agua embalsada de la presa, el reflejo de la luz que venia de las bombillas de los merenderos, la sombra enorme de alguien que se habia asomado al malecon. El mismo malecon no se veia, oculto a la derecha tras el morro del ribazo, ni las terrazas cuajadas de gente, ni las bombillas bailando en los cables debajo del gran arbol; solo las sombras y las luces que proyectaban hacia el agua. Llegaban el alboroto, las voces de juerga, la musica incesante de las radios, el fragor de la esclusa, de alla abajo, al final de los arboles, enfrente del puntal.

Luego el ojo blanquisimo del tren asomo de repente al fondo de los llanos; se acercaba, rodante y fragoroso, dando alaridos por la recta elevada que cruzaba el erial. Entraba al puente del Jarama, sorprendia instantaneas figuras de novios aplastadas de miedo contra los pretiles, en la luz violentisima, que se cego acto seguido tras las casas de la margen derecha, hacia el paso a nivel y la estacion de Coslada y San Fernando de Henares. Lucita se estremecia y se pasaba las manos por los brazos y los hombros; luego dijo:

–  Chico, estoy mas molesta… Tengo grima, con tanto polvo encima de la piel. Tanta tierra pegada por todo el cuerpo. Te pones perdida de tierra, no se puede soportar.

– Lleva razon – dijo Sebas -, se llena uno hasta los pelos, a fuerza de estarse revolcando todo el dia. Para darse otro bano. Yo me lo daba. ?Eh?, ?que os parece?, ?que tal darnos ahora un chapuzon?

– ?Pero a estas horas? – dijo Paulina-. Tu no estas bien de la cabeza. Yo creo que…

– Mas emocionante, ya veras.

– Por mi desde luego – dijo Lucita-. Yo me apunto. Has tenido una idea.

– Bien por Lucita, asi me gusta. Anda, Tito, y tu tambien, vamos todos, hale.

– Yo no, chico, no tengo gana, la verdad. Ir vosotros; yo me quedo al cuidado de la ropa.

– Tu te lo pierdes.

– A mi me sigue pareciendo una chaladura – dijo Paulina -. ?A quien se le ocurre banarse a estas horas?

– A nosotros, ?no basta? Venga, paloma, a remojarse, no te hagas de rogar.

– Animate, mujer – dijo Luci -. Ya veras luego lo a gusto que te quedas. Si tu no vienes, yo tampoco; asi es que mira.

– Pero cortito, ?eh?, enjuagarse y salir.

– Que si, mujer.

– ?Que esperamos, entonces?; venga ya, para luego es tarde.

Lucita y Sebastian se habian incorporado.

– Aupame, Sebas.

– Voy.

Cogio las manos de su novia y tiro para arriba hasta ponerla en pie. Tito dijo:

– Aligerar, que ya pronto hay que subirse.

– Descuida. Guardame esto, toma, haz el favor. Lucita dio un respingo.

– ?Al rio, al rio! – gritaba de pronto -. ?Al rio, muchachos! ?Abajo la modorra!

Los otros la miraron sorprendidos.

–  Chica, ?que mosca te ha picado ahora? – le decia Paulina riendo -. ?Te desconozco…!

– Pues ya lo ves, hija mia. Yo soy asi. La cabra loca. Tan pronto… Segun me da, ?no sabes?, tan pronto coles, como de golpe lechugas. Mas vale, ?no crees tu? ?Venga, vamos al agua!

Se movieron.

– ?Huy, como estas esta noche…!

Reian las dos. Tito se puso en la muneca el reloj que le habia dejado Sebastian y veia las tres sombras por entre los troncos, alejandose hacia el rio. La luna ya no era roja, alla enfrente; se habia puesto amarilla, sobre el cerro del Viso, sobre la solitaria tierra alcalaina.

Alcanzaron el rio.

– Da un poco miedo, ?verdad tu? – dijo Paulina al detenerse junto al agua.

– Impone – dijo Sebas -. Impone un poquito. Pero no hay que tenerle aprension. Vamos, mujer, no te pares ahora, tu cogete a mi.

Sebas entro en el rio; avanzaban lentamente, empujando las piernas por el agua. Sentia en los. hombros las manos de Paulina que lo agarraba por detras.

– Oye, parece tinta en vez de agua – dijo ella -. No te metas mucho.

Lucita entro despues. Se detuvo un momento y volvio la cabeza hacia la masa oscura de los arboles. Lucian bombillas dispersas en la noche, puertas iluminadas hacia el rio y el campo.

– Entonces se levanta la sesion – decia don Marcial. El viejo Schneider habia consultado su reloj de bolsillo. Coca lo quiso ver.

– ?Me permite?

En la tapa de acero tenia grabadas las aguilas imperiales de Alemania.

– Esta es aguila bicefala – explicaba Schneider -; con dos cabecitas. Una antigua cosa. Ahora ya muerto ese bicho, ?pum, pum…!, cazadores, matado el pobre aguila. Getot.

Hizo un gesto definitivo con la mano; luego dijo:

– Bien; ahora que yo me voy; no hace esperar la vieja esposa.

Don Marcial y Carmelo tambien se levantaron y se arrimaban a los del mostrador. Se quedo solo Coca-Cona en la mesa del juego; sus manos hacian castillos con las fichas.

– ?Como quedo la cosa?

– Como siempre.

Le dijo Schneider a Mauricio:

– Yo pasa ahora un momento a saludar la senora. Mauricio asentia.

– El juego tiene poca novedad – dijo el chofer. Schneider entro por el pasillo y llego a la cocina:

– ?Es permiso? Senora Faustina; yo marcha, pues, para la casa.

– Muy bien, senor Esnaider, pues ya lo sabe usted, la dice que sin falta esta semana paso a verla y a tenerle un ratito compania.

– Yo soy de acuerdo, sin duda. Esto ha de ser muy grato para ella.

– Y muy agradecida por la fruta, ?eh? Tenga, llevese el cesto. Y que no se le vuelva a ocurrir de traernos mas higos ni mas nada, ?entendido? Que quede eso bien claro.

El viejo sonreia, recogiendo la cesta de manos de Faustina. Los higos habian pasado a una fuente de loza, encima de un vasar festoneado con papeles de colores. Entraba el alboroto del jardin.

– Muy numerosa gente – dijo Schneider, senalando a la ventana.

– Si, pejigueras. Es mucho mas lo que incomodan que lo que dan a ganar. Aparecio Justina.

– Madre, ?me deja un pano? Hola, senor Esnaider, buenas noches. Se derramo un poco de vino en la mesa de ahi fuera. ?En donde tiene un pano?

– ?Oh, la Diosa de San Fernando, que viene a coger un panito! ?Menos mal que yo veo finalmente mi Prinzesa, mas guapa de Espania! Yo sueno las cosas buenas esta noche; yo soy seguro no vienen los demonios esta noche cuando duermo.

Justina se reia.

– ?Vaya, que cosas mas galantes sabe usted! Cualquiera se le resiste. ?Se estila asi en Berlin? Dara gusto andar una por la calle.

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