estaba intacto como a veces se conserva el recuerdo del primer amor. Me aproxime con timidez, conmovida por la misma ternura de los diecisiete anos, cuando me sente sobre sus rodillas para pedirle el regalo de una noche de amor y ofrecerle esa virginidad que mi Madrina media con una cuerda de siete nudos.

– Buenas tardes… ?tiene aspirinas? fue lo unico que pude decir.

Riad Halabi no levanto la vista ni aparto el lapiz de su libro de contabilidad y me senalo con un gesto el otro extremo del meson.

– Pidaselas a mi mujer, dijo con el ceceo de su labio de conejo.

Me volvi, segura de encontrar a la maestra Ines convertida en esposa del turco, tal como imagine muchas veces que sucederia finalmente, pero en cambio vi a una muchacha que no debia tener mas de catorce anos, una morenita achaparrada de boca pintada y expresion obsequiosa. Compre las aspirinas pensando que anos atras ese hombre me habia rechazado porque yo era demasiado joven y en aquel momento su actual mujer debia andar en panales. Quien sabe cual habria sido mi suerte de haberme quedado a su lado, pero de una cosa estoy segura: en la cama me habria hecho muy feliz. Sonrei a la nina de labios rojos con una mezcla de complicidad y envidia y me fui de alli sin intercambiar ni una mirada con Riad Halabi, contenta por el, se veia bien. A partir de ese momento lo recuerdo como el padre que en verdad fue para mi; esa imagen le calza mucho mejor que la del amante de una sola noche. Afuera el Negro rumiaba su impaciencia, eso no estaba incluido en las ordenes recibidas.

– Rajemos. El Comandante dijo que nadie debia vernos en este pueblo de porqueria donde todo el mundo te conoce, me reclamo.

– No es un pueblo de porqueria. ?Sabes por que se llama Agua Santa? Porque hay un manantial que lava los pecados.

– No me jodas.

– Es cierto, si te banas en esa agua no vuelves a sentir culpa.

– Por favor, Eva, sube al coche y salgamos de aqui.

– No tan rapido, todavia tengo algo que hacer, pero debemos esperar la noche, es mas seguro…

Al Negro le resulto inutil la amenaza de dejarme tirada en la carretera, porque cuando se me pone una idea en la cabeza rara vez cambio de opinion. Por otra parte, mi presencia era indispensable para rescatar a los prisioneros, asi es que no solo tuvo que acceder, sino que tambien le toco cavar un hoyo apenas bajo el sol. Lo conduje por detras de las casas hasta un terreno irregular, cubierto de espesa vegetacion y le senale un punto.

– Vamos a desenterrar algo, le dije y el obedecio porque supuso que, a menos que el calor me hubiera ablandado el cerebro, tambien eso debia ser parte del plan.

No fue necesario afanarse demasiado, la tierra arcillosa estaba humeda y blanda. A poco mas de medio metro de profundidad encontramos un envoltorio de plastico cubierto de moho. Lo limpie con la punta de la blusa y sin abrirlo lo puse en mi bolso.

– ?Que hay adentro? quiso saber el Negro.

– Una dote de matrimonio.

Los indios nos recibieron en una elipse despejada donde ardia una hoguera, unica fuente de luz en la densa oscuridad de la selva. Un gran techo triangular de ramas y hojas servia de parapeto comun y debajo colgaban varias hamacas en diferentes niveles. Los adultos llevaban alguna prenda de ropa, habito adquirido en contacto con los pueblos vecinos, pero los ninos iban desnudos, porque en las telas siempre impregnadas de humedad, se multiplicaban los parasitos y brotaba un musgo palido, causa de diversos males. Las muchachas llevaban flores y plumas en las orejas, una mujer amamantaba a su hijo con un seno y con el otro a un perrito. Observe esos rostros, buscando mi propia imagen en cada uno de ellos, pero solo encontre la expresion sosegada de quienes vienen de vuelta de todas las preguntas. El jefe se adelanto dos pasos y nos saludo con una leve inclinacion. Llevaba el cuerpo erguido, tenia los ojos grandes y separados, la boca carnosa y el cabello cortado como un casco redondo, con una tonsura en la nuca donde lucia orgulloso las cicatrices de muchos torneos de garrotazos. Lo identifique al punto, era el hombre que todos los sabados conducia a la tribu a pedir limosna en Agua Santa, el que me encontro una manana sentada junto al cadaver de Zulema, el mismo que mando a avisar la desgracia a Riad Halabi y cuando me detuvieron se planto delante de la Comandancia a patear el suelo como un tambor de advertencia. Deseaba saber como se llamaba, pero el Negro me habia explicado con anterioridad que esa pregunta seria una groseria; para esos indios nombrar es tocar el corazon, consideran una aberracion llamar a un extrano por su nombre o permitir que este lo haga, asi es que mas valia abstenerme de presentaciones que podian ser mal interpretadas. El jefe me miro sin dar muestras de emocion, pero tuve la certeza de que tambien me habia reconocido. Nos hizo una senal para indicar el camino y nos condujo a una cabana sin ventanas, olorosa a trapo chamuscado, sin mas mobiliario que dos taburetes, una hamaca y una lampara de querosen.

Las instrucciones indicaban esperar al resto del grupo, que se juntaria con nosotros poco antes de la noche del viernes senalado. Pregunte por Huberto Naranjo, porque me figure que pasariamos esos dias juntos, pero nadie pudo darme noticias suyas. Sin quitarme la ropa me eche en la hamaca, perturbada por el barullo incesante de la selva, la humedad, los mosquitos y las hormigas, el temor de que las viboras y las aranas venenosas se deslizaran por las cuerdas o estuvieran anidadas en el techo de palmas y me cayeran encima durante el sueno. No pude dormir. Pase las horas interrogandome sobre las razones que me habian conducido hasta alli, sin llegar a ninguna conclusion, porque mis sentimientos por Huberto no me parecieron motivo suficiente. Me sentia cada dia mas lejos de los tiempos en que vivia solo para los furtivos encuentros con el, girando como una luciernaga en torno a un fuego escurridizo. Creo que solo acepte ser parte de esa aventura para ponerme a prueba, a ver si compartiendo esa guerra insolita lograba acercarme de nuevo al hombre que alguna vez ame sin pedirle nada. Pero esa noche estaba sola, encogida en una hamaca infestada de chinches que olia a perro y a humo.

Tampoco lo hacia por conviccion politica, porque si bien habia adoptado los postulados de esa utopica revolucion y me conmovia ante el coraje desesperado de ese punado de guerrilleros, tenia la intuicion de que ya estaban derrotados. No podia evitar ese presagio de fatalidad que me rondaba desde hacia un tiempo, una vaga inquietud que se transformaba en ramalazos de lucidez cuando estaba ante Huberto Naranjo. A pesar de la pasion que ardia en la mirada de el, yo podia ver el aire de descalabro cerrandose a su alrededor. Para impresionar a Mimi yo repetia sus discursos, pero en verdad pensaba que la guerrilla era un proyecto imposible en el pais. No queria imaginar el final de esos hombres y de sus suenos. Esa noche, insomne en el cobertizo de los indios, me senti triste. Bajo la temperatura y me dio frio, entonces sali y me acurruque junto a los restos del fuego para pasar alli la noche. Palidos rayos, apenas perceptibles, se filtraban a traves del follaje y note, como siempre, que la luna me tranquilizaba.

Al amanecer escuche el despertar de los indios bajo el techo comunitario, todavia entumecidos en sus chinchorros, conversando y riendo. Algunas mujeres fueron a buscar agua y sus ninos las siguieron imitando los gritos de las aves y los animales del bosque. Con la llegada de la manana pude ver mejor la aldea, un punado de chozas tiznadas del mismo color del barro, agobiadas por el aliento de la selva, rodeadas por un trozo de tierra cultivada donde crecian matas de yuca y maiz y unos cuantos platanos, unicos bienes de la tribu, despojada durante generaciones por la rapacidad ajena. Esos indios, tan pobres como sus antepasados del principio de la historia americana, habian resistido el trastorno de los colonizadores sin perder del todo sus costumbres, su lengua y sus dioses. De los soberbios cazadores que alguna vez fueron, quedaban unos cuantos menesterosos, pero tan largos infortunios no habian borrado el recuerdo del paraiso perdido ni la fe en las leyendas que prometian recuperarlo. Aun sonreian con frecuencia. Poseian algunas gallinas, dos cerdos, tres piraguas, implementos de pesca y esos raquiticos plantios rescatados de la maleza con un esfuerzo descomunal. Dedicaban las horas a buscar lena y alimento, tejer chinchorros y cestos, tallar flechas para vender a los turistas a la orilla del camino. A veces alguno salia de caza y si tenia suerte, regresaba con un par de pajarracos o un pequeno jaguar que repartia entre los suyos, pero que el mismo no probaba para no ofender al espiritu de su presa.

Parti con el Negro a deshacernos del automovil. Lo llevamos a la espesura y lo despenamos en un barranco insondable, mas alla de la algarabia de los loros y el desenfado de los monos, donde lo vimos rodar sin escandalo, silenciado por las

hojas gigantescas y las lianas ondulantes y desaparecer devorado por la vegetacion, que se cerro sobre su huella sin dejar rastro. En las horas siguientes llegaron uno a uno los seis guerrilleros, todos a pie y por diversos caminos, con la compostura de quienes han vivido largamente en la inclemencia. Eran jovenes, decididos, serenos y solitarios, tenian las mandibulas firmes, los ojos afilados y la piel ofuscada por la intemperie, marcados los cuerpos de cicatrices. No hablaron conmigo mas de lo necesario, sus movimientos eran medidos, evitando todo

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