito.
– Adios a todos.
Saludo con un gesto de la mano y se dio media vuelta. Atraveso la pista de baile, hacia el Secretario.
– Cuando usted quiera – le dijo sin detenerse.
El Secretario salio con el y recorrieron un ancho pasillo, con techo de artesonado, hasta el recibidor. El conserje, ya viejo, con traje de galones y botones dorados, dejo a un lado el cigarro, al verlos venir, y se levanto cansadamente de su silla de enea.
– Muy buenas noches, senor Juez, usted lo pase bien – dijo mientras le abria la gran puerta de cristales, con letras esmeriladas.
Volvio a oirse la musica tras ellos. El Juez miro un instante hacia la sala.
– Hasta manana, Ortega – le dijo al conserje, ya pasando el umbral hacia la calle.
Habia un Balilla marron. El chofer estaba en mangas de camisa, casi sentado en el guardabarros. Saludo y les abria la portezuela. El Juez se detuvo un momento delante del coche y levanto la vista hacia el cielo nocturno. Luego inclino su largo cuerpo y se metio en el auto. El Secretario entro detras, y el chofer les cerro la portezuela. Veian a la derecha la cara del conserje, que los miraba por detras de las letras historiadas de los grandes cristales: casino de alcala. Ya el chofer habia dado la vuelta por detras del automovil y se sentaba al volante. No le arrancaba a lo pronto, renqueaba. Tiro de la palanquita que le cerraba el aire al motor, y este se puso en marcha.
– Vicente – dijo el Juez -, al pasar por mi casa, pare un momento, por favor – se dirigio al Secretario -. Voy a dejarle dicho a mi madre que nos vamos, para que cenen ellas, sin esperarme.
Pasaban por la Plaza Mayor. No habia nadie. Solo la silueta de Miguel de Cervantes, en su peana, delgado, con la pluma y el espadin, en medio de los jardincillos, bajo la luna tranquila. De los bares salia luz y humo. Se veian hombres dentro, borrosos, aglomerados en los mostradores. Despues el coche se paro.
– Vaya usted mismo, Vicente – le dijo el Juez -, tenga la bondad. Le dice a la doncella que nos vamos para San Fernando y que podre tardar un par de horas en estar de regreso.
– Bien, senor Juez.
Se apeo del coche y llamaba al timbre de una puerta. Luego la puerta se abrio y el mecanico hablaba con la criada, cuya figura se recortaba en el umbral, contra la luz que salia de la casa. Ya terminaba de dar el recado, pero la puerta no llego a cerrarse, porque otra figura de mujer aparecia por detras de la doncella, apartandola, y cruzaba la acera hasta el coche.