quietud del cielo, y como si alli, en el azul, leyese lo que decia, con la mirada fija en unas letras invisibles le dijo a Sintora que no queria volver a Madrid, que si no fuese por su hija no volveria nunca a su casa, a aquella vida que no era vida. Y con la mirada mas profunda, como si le hubieran alejado las palabras del cielo, le hablo por primera vez de Corrons, de como aparecio en el barrio donde ella vivia, reivindicando la lucha de los obreros.

«Se hizo amigo de mi padre -dijo Serena con la voz neutra de quien habla de algo que no pertenece a su vida-. Se hizo amigo de mi padre, que era de su mismo partido y que en el barrio llevaba anos haciendole frente a los patronos, ensenando a leer a los analfabetos. Se dio cuenta de la influencia de mi padre, empezo a ir por mi casa, a introducirse en el barrio. Venia de Valencia y trabajaba llevando las cuentas en un almacen de telas. Nadie sabia nada de el, solo que trabajaba alli, en el almacen. A mi me miraba como nunca me habia mirado otro hombre, y me daba miedo como me miraba, pero me atraia, yo sentia que me estaba mirando un animal, era como si dentro de el hubiese una fiera metida en una jaula, ?no has visto los animales de un circo como dan vueltas en la jaula sin parar de moverse? Asi sentia yo que me miraba. Me perdio, no se que me hizo.»

Gustavo Sintora miraba el verano en los ojos de Serena.

«Un dia me encontro sola en la casa y nada mas que mirandome, sin ni siquiera tocarme, hizo que me desnudara. Nada mas que con la vista. Ponia los ojos en mi, en mi ropa, en los botones, y yo los abria, me trastorno, le iba entregando mi cuerpo. Se fue de la casa sin tocarme y yo me senti sucia, aunque queria que volviese, que aquello volviera a pasar. Luego me ha dicho que le di asco, que se fue al ver de que ralea era yo. Engano a mi padre, lo metieron en la carcel, por el, por utilizarlo. A el lo dejaron en libertad. Entonces se hizo mi amo. Y me case con el, mi padre en la carcel y yo sabiendo ya que me casaba con un mal hombre. Pero me case, porque pensaba que iba a cambiar, que no podia vivir sin el, no lo se, ahora no se que era lo que yo pensaba ni lo que sentia y me parece que me lo estoy inventando al contartelo.»

Se callo Serena Vergara. Cerro los ojos, viendo dentro de ellos lo que contaba.

«Me ha atado a la cama para pegarme con su correa y luego, luego hacerme lo que quisiera. Una vez que fui a ver a mi padre a la carcel sin su consentimiento me tuvo cuatro dias encerrada con llave en una habitacion, sin darme de comer. Por la noche le daba golpes a la puerta con un palo, para asustarme. Y luego tuvimos la nina, yo quise morirme al saber que la iba a tener, pero luego ha sido mi salvacion, Luz. El fue metiendose cada vez mas en la cosa de la politica y olvidandose de mi.»

Abrio los ojos. Miro a Sintora, le acaricio la mejilla, el borde de los labios.

«Y ahora estas tu, mi soldado.» Se incorporo Serena. Sentada, resbalando el falso raso de su enagua por el pecho, vio como la tarde, en su caida, suavizaba el amarillo de los campos. El olor llegaba intenso, templado, con la brisa. «Nunca consentiria que lo abandonase. De ningun modo. Me mataria. Acabaria con mi hija.» El pelo de Serena, enrojecido por el atardecer, se estremecia, cayendo de las sienes y ondulandose sobre la mejilla y el cuello. Sintora dice que sintio como la guerra le atravesaba con todos sus ejercitos el vientre, con todas sus bombas, con toda su devastacion, el pecho.

A la par que releo los cuadernos de Sintora y pienso en aquel hombre delgado que en mi infancia aparecia por mi casa con sus ojos aumentados tras el vidrio de las gafas, miro algunas cartas de mi padre, el cabo Sole Vera. Unas pocas hojas amarillentas que durante la guerra hizo llegar a mi madre y que tambien hablan de aquel tiempo en Madrid, de los sucesos que iban ocurriendo en el destacamento y de lo que el pensaba. Pregunta mi padre por la hija que han tenido y no conoce. No hay tristeza en sus palabras. Habla del futuro, da animos. Solo se nota cierta preocupacion cuando se refiere a la posibilidad de que su destacamento abandonara Madrid para entrar en combate y participar en la gran batalla que habia empezado a librarse en el Ebro, una batalla, decia el, que puede devorar muchos hombres: «los que alli van a morir y los que el resto de su vida pagaran la derrota que alli podemos tener».

Tenia miedo mi padre, pero lo aliviaba dando cuenta a su mujer de la comodidad con la que entonces vivia en Madrid, apartado del frente, rodeado de toreros y artistas. Tambien habla en las cartas de Doblas y su avaricia de dientes metalicos, del teniente Villegas, del soldado Montoya y de un muchacho de Malaga que se llama Sintora. «Habla en voz baja y lo toca todo con miedo de que se vaya a romper. Tiene unas gafas muy raras, escribe cosas en una libreta y la otra noche lo vi llorando, mirando el cielo.»

En uno de sus cuadernos tambien habla Sintora de aquel llanto y del cielo de aquella noche, de las nubes que crujian al pasar sobre la luna, rechinando como barcos cargados de herrumbre. Cuenta que un atardecer caminaban el y Serena Vergara por Madrid y que el verano soplaba caliente y por las calles corria un aire seco, un viento que purificaba el aire y hacia que la gente caminara despierta, casi alegre por la ciudad gris y en agonia. Jugaban los dos a caminar separados, a mirarse a traves de las vidrieras, a encontrarse y reconocerse frente a un escaparate desolado, ante la puerta de una tienda:

– Buenos dias, ?es usted la mujer de mi vida?

– Y usted, joven, ?es la persona que me va a traer cada dia cien toneladas de amor?

– Si, si usted se lo merece.

– Lo veo muy enclenque para tanto esfuerzo.

– Llevo toda la fuerza del mundo latiendo en este pecho, si mira bajo la camisa podra ver mi corazon, es de vidrio, transparente mi pecho.

Hablaban y alrededor de ellos pasaba la gente. Corrian algunas personas y parecia que se riesen de lo que ellos se reian. Un nino senalaba una esquina y corria hacia ella. El verano era un latido fuerte, caia azul la luz del cielo, empezo a arremolinarse la gente en la direccion que el nino habia corrido y Sintora y Serena, todavia con las risas y las palabras de amor, avanzaron hacia donde se dirigia apresurada la gente. Entraron en una calle mas estrecha, con menos luz que aquella de la que venian. A lo lejos, ante un portal, habia grupos de personas que miraban hacia arriba, senalaban hacia alguna ventana. Las risas dejaron de oirse, se escuchaba algun grito y Serena y Sintora empezaron a andar con mas lentitud, sin dejar de mirar al frente, a aquellas personas, las ventanas del edificio donde no distinguian nada.

Lo van a tirar, grito al pasar corriendo por su lado una mujer, y no se sabia si su grito era de alegria o de miedo. Llegaron hasta la espalda de los primeros corros de gente Sintora y Serena. De Falange, decia el nino que habian visto correr. De Falange, le repetia el nino a unos amigos, y senalaba arriba. Y fue entonces cuando Sintora, en un balcon del tercer piso, vio asomar a un hombre bajo y robusto que tiraba con fuerza de una cuerda. Al otro extremo de la cuerda, con las manos atadas en la espalda, aparecio un hombre joven, rubio, que fue recibido con un griterio. Hubo aplausos, risas y amenazas, tambien algun lamento. Al lado del joven rubio entro en el balcon un individuo que en la mano llevaba una pistola. La levantaba en alto mientras hablaba a la gente de la calle algo que apenas podia oirse. Solo palabras sueltas, Falange, madre, Dios, volar, conseguian atravesar el rumor de abajo. Al joven rubio se le habian derretido los huesos, se doblaba sobre si mismo, la carne, los musculos, todo el convertido en una gelatina blanda. Parecia que lloraba. Se desmoronaba. Serena agarro la mano, el brazo de Sintora. Vamonos, le dijo en un susurro. Pero el se quedo inmovil. El nino que habian visto correr abria los ojos, una sonrisa le abria la cara. Voy a mearme en tu cara cuando te estes muriendo, fascista, grito una mujer al lado de Sintora. Vamonos, repitio Serena, la cara escondida en el pecho de el. La mujer volvia a gritar, la mirada iluminada de alegria, la lengua un latigo de sangre. Arriba, el hombre bajo y el de la pistola intentaban levantar al joven del suelo, el rumor de la calle se hacia quebradizo. Lo pusieron de pie, con las rodillas reblandecidas por el miedo. La mujer de los gritos se subio la falda, doblando la cintura se saco con esfuerzo una braga vieja, grito de nuevo con la prenda en la mano. Sintora notaba en su pecho el estertor de Serena, que levanto la vista y vio los ojos de Sintora justo cuando en el balcon el joven rubio, con las manos en la espalda, era colocado con el vientre sobre la baranda y el tipo bajo y robusto le levantaba las piernas, que volaron por encima del balcon, la cabeza, el cuerpo, cortando el griterio. Hubo un disparo, silencio, y ya vino el retumbar no se sabia si de las carreras o del interior de la tierra, un movimiento de hormiguero, empujones y de nuevo gritos, el llanto de Serena y su voz diciendo, No, dos, tres veces, no.

Intento andar Sintora y se noto el cuerpo rigido, las piernas sin piernas. Abrazo a Serena, le beso la frente y mientras se la besaba, en el portal del edificio por el que el joven habia sido arrojado al vacio, vio la melena pelirroja, la cara de la Ferrallista. Se dio la vuelta rapido, agarro por los hombros a Serena Vergara y la llevo hacia el extremo de la calle por el que habian venido. Todavia se cruzaron con algunos curiosos que corrian en direccion contraria a ellos. La Ferrallista ha estado a punto de vernos, dijo Sintora. La Ferrallista, repitio, sin decirselo a Serena, murmurando las silabas con la vista perdida, viendo en las paredes, en los carteles y en las vidrieras al joven rubio desplomandose, encogiendose contra el suelo del balcon. La Ferrallista, no nos ha visto, decia. Serena Vergara, al oir aquel nombre, se separo de el, andaba deprisa, miraba hacia atras y lloraba. El cielo se habia oscurecido, la tarde de verano se habia borrado de repente. Unas nubes negras habian asomado

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