hacia Fernando. No le podia ver los ojos, porque tenia el antebrazo cruzado sobre la cara, para taparse de la luz.
– Vaya; este se durmio.
El agua inmovil de la presa repercutia hacia los arboles el eco de la voz del espiquier, que venia de las radios de los merenderos. Mely miro de nuevo hacia Alicia y Miguel.
– Buena te vas a poner esa camisa – dijo ahora.
– ?Quien?, ?yo?
– Si, tu, claro. Perdido de tierra te vas a poner. ?Estais ahi tumbados a la bartola…!
Miguel se encogia de hombros; le dijo:
– Da igual. Ya la iba a echar de todas formas a lo sucio, en cuanto que llegue a mi casa esta noche.
Mely no contesto. Se tendio bocarriba, con las manos cruzadas por detras de la nuca.
– ?Que asquito de calor…! – suspiraba.
Desde la sombra de los arboles, cegaba los ojos el fulgor exasperante de la otra ribera, batida por el sol; una losa de luz aplastaba el erial desamparado, borrando las ovejas del pequeno rebano contra los llanos blanquecinos. Lucita decia:
– ?Como tengo la espalda de escocida!; no puedo ni ponerla contra el suelo.
Habia levantado el torso hasta quedar sentada; anadio:
– ?Me untais alguno una poquita de nivea? – miraba a Tito.
Tito estaba tendido a su lado; volvio los ojos hacia ella. Y Luci:
– ?Eh?, ?serias tu mismo tan amable, Tito, hacerme ese favor?
– Si, mujer; yo te unto.
– Gracias. Es que me escuece bastante, ?sabes?, no te creas.
Mely habia ladeado la cabeza hacia el hombro, y otra vez observaba, tras de sus gafas negras, los carinos de Alicia y Miguel. Ahora les decia:
– Oye; ?quereis fumar un rubio, Miguel? Os convido.
– ?Mmm? Ah, un pitillo, eso si.
– Pues los voy a sacar. Lucita dijo:
– Alcanzame la bolsa, haz el favor, que tengo ahi la crema. Tendia la mano para que Tito se la diese.
– Yo te la busco – dijo el.
– No; no me curiosees – lo cogia por un brazo -. Dame esa bolsa, Tito.
El otro la apartaba de su alcance.
– Me divierte fisgar. ?Tienes secretos, Luci?
– Tengo mis cosas. No me gusta que me fisguen. Luego decis que nosotras que si somos cotillas. Anda, damela ya. Tito se la entregaba.
– Bueno, hija; toma la bolsa. Respetaremos tus secretos.
– No; de secretos nada. No te preocupes, que no tengo ninguno. Valiente desilusion te llevarias. Ahora mismo, si quieres, te lo puedo ensenar todo lo que hay, vaya una cosa. Yo soy muy poco interesante, hijo mio; que le vamos a hacer.
Revolvia con la mano en la bolsa, buscando la latita de nivea.
– ?Entonces, por que no querias que lo viese?
– Pues me gusta que sea en mis manos; ser yo la que lo ensene, unicamente. Y no que me lo mangoneen los demas, a la fuerza. Ten la lata.
Se tendio bocabajo.
– Sobre todo en los hombros – advertia.
Ahora alguien gritaba, rio arriba, con un concavo eco, bajo las bovedas del puente. Paulina se volvio. A la entrada del puente, en lo alto, pegaba el sol en los colores, azul y amarillo, de un disco de senales ferroviarias. Sebas tenia la cabeza sobre las piernas de Paulina; alargaba la mano hasta tocar con los dedos una pequena marca en el tobillo de Santos:
– ?Que es esta matadura que tienes? – le decia. El otro encogia la pierna.
– No me aprietes, que duele. Del partido.
– ?Cuando?
– El domingo pasado en el campo de Elipa. Contra los de la F.E.R.S.A.
– ?Ah, si? ?Como quedasteis?
– Se termino a tortazos a la mitad del primer tiempo. Sebastian se reia:
– ?Y eso?
– Pues ya ves, lo de siempre. Eran algo animales. A bofetadas les pudimos; hubo un reparto bastante regular – movia la mano derecha en el aire, en signo de paliza.
– Se acaba siempre asi. No siendo que haya una pareja, para imponer respeto.
– Ya; aqui la fuerza es lo unico que se hace de respetar.
– Y eso, cuando se la respeta; que no es siempre, tampoco. Tambien hay sus desmandos, a las veces. ?De modo que os disolvisteis a curritos?
– A ver. Luego jugamos un amistoso nosotros y nosotros. Sacamos dos equipos, metiendo a unos cuantos de los que habian venido a ver. Los de la F.E.R.S.A. se marcharon con viento fresco – dijo Santos.
Tenia sobre los ojos el dorso de la mano, para cubrirse de la claridad. Ahora, Paulina rascaba la espalda de Sebas; ella dijo:
– Oye, en esa fabrica tuya, tambien trabajan chicas, ?no, Santos?
– Solo empaquetadoras. Estan en otro reparto que nosotros. Nosotros no las vemos siquiera.
– Ni falta que te hace – dijo Carmen.
– Ninguna, carino – le contestaba riendo.
Y queria alcanzarle la barbilla con el brazo extendido.
– Prenda.
– Bueno, sin tanta coba.
– ?Eres celosa tu de este individuo? – preguntaba Paulina. Carmen le contestaba encogiendose de hombros.
– Lo normal.
– ?Huy, lo normal; Dios nos libre! – dijo Santos -. ?Si esto es Juana la Loca!
Discutian en el grupo cercano de partos y de abortos, y sobre cual era el mas guapo de dos que habian nacido; eran mujeres. El hombre que estaba con ellas no decia nada y las miraba, fumando. Era el Buda de antes, pero se habia vestido. Daniel dormia. Dieron una espantada las ovejas en el llano de enfrente, porque algunos corrian desnudos a lagartos. Habian sonado los opacos cantazos contra el suelo, como sobre una manta. Ahora el ladrar de los careas y los silbidos del pastor. Lucita hizo un extrano.
– Ahi no, Tito, que me haces cosquillas.
Se sentia el olor ambarino de la crema nivea. Ya volvia a pasar el heladero; lo llamaron de un grupo cercano. «Voy de vacio», contestaba. Daniel habia levantado la cabeza y lo miro un momento.
– ?Que tio tan feo…! – se decia, volviendo a esconder la cara hacia la tierra.
– ?Que dano te habra hecho? – dijo Luci.
Mely se estaba mirando en el hombro una raya mas clara, que le habia dejado el tirante del banador. Fernando habia abierto los ojos y senalo hacia el cielo en un claro de las copas.
– ?Mirar que pajaros!
Pasaban altos, recortados, con un rumbo indeciso, planeando con las alas