– Aj, no; Berlin triste, feo, mucho nieve en la calle. Sin sol no posible que ver las chicas guapas; solo este nieve que se pisa y se convierte todo suzio como fango.
– Vamos, que no le gusta. Pues tambien tendra que tener cosas bonitas, hombre, estoy segura; monumentos artisticos, palacios… Eso no es mas que usted, que como se los conoce de siempre, pues que ya no le llaman la atencion. Me apuesto la cabeza a que a mi me encantaria, diga usted lo que quiera. Bueno, me voy a eso, buenas noches.
Habia cogido el pano de junto al fregadero y salio hacia el jardin.
– No se moleste – le dijeron -, no merece la pena. Si lo van a volver a derramar dentro de nada.
– ?Y que hora es? – decia Ricardo.
– La de no preguntar la hora que es – contesto Zacarias. Fernando llenaba los vasos. Se marcho Justina.
– Es verdad, hombre. Dejar a la gente vivir.
– ?Que bien plantada es la moza del establecimiento! – comento Mariyayo -; un parecido a la Gina Lollobrigida, ?verdad?
Se habia terminado la rumba.
– ?A que la saco despues a bailar? – dijo Fernando.
– ?A que no?
– Pues dejate que vuelva, ya veras.
Regresaban los otros a la mesa. El mas delgado de los de Legazpi se sento junto a Lolita, que habia bailado con el. Traia una camisa del ejercito.
– Mi vida es una pelicula – le decia -; una pelicula de risa y una pelicula de miedo al mismo tiempo.
– No me digas.
– Pues si.
Lolita se reia. El otro de Legazpi se habia puesto a dar grandes palmadas.
– Ahora traen otras dos por nuestra cuenta.
– Si hay aqui todavia.
– Miguel, ?por que no cantas?
– Bueno, ?y tu nombre, a todo esto?
– Pues Loli.
– O sea, Dolores. Ricardo los miraba.
– Loli, hombre, Loli, por Dios. Ni hablar de Dolores; Dolores lo odio; suena mal. Los dolores ya vienen ellos solos, sin que haga falta que los llamen.
El de Atocha se levanto hacia el gallinero.
– Hay cada nombrecito que se las trae: Dolores, Angustias, Martirio…
Estaban cantando… Pegaba la luz debilmente sobre el muro cremoso de la casa, en los cristales de Justina, en los roidos ladrillos de la tapia que cercaba el merendero. La otra parte del jardin aparecia abandonada, casi silvestre, sumida en oscuros rincones, adonde la espesura de las madreselvas impedia que llegase la luz de la bombilla. Todos miraron de repente.
– ?Que hace ese loco?
El de Atocha corria dando voces por todo el jardin.
– ?A mi! – gritaba -. ?A mi los galgos!
– ?Un conejo, un conejo…!
Acudian los dos de Legazpi. Blanqueaba la coneja en velocisimos zigzags entre las patas de las sillas y las mesas escapando sin tino de una parte a otra, despavorida por los gritos y carreras de sus perseguidores.
– ?Ahi te va, Federico, ahi te va…!
Gritaban y reian corriendo como locos; le dieron un trastazo a la silla en donde estaba la gramola. Lucas les dio una voz:
– ?Cuidado, abisinios! No le oyeron.
– Ya vais a ver como tenemos un disgusto – decia Ricardo.
La coneja corria desconcertada, acorralada, regateando entre las piernas de los tres perseguidores; se daba de narices, una y otra vez, contra la tela metalica del gallinero cerrado, en el afan de volver a su guarida.
– ?No te desmarques, que se cuela, que se cuela…!
Se detuvo de pronto; habia ido a ampararse debajo de las bicis derribadas, al fondo del jardin.
– ?Quietos! ?Ya no se escapa! – exclamo Federico.
– Tu por ahi, yo por aqui; cuidado, Pedro. Mira, ahi esta.
La entreveian blanquear, tiritando y encogida, sobresaltada en el ovillo de su pelo mimoso y aterrado, debajo de los radios de una rueda y la malla de colores de la bici de Lucita.
– Ya lo veo. No os movais, por favor, no os movais, que ya es mio… -susurraba el de Atocha.
Se agacho cauteloso, para meter la mano debajo de la rueda y apretar la coneja por la espalda. Los otros no se movian. La mano tiro el viaje y sus dedos se clavaron en la bola viviente, de blanquisimo pelo.
– ?Cabron! – salto -; ?ha querido morderme, el cabron de el! – ya la sacaba arrastrando, por las patas traseras -. ?Te meto un testarazo…!
La levanto en el aire ante todos los otros y el animal se debatia bocabajo, en violentos empellones. Le pesaba en la mano.
– ?Vamos a hacer ilusionismo! – se reia -: ?Un sombrero de copa! ?Quien tiene un sombrero de copa?
– ??Sinverguenza!!
Habia aparecido Faustina en el jardin.
– ??Pedazo de sinverguenza!! – llego a el -. ?Traiga ese bicho!
Le arrebato la coneja de las manos.
– Tampoco se ponga usted asi…
– ?Ya somos un poco mayorcitos, digo yo! ?Os estorbaba el animalito donde estaba? ?Cuidado la poquisima verguenza!
Schneider se habia asomado detras de Faustina y estaba parado en el umbral. Ella apretaba el animal contra su pecho; le sentia todo el caliente sobresalto de los musculos menudos, el bullir de la sangre acelerada de pavor. Entro en el gallinero y puso la coneja en libertad: la blanca sombra escapo de sus manos y se eclipso en la madriguera. Ya volviendo hacia Schneider, le decia:
– ?Se da usted cuenta las cosas que tiene una que aguantar? ?Que le parece los ninos estos malcriados? ?Pero que cara mas dura! ?Que poquita verguenza!
Schneider mecia la cabeza y se volvia al de Atocha, que estaba ya junto a la mesa de los otros.
– Esto no bien. Conejita igualmente de Dios: ?por que hace sufrirla? Esta cosa se llama el corazon muy duro – aleccionaba con el indice y senalo a su propio pecho, en el lugar del corazon.
– Dejelos, dejelos; buena gana gastar saliva en balde. A estos no los va usted a cambiar. Tiempo perdido.
El aleman se encogia de hombros y entraba a la casa detras de Faustina. Rieron en la mesa, a sus espaldas.
– ?Su madre, el extranjero, lo cursi que se pone! ?Huy, que tio!
– Calla, que a poco si suelto el trapo delante de sus barbas.
Dijo Miguel:
– Hombre, tampoco esta muy bien lo que habeis hecho.