por encima de los edificios y el dia se acababa como si hubieran transcurrido horas desde el instante en que habian entrado en esa calle y aquel joven rubio hubiese estado cayendo en el vacio no se sabe cuanto tiempo. La vidriera frente a la que habian estado hablando, jugando a no conocerse, estaba en sombra y parecia vieja, ensuciada por anos de abandono.

Anduvieron hasta los alrededores de la Puerta de Toledo. Caminaron callados, encerrado cada cual en si mismo, y alli se despidieron con el solo roce de una mano sobre otra, los dedos de Sintora en los dedos, en el dorso de la mano de ella, una brisa tibia que pasara por la piel. Las sombras entraban y salian del pecho de Sintora. Respiraba sombras, el corazon me latia con un pitido y en el interior de mi pecho anidaban pajaros silenciosos que mordizqueaban, sin dolor, la esponja rosa de mis pulmones. Llego a los alrededores de la Casona y en mitad de los jardines se detuvo y miro despacio el tronco cansado de los arboles, la frondosidad negra de sus hojas. Por encima de ellos vio el cielo, revuelto de luz blanca, luna, y nubes que se amontonaban en un farrago desordenado, en un caos de sombras y resplandores. Oia las nubes, que crujian al pasar sobre la luna, rechinando como barcos cargados de herrumbre.

Fue entonces cuando el cabo Sole Vera, al entrar en la Casona, se detuvo en la escalinata del edificio y se quedo mirandolo. «No se que veria ese muchacho en el cielo, que pensamientos estaban trabajando dentro de su cabeza, pero me dieron ganas de acercarme a el, porque me parecio que estaba viendo el futuro, los dias que a el y a todos nos estan esperando. Y senti que su miedo o su pena tambien eran mios», le escribio mi padre, el cabo Sole Vera, a mi madre.

Pero ni en el destacamento ni en la Casona nadie parecia entonces temer por el futuro. O quiza ocurriese que nadie se atrevia a hablar de sus temores y cada cual los padecia para si y en silencio. Solo a veces veian murmurar con las caras ensombrecidas al teniente Villegas y al cabo Sole Vera. Pero como en el plazo de una semana ambos fueron ascendidos y el teniente paso a ser el capitan Villegas y el cabo el sargento Sole Vera, todos diluyeron aquellos gestos preocupados en la celebracion de los ascensos, y ni siquiera importaba ya que las actuaciones artisticas y las corridas de toros se fueran espaciando y cada vez los hombres del destacamento pasaran mas tiempo inactivos, Doblas reparando motores, el capitan Villegas y el sargento Sole Vera perdidos por las oficinas, Ansaura, el Gitano, tumbado en la caja de algun camion murmurando el nombre de su mujer, y Montoya y Sintora vagando por las explanadas y la cantina del Centro Mecanizado.

Tambien iban con mas frecuencia a la casa del Marques, a ver al Textil y a Sebastian Hidalgo. Sintora casi aprendio a distinguir a los primos de Corrons, al Sordomudo, a Asdrubal, que era el que tenia una cicatriz debajo de la boca y la cara mas cuadrada que los demas, las cejas igual de pobladas pero mas cortas. A Armando, que tenia un dedo menos en la mano derecha y a cada momento andaba arrugando la nariz para sorber una mucosidad que no tenia. A Amadeo, que tenia todos los dedos, sin cicatriz y con la cara un poco mas estrecha.

Y tambien conocio a las personas que estaban retenidas en la casa. Marcelo Cantos, abogado falangista, con la piel de color amarillo y los ojos hundidos, siempre observandolo todo sin hablar, con un aire de provocacion que era de la misma intensidad con los hombres de Corrons, con los del destacamento, con el Marques, al que habia jurado denunciar por colaborador de los rojos, y hasta con sus propios companeros de cautiverio, Ortiz Pavero, un viejo industrial sin dientes al que habian apresado en un sotano acondicionado como refugio antiaereo que el visitaba en horas de calma para contactar con jovenes homosexuales, y Anselmo Luque Quintana, el cura tembloroso que los hombres del destacamento habian llevado a aquella casa la primera vez que Sintora la habia visitado.

El viejo Pavero quiere haserle un nino al nino Sintora, se burlaba Montoya de los ratos que Gustavo Sintora pasaba escuchando a aquel hombre que siempre empezaba sus conversaciones con Sintora hablando del miedo que sentia. Le hablaba del miedo a las noches y a aquellos hombres, la gente de Corrons, y a sus armas. El miedo a los fusiles y el miedo a las navajas que llevaban en los bolsillos, que eran dos miedos distintos. Y a traves de sus miedos le iba contando su vida a Sintora. Le hablaba de los primeros miedos que habia sentido en su infancia, el miedo a perderse cuando iba por la calle de la mano de su madre, del miedo a las pesadillas que le producia aquel miedo, cuando se sonaba solo en medio de calles extranas y de gente a la que le mudaba la cara y no conocia. Miedo de despertarse llorando y oir la voz de su padre, amenazandolo por el llanto, por el miedo que le traia el miedo.

– Yo soy un coleccionista de miedos. Todos lo somos, Gustavo. La historia de un hombre es la suma de sus miedos -decia con la mirada extraviada, sopesando miedos-. Y ahora esta el miedo de la guerra, que es un miedo nuevo, un miedo que dentro lleva casi todos los miedos.

?Y nunca te ha dicho el miedo que le entro en el culo cuando se lo follaron la primera vez?, le preguntaba Ansaura, el Gitano. Yo a los maricones los mataba dos veces, anadia Ansaura, al que aquellas visitas a casa del Marques acababan por ponerlo nervioso. Y es que a el, aparte de murmurar el nombre de su mujer, nada mas que le gustaba hablar con Paco Textil o quedarse mirando en el taller de costura las maquinas de coser.

Si mi mujer, Amalia, Amalia Monedero, Amalia, tuviera una, una de esas maquinas me iba a hacer unos trajes como los que llevan los ricos, y ademas iba a ganar mucho dinero, cosiendo, vendiendo la ropa, le dijo una vez Ansaura, el Gitano, al Textil mirando aquellas maquinas, a las costureras y al enano Visente volcados sobre ellas. Pero eso es cosa de gente pudiente, nada mas que ellos pueden tener estos aparatos, estos si que son magicos y no las palomas que el mago Perez se saca de la chaqueta, que parecen de carton de lo canijas que estan. Y tu, Sole, que te traes con ese cura, le decia al sargento Sole Vera, que siempre que iba por la casa del Marques se detenia a hablar con el cura Quintana.

El cura Anselmo le decia a mi padre que el tambien habia sido soldado, habia estado en la guerra de Cuba y alli se habia casado con una mulata que se llamaba Jacinta Maria. En su parroquia el cura tenia tres fotos, una de un periodico en la que el salia retratado con otros soldados debajo de un titular en el que se decia que el ejercito espanol iba a pasearse por las calles de Washington, otra de la mulata Jacinta Maria y la tercera de la basilica de San Antonio de Padua, que era el lugar al que la mulata habia sonado ir durante toda su vida, para hacer una ofrenda, para rezarle al santo que se llamaba como su padre. Ella se habia muerto en Cuba, se tiro a un tren al recibir la noticia de que el habia muerto en una emboscada que habia preparado un hermano de Jacinta Maria, libertador y guerrillero.

– Ya ve usted, sargento Vera -le decia el cura a mi padre-, Romeo y Julieta en mitad del Caribe. Se echo al tren al pensar que me habian matado, un tren carguero, lleno de platanos y que apenas andaba. Me dijeron que estuvo pasando por encima de ella casi media hora. No se sabe quien se quejo mas, el tren o mi mulata. Ya sabe usted sargento como son por alli, exagerados, me dijeron que no se murio de repente y que algunos de los trozos en los que quedo partido su cuerpo todavia hablaban cuando el tren acabo de pasar. Dicen que la carne decia mi nombre.

Se encogia de hombros el cura Quintana, temblando de enfermedad, no de miedo, insistia el.

– La cobardia no tiene nada que ver conmigo, sargento Vera -decia temblando, con los ojos pequenos y acuosos pero llenos de una firmeza que confirmaba todo aquello que decia-. Mate a mucha gente en la guerra de Cuba. Me salio una vena asesina con la muerte de mi mulata. Por no matarme yo, mate a media Cuba. Y pase muchas penalidades. Despues he pensado que me gane el cielo alli, no en las misiones ni en los hospicios, sino matando gente, mujeres, ancianos y algun nino tambien. Conoci de cerca lo que es el pecado, supe lo que era el mal y luego sufri mucho por haberlo hecho de verdad, a fondo. Si tengo un lugar al lado del Padre es por haber matado.

Los hombres del destacamento observaban como el sargento y el cura andaban por la casa, paseando por los salones medio desvalijados, bajo la mirada sospechosa de los hombres de Corrons y la extraneza de Ansaura, el Gitano.

– Eramos animales en medio de la selva. Me hicieron cabo, como era usted hasta hace poco, por matar a tanta gente. Con cuchillo, con piedras, con bala. La ropa se me caia a pedazos del cuerpo, podrida por la humedad. Una vez me comi dos orejas humanas, de un companero muerto. Estaban tiernas, se las corte y les mate la sangre en una candela. Sabian como las de cochino, pero con menos carne. Me las comi con estos dientes -se sonreia el cura senalandose con un temblor de labio y dedos unos dientes disparejos y amarillos, encogiendose de hombros con un gesto que no se sabia si era de orgullo o de ternura-. Y luego, cuando volvi con la guerra perdida y sin mi Jacinta Maria, al pasarseme la borrachera de la sangre me hice cura, aunque nunca me he olvidado de ella, de Jacinta Maria, a la que quise, se lo digo a usted, sargento, mas, mucho mas, que a Dios. Para mi estan Jacinta Maria, Dios y la Virgen. Luego todos los santos, empezando por San Antonio -y con la mirada medio borrosa se quedo con la vista fija en la pistola que mi padre llevaba en la cintura, debajo del

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