caber alli los tres, ellos dos y el abrigo.
Se entraba directamente de la escalera en aquel saloncito abuhardillado, que servia al mismo tiempo de cuarto de trabajo y de estudio, de comedor y de salita. Una puerta al fondo comunicaba este cuarto con un dormitorio en el que solo echado o sentado sobre la cama podia estarse con comodidad, debido a las pronunciadas pendientes del tejado que iba a morir donde acababa la habitacion. La cama, hecha sobre una plataforma de unos veinte centimetros de alto, estaba cubierta con un edredon de patchwork, muy nordico. Como cabecera, pinchado en la pared, habia un pano indio, con graciosos renacuajos acrobatas. Se descubria en los primores y minucias la ordenada mano de una mujer. No es muy grande el apartamento, le explicaba Hanna a Poe mientras le servia de cicerone. A Poe no se le paso por alto la anchura de aquella cama, las dos lamparas encendidas a uno y otro lado, sobre sendos cubos minimos de madera. En la mesilla proxima a la pared, en la parte en la que incluso tumbado era facil rozar el techo con la frente, habia dos o tres libros. ?Tambien de Hanna, de alguna otra persona? Imagino que en cada lado de aquel talamo podrian dos personas enamoradas llevar una vida feliz en comun, cada cual con sus libros de cabecera, sus mananas de sabado prolongadas, sus descansos reparadores dominicales… Le gustaban los ambientes recogidos, silenciosos, un poco misantropicos como el mismo. Imagino que las sabanas olerian a lavanda, a genciana, a malvavisco o a cualquiera de esas flores que salian en los cuentos de Andersen. Tras el dormitorio, el cuarto de bano parecia en realidad el de una casa de munecas, lo mismo que la cocina, a la que se accedia por la puerta de la derecha y cuyo tamano era mas propio de la cabana de Blancanieves. En ella vio Poe los cuencos y fuentes en los que esperaba, ya preparada, la cena, el cestito del pan, la jarra de agua, la botella de vino que el habia traido, junto a la mercada por Hanna.
No habia muchos muebles alli, no podia haberlos. En el saloncito, aquella mesa camilla, dos sillas de enea, un sillon orejudo metido en un rincon, junto a una discreta estanteria de maderas lavadas con dos docenas de libros, un poster de una mujer de Matisse, un espejito de marco moruno, en el rincon una pequena cintia que rozaba con sus hojas en el techo bajo. Frente a la mesa se encontraba una ventana balcon a la que se accedia por dos peldanos, pintados del color de las baldosas, rojo de carruaje.
Hanna conocia bien el itinerario que debian seguir aquellas visitas guiadas, coronadas en la minima terraza desde la que se atalayaba un panorama fascinante, formidable, unico. No era tampoco un espacio generoso, ciertamente. Participaba de la escala liliputiense que tenia todo alli. Pero la joven conocia de sobra la impresion que aquello solia causar a las visitas, de modo que cediendole el paso a Poe se quedo detras, vagamente escorada, pendiente de la expresion de su rostro, atenta a lo que en el se pintaria en cuanto se enfrentara a lo que ella desplego para el, como un inmenso tapiz.
– Caramba, Hanna, esto es lo mas hermoso que he visto nunca en mi vida.
Hanna se acerco, complacida por la felicidad de su amigo.
Llamarle terraza a algo que no era mayor que la cofa colgada en lo mas alto de un mastil, habria sido excesivo. Apenas cabian ellos dos alli, y tenian que disputarse el espacio libre con un gran numero de macetas, geranios rosas en su mayoria. Tuvo incluso que decir Hanna la frase que reservaba para ese lugar a modo de disculpa: en su modestia aquellas macetas tan cuidadas no desmerecian de toda la majestuosa fabrica del Palacio Real.
– Soy aficionada a las plantas -dijo, como quien confiesa una debilidad mas que un don.
Poe hubiese seguido en silencio toda la noche, pero hizo un esfuerzo de iniciar algo que se pareciese a una conversacion.
– Y de todos los millones que han vivido en Madrid, seguramente solo unas docenas de personas habran visto esto alguna vez.
Se sintio como un elegido, alguien senalado por el dedo de la Fortuna.
Hanna ni siquiera le respondio. Miraba a aquel alumno con curiosidad. Jamas habia invitado a un alumno a su casa. A ella habian venido, en grupo, algunos. Encontraba obscenas las relaciones personales entre profesor y alumna, y por lo mismo, entre alumno y profesora.
Luego guardo silencio, porque le parecio que cualquier palabra en aquel momento, en aquel lugar, en aquella compania, era una profanacion.
Hacia frio. Hanna entro en la habitacion y salio despues de echarse sobre los hombros lo primero que encontro a mano.
Casi al alcance de su mano se hallaba el Palacio Real, iluminado como el decorado de una opera que fuese a empezar en ese momento para ellos dos solos.
Desde aquel privilegiado lugar el Palacio era grande y pequeno a la vez, monumental y domestico, algo que sobrecogia y algo que hubieran podido modificar sus manos, como esas construcciones elementales hechas a base de tacos geometricos de madera, que los ninos combinan de forma caprichosa.
Mas alla, las infinitas lucecitas de los barrios extremos que cercaban la ciudad, tras la mancha negra de los bosques de la Casa de Campo, se perdian en lontananza confundidas con las estrellas que tambien en lontananza cimentaban el cielo.
– Es bellisimo -susurro Poe.
Se arrepintio al momento de repetir una frase que quiza le dejara por charlatan.
Hanna reparo entonces en que el abrigo que le cubria no era el suyo, sino el de su amigo, y deseo que el se percatara de ese detalle, pero tambien que se le pasara por alto. Empezaba a experimentar sentimientos contradictorios. Se alarmo, porque su experiencia le decia que tales contradicciones eran la antesala de un amor violento y apasionado, abocado, como todos los suyos, a un final que dejaria en ella secuelas dolorosas.
La experiencia de Poe en ese terreno era mucho menor que la de Hanna, por no decir nula. Del pueblo de donde el venia, nadie arrastraba equipajes demasiado historiados por lo que se refiere al amor. En aquel remoto lugar de la profunda Espana las vidas tenian trayectorias rectilineas que empezaban un dia en la primera comunion y acababan otro, quince anos despues, en el matrimonio, sin salir de la misma iglesia y sin cambiar de cura.
La estrechez de la terraza, tanto como el frio, les habia acercado. Permanecian en silencio frente a la noche y la inconcrecion de sus propios pensamientos. En el cuarto contiguo seguia ardiendo la vela. Su resplandor llegaba a la terraza extenuado, como un soldado herido que hubiera ascendido con sobrehumano esfuerzo aquellos dos escalones, para acabar agonizando sobre la fria tierra. Entro algo de brisa en la habitacion y movio ligeramente la llama, y aquel resplandor muerto parecio resucitar las sombras dormidas. Sintio Poe en el estomago lo que Sam Spade llamaba «aleos de mariposa», «heraldos de la muerte» en sus novelas. Los nervios. Su corazon galopaba sin freno. Sintio el joven en el pecho unos golpes secos y precipitados que distaban de ser agradables. No sabia si aquello era «siempre» asi. Hanna tenia acaso diez anos mas que el, y debia saber, por tanto, como ocurrian las cosas, y puesto que le habia llevado hasta alli, le habia mostrado tal panorama y miraban ambos con romanticismo la noche de Madrid, quiza era porque esperaba que el le pasara el brazo por los hombros y la atrajera hacia si, como asi se lo sugeria el hecho de que ella se hubiese cubierto con su abrigo, detalle que en efecto no se le paso por alto. Y que si la abrazaba, habia de besarla a continuacion. El queria besarla, desde luego. ?Quien no hubiera querido besar a una mujer como ella?
Era subyugante. Parecia una criatura arrancada de los suenos de un adolescente, mucho mas hermosa aun, porque ni siquiera necesitaba vagar por ellos. Llevaba el pelo recogido en una corta cola de caballo, adornada con una cinta de terciopelo negro. La cinta era tambien una invitacion a deshacerle el lazo y soltarle el pelo, acariciarselo, ensortijarse los dedos con el, olerlo, embriagarse de ese olor del que se habia impregnado, gencianas, lilas, malvavisco, y que Poe podia aspirar ahora, perfume como a violetas frias. El silencio de las estrellas le oprimia tanto como el dolor del pecho. Deberia decirle que su pelo olia a violetas. A genciana. No, a malvavisco. No, a lilas. Eso era bonito, penso Poe, quiza le gustara oirselo decir. Le parecia una mujer poetica. Hechicera. Pero tuvo miedo de resultar cursi, y que Hanna pensara que ademas de hablador era afectado. Asi que no dijo nada ni del pelo, ni de las violetas ni de las otras flores. Y recordo Poe de manera inoportuna en ese instante lo que cierto dia, precisamente en El Comercial, poco antes de que entrara a formar parte de los ACP, le conto Hanna a proposito de la obsesion de los espanoles de hacerle proposiciones que estaban lejos de su cabeza, y que bastaba que eso ocurriera para que ella perdiera el interes por esa persona. Si, quiza pensara que si le hablaba de las violetas era con fines interesados.
Por otro lado, los brazos, los besos, ?no eran consecuencia de la cena? No sabia que pudiesen ser su prologo. Si llegaban, y el asi lo deseaba, seria al final.
Desistio Poe de extender su brazo por los hombros de Hanna. Hubiera podido tomar cualquier excusa. El frio, por ejemplo. Preguntar, ?tienes frio? Ya se habia dado cuenta de que el abrigo que se habia puesto por encima su