– ?Daniel, maldita sea, Daniel…!

Restregaba los ojos contra el hombro de Daniel y gemia con encono.

– ?Tenia que pasar esto…? alli los tres hace un rato, Daniel, y mira lo que tenia que pasar, maldita sea, ?y ahora su madre!, ?que la decimos a su madre, Daniel?, ?que la decimos?, ?que la decimos…?

Daniel miraba el cuerpo de Luci, por encima del hombro de su amigo; no dijo nada. Otra vez se le oia llorar a Paulina. Se acerco el guardia viejo y despegaba a Tito del hombro de Daniel.

– Ande, compongase, muchacho. Son desgracias. Hay que arrostrar con ellas. Sean hombres. Compongase y vayan los dos a por la ropa, ande. Se van ustedes a quedar frios y no hay tampoco necesidad de cogerse una bronconeumonia. En marcha. Y regresen al punto, no se demoren.

Tito volvio la cara hacia la sombra y se limpio con las manos; luego ambos se marchaban. Rafael se les unio por el camino y venia en silencio, al lado de Daniel. Ya no debia de haber nadie en la arboleda; no se oia una voz; estaba muy oscuro por los troncos, y solo algunos claros de una blancura livida y difusa manchaban de cuando en cuando el suelo ennegrecido, alli donde la luna se colaba por entremedias de los arboles. Luego una sombra humana se movio entre los troncos; «?Eh!, ?sois vosotros?», les decia una voz.

– ?Soy yo, Josemari! – respondia Rafael -. Aqui esta ya mi companero; si os hace falta ayuda, nos llamais.

– Gracias – dijo Daniel -, nos arreglaremos.

– Como os parezca.

Rafael se detuvo con el otro, mientras Tito y Daniel proseguian el camino.

– ?Que pasa? – le pregunto Josemari.

– La sacamos muerta.

– De eso ya me he enterado. ?Y esos quienes eran?

– Hay que cogerlo todo y llevarlo hasta alli.

– Contesta, ?quienes son esos?

– ?Esos dos?, pues que venian con la ahogada. Estan hechos trizas.

– Ya, me figuro. ?Y como ha ocurrido la cosa?

– Mira, despues me lo preguntas, tu. Ahora hay que levantar el campo y trasladarlo alli todo.

– ?Todo?, ?pero por que?, ?no pueden venir ellos?

– No pueden, claro que no pueden; ?no comprendes que nos ha requerido a los cuatro la guardia civil, para tomarnos declaracion?

– Pues habla. Si no te explicas, ?yo que se? Vaya lio, entonces; habra para rato con toda esa serie de formalidades.

– Supongo. Llegaban al hato.

– Oye, nos dejaran por lo menos telefonear a nuestras casas, ?no?

– Si, hombre; eso creo yo que si. Venga, vamos cogiendo los trastos, Josemari.

Tito y Daniel no encontraron en seguida el lugar del campamento; andaban despistados entre la oscuridad. Luego los pies de Tito tropezaron en algo que habia en el suelo, y sus ojos reconocieron el brillo confuso de una tartera.

– Aqui es, tu.

Se apoyo contra el tronco donde habian estado por la tarde los tres; se dejo resbalar hasta el suelo. Daniel se acercaba.

– ?Que haces, hombre?

Tito estaba tendido bocabajo y enterraba la cara en un bulto de ropa.

– Pero hombre, ?otra vez? Vamos, levantate ya.

– No puedo mas, Daniel, te lo juro, te lo juro; es que estoy deshecho…

Daniel se habia agachado y lo agarraba por el hombro.

– Vamos, hay que poder, no hay mas remedio, ?como te crees que estamos los demas?

– ?Los demas! Tu no lo sabes, tu no sabes nada. ?Tu no sabes nada!, ?no sabes nada…! ?Pues yo no volvere a poner los pies en este sitio en mi vida, te lo juro! ?Lo tengo aborrecido para siempre! ?Tu me lo estas escuchando, Daniel: cien anos que viva…!

Amordazaba su voz contra la ropa.

El guardia viejo le habia dicho al otro, cuando Tito y Daniel se alejaban:

– Tu, mira; antes que nada, voy a acercarme ahi junto, a llamar por el telefono, para que vayan viniendo las autoridades, ?me comprendes? Te quedas al cuidado mientras tanto, y cuando vengan con la ropa te haces cargo de los efectos de la victima y le echas algo por cima, para que no este asi, al descubierto.

– Conformes.

Sebastian se habia sentado al lado de Paulina, en la arena.

Ahora dos de los otros se sentaron tambien frente al agua, abarcandose las piernas con las manos enlazadas en las aristas de las tibias. El de San Carlos estaba de pie junto al cadaver, como a unos seis o siete pasos de los otros. Se ponia un momento en cuclillas, para observar alguna cosa, pero el guardia civil lo reprendio:

– Deje eso. Retirese de ahi.

Y le hacia una sena expulsiva. Se paseaba por la orilla, con el dedo pulgar enganchado a la correa del fusil. Paulina tiritaba.

– Tengo frio, Sebastian; no se que frio me esta entrando.

Se arrimaba a su novio, buscando el calor. Sebas le echo sobre las piernas los pantalones de Tito, que habian quedado tirados por alli.

Ya el guardia viejo habia cruzado el puentecillo de madera, que distaba no mas de quince pasos, aguas arriba del puntal. Ya iba de nuevo aguas abajo, por la otra orilla del brazo muerto, atravesando el breve trecho de maleza y la morera ensombrecida, hasta la misma explanada de los merenderos, que daban al malecon. Habia ya tan solo un par de familias en las mesas de la terraza, ya sin manteles. El guardia entro en el primero de los tres aguaduchos. Habia mucho humo en el interior del local, como un velo uniforme que todo lo fundia, bajo la luz amarillenta y pegajosa: emborronaba las caras; amortiguaba el brillo de los vidrios, las bandejas niqueladas y la pequena cafetera expres; difuminaba las sucias figuras de los naipes, los dibujos de los anuncios y los calendarios de colores. Estaba lleno de gente, ya casi nadie de Madrid, patosas borracheras de domingo. Algo freian en la cocina; se sentia el acre olor del aceite quemado.

– Aurelia, voy a llamar por el telefono, si no hay inconveniente.

– Llama, llama; telefonea adonde quieras.

– Gracias. Dejo el tricornio sobre el mostrador y se acerco al aparato.

Luego se oyo el runrun de la manivela y muchos se callaban para escuchar.

– Mira, aqui es Gumersindo, el guardia al aparato – se tapo con un dedo el oido libre-. Mira, Luisa: me vas a dar, pero urgente, Alcala de Henares, llamada oficial, con el Senor Secretario del Juzgado; escucha, si no contestan en su casa, la dices a la telefonista que te lo localice como sea por ahi, ?entendido? – hizo una pausa -. ?Que? Ah, eso a ti no te interesa; ya lo sabras – volvio los ojos hacia la gente de las mesas -. ?Pues claro esta que algo habra pasado! ?No va a ser para felicitarle las Pascuas! – se reian en las mesas, volvio a escuchar -. ?Queee? – escuchando de nuevo, esbozo poco a poco una sonrisa -. Mira, nina, podia ser yo tu padre un par de veces; de modo que no juegues con los cincuentones y espabilame rapido la conferencia, anda. Me la das aqui mismo, ?eh?, donde la Aurelia, ya sabes. Cuelgo.

Colgo el auricular y se volvio al mostrador, a donde habia dejado su tricornio.

– ?Que te pongo? – le decia la mujer.

– Agua.

– Mira el botijo; detras de ti lo tienes. Le senalo con la barbilla el umbral de una ventana. Despues anadia, comentando:

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